-¿Quizás
tienes deudas de juego? ¿Consumes sustancias estupefacientes? ¿Quién te ha dado
permiso para sentarte? ¡Esto no es un bar!
Salté
de la silla de hierro. Las palabras de pedernal resonaron entre dientes, que
desde la última vez se habían afilado. Su tono incisivo, el ángulo agudo de las
entradas del pelo –crecidas en el corto intervalo-, las cejas picudas y
diabólicas, el triángulo en el pecho de la desabrochada camisa que dejaba ver
la tupida pelambrera, la irregular geometría de retrato cubista en que se
descomponía su rostro, aquella vez más zorruno que simiesco, denotaban las
aristas de su carácter avieso, atravesado, atrabiliario. Ante él jadeaba yo en
aquella atmósfera enrarecida de miedo y de un irrespirable frío de acero.
El
mismo agente que dos días atrás me cacheara en la oficina del gerente del
supermercado, me observaba impertérrito de indignación, las manos sobre el
teclado a la espera de mi respuesta, estatuario como el Comendador a la mesa de
la cena, monolítico e hierático, como si con la inexpresividad de su mandíbula
de pelícano y del ojo sano, por otra parte enrojecido como por el cloro de una
piscina, manifestase su indiferencia por mi suerte, su resistencia a manifestar
el menor signo de empatía o comprensión, su rigor compacto, de hormigón apenas
agrietado de tanto en tanto por toques de humor de enterrador.
Por
momentos creía que ya no saldría de aquel húmedo, reptiliano sótano de Jefatura
adonde por escaleras de caracol y un corredor circular traspasado por
chasquidos metálicos y tintineos de hierro (¿esposas? ¿cerrojos?), pese a mis
protestas de que yo por mi cuenta encontraría el camino, me había guiado su
mudo compañero, el presunto hermano menor en proceso de aprendizaje, ahora
vigía de brazos cruzados y en pie junto a la puerta acorazada, tachonada de
clavos, acaso para impedirme la fuga. Más con objeto de ahorrarme la tortura de
la duda que a instancias de su perentoriedad, al instante de recibir una
llamada que me conminaba a declarar, me había presentado en el grandilocuente vestíbulo
de la comisaría.
Y
en aquella oficina lacónica y austera como celda de monasterio, me había recibido
el hermano mayor, que a golpes de nudillos sobre la mesa con unción de juez me
hizo saber que Ángela Mayo Huertas me acusaba de robo. El corazón se me hinchió
como un globo a punto de explotar.
-¿Robo
de qué?
-¿Tiene
noticia de dónde puede encontrarse un Audi modelo T color azul Prusia matrícula
M-789548…?
-¡Ese
coche es mío!... Lo tengo aparcado en la esquina.
Quizá
por el impotente furor tuve la sensación de haber perdido la voz. Podía
articular las palabras y movía la boca, pero no emitía sonido alguno, era como
un actor en la tele sin voz, mis frases se evaporaban y mis palabras sordas,
huecas, como burbujas de jabón subían a aquellos rincones manchados de humo de
tabaco y humedad donde entre telarañas e insomne polvo se apagaban los ecos de
inmemoriales mentiras y coartadas, atenuantes y protestas de inocencia, pero
también de infundios y calumnias, amenazas y acusaciones en falso. El agente me
miraba los labios tal vez para leer en ellos, o calculando dónde me asestaría
el primer puñetazo. Le mostré el lado derecho, puede que me librara de alguna
de mis caries.
-Ella
tiene un Jaguar. En el Audi creo que ni ha llegado a subirse. Lo compré de
segunda mano, está a mi nombre. ¿Cómo me voy a robar a mí mismo? –en verdad no
estaba seguro de la respuesta, soy el peor enemigo de mí mismo.
-A
ver la documentación.
-La
tengo en casa, ya sabe que no uso cartera.
Palideció
y se ruborizó a un tiempo, algo tan raro como un cubito de hielo rociado con
manchas de vino.
-Supongamos
que está a su nombre, le doy el beneficio de la duda. ¿Pero quién lo ha pagado?
-¡Yo,
quién va a ser! –grité para oírme a mí mismo.
-¿Cómo
dice? ¡Vocalice!
-Cada
mes me descuentan la cuota de mi cuenta en el banco.
-¿De
qué cuenta?
-De
la mía, ¿cuál va a ser? Tengo trabajo… tenía –sí que escuché la última palabra,
una especie de graznido.
-¿Y
a partir de ahora cómo piensa pagarlo?
-…
Sentí
que el cuarto decrecía como mi cuenta corriente, las paredes se comprimían y el
techo descendía hasta oprimirme.
-No
te voy a pedir la cartilla del banco porque no la llevarás encima… ¿De qué
estás viviendo?
-Tengo
derecho a una prestación por desempleo.
-Según
tu antiguo jefe no hay nada de eso. Estabas dado de alta como autónomo –el estrechamiento
continuaba; si daba un paso atrás mi espalda tocaría al hermano menor.
-¿Si
tiene todas las respuestas, por qué me pregunta?
-Nos
consta que la cartilla estaba a nombre de ella y tuyo. Luego es copropietaria
del coche.
-Oiga,
ella saqueó la cuenta cuando nos separamos. Podría acusarla de alzamiento de
bienes.
-¿En
realidad quién ingresaba todo el dinero de aquella cuenta?
Para
responder a aquello articulé con claridad aunque solo fuera para que pudiera
leerme los labios.
-¿Y
a usted qué le importa? Nuestra economía doméstica pertenece a la intimidad.
-Claro,
y si robas también sería un asuntillo privado –me espetó cejijunto y tenebroso,
antes de mostrar adónde quería ir a parar-. Te lo digo porque te acusa de haber
cogido de la encimera un sobre con trece mil euros. ¿También eran tuyos?
Entonces
sí resonaron mis palabras, de hecho toda mi presencia se redujo a ellas,
negaciones y abjuraciones, denegaciones y protestas que no obstante como piedras
fueron cayendo al pozo de su escepticismo. Las engulló el negro abismo de su
venal maldad. Aquello era imposible aunque solo fuese porque Ángela casi nunca
manejaba dinero físico, todo su efectivo era inmaterial, pagaba con tarjeta y
hasta las transferencias las efectuaba por ordenador sin necesidad de recurrir
a ventanillas o cajeros.
-Ella
sostiene que tenía dispuesta esa cantidad para abonársela al casero. Al parecer
acordó con él pagarle en semestres adelantados.
-¡Mentira!
-Hemos
comprobado que es verdad.
Sobre
los hombros se me desplomó la evidencia de que Ángela también se había aliado
con el propietario del piso. El mundo entero se conjuraba contra mí.
-Dime
la verdad, ¿con qué dinero has pagado la fianza y el primer mes de tu
apartamento?
-Tenía
unos ahorros –me desplomé en la silla.
-¿Quizás
tienes deudas de juego? ¿Consumes sustancias estupefacientes?
Con
la razón nublada y abrumada por una furibunda confusión, no supe si era la
primera vez que me lo preguntaba. Hice un esfuerzo para recordarlo, ya que si
empezaba a repetir el cuestionario, la toma de declaración se degradaba a
interrogatorio. Instintivamente parpadeé, deslumbrado por un flexo imaginario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario