-¿Qué
se cuenta el amigo Franz?
Un
aliento peludo me cosquillea el lóbulo de la oreja, transitando sobre mi nuca
con sus patas de tarántula me estremece un escalofrío de asco, y retirándose
por el hombro va dejando un rastro retestinado de rastrojo y ajo tan acendrado
que concluyo son ajetes achicharrados. Puede que sean el palto del día. Desde
que he entrado Salus no me ha quitado el ojo de encima. El cibercafé estaba
desierto, ni siquiera él estaba, y cuando me ha visto entrar, fondón y
desfondado ha fondeado en la barra procedente del minimercado. No parece en
forma pese a sus homilías a favor de la vida sana.
-Está
como siempre, del trabajo a casa y de casa al trabajo. Confiesa que ha llegado
a un punto sin retorno.
-Claro,
si no sale de casa no tiene que retornar a ningún lado, ji, ji… En serio, creo
que el amigo Franz sería un filón para los terapeutas.
-¿Me
pones una cerveza?
A
asentir se le descoloca el bisoñé suplente, de un tono más pardo, casi
excrementicio, que el primero. No se lo he devuelto para que no sepa que sé que
me espía. Con Salus todo resulta equívoco. No sé si disimula su fisgoneo bajo
la forma de interés sexual o si se venga de mi rechazo vendiéndome a Ángela.
Como casi ha llegado a apoyarme en el hombro la floja barbilla, le he pedido la
cerveza para quitármelo de encima. Sin embargo, ahora lo sigo a la concisa
barra de nogal para sondearlo. A ver si baja la guardia y le sonsaco más que él
a mí.
-Precisamente
esta cerveza es checa… ¿Bebemos mucho? En este pueblo tan coñazo es inevitable.
Pero hay que tener cuidado al volante. ¿Tenemos coche? ¿Dónde lo hemos dejado?
¿Queremos venderlo? También me dedico a eso. ¿Andamos justos de efectivo?
¿Necesitamos un cajero?
-¿También
te dedicas a hacer encuestas? –si no lo paro habría seguido borbotando y
barbotando sus cuestiones.
-A
ésta invita la casa –se abre otra cerveza y tras verterla en una estilizada copa
con las morcillas de sus dedos se dedica a acariciar el talle cristalino sin
desabrochar su mirada de la mía ni dejar de culebrear la cola de la lengua por
la fresa podrida de sus labios.
-Por
los amigos, Franz el primero –sobre el borde de su copa en alto se equilibran
sus desparramadas pupilas que ahora me recuerdan a las profanadas yemas de
sendos huevos fritos. Debe ser la condensación de su deseo, y no la humedad, lo
que empaña la copa. La entrechoca con la mía con tal ímpetu que se me resbala y
sobre la baldosa de cerámica se graniza en añicos. De la trastienda Salus
acarrea útiles de limpieza. De través observa la entrada de un quinceañero
moreno y espigado que refunfuña un saludo y con pasos incómodos y ademán rudo
se dirige al puesto más lejano. Me recuerda a alguien cercano y a la vez
alejado. Salus parece turbado por la estela de hormonas que ha dejado la
sudadera negra.
-Se
dedica a navegar por las páginas porno… Y eso que está pasando por un sarampión
literario, encima de guapo el Pitu se pone pedante, es un creído y no se le
puede invitar a nada –Salus rezonga, rozagante. Me acaricia el empeine del
zapato con el pelo verde del cepillo y me identifico con el adolescente, no
solo por su desdén a Salus-. En este pueblo de reprimidos es el único que se
atreve a hacerlo. Con esa esperanza abrí el negocio, pero nada. El plan era que
se calentaran con el porno y luego le tiraran los tejos a la cajera. Este
poblado no es lugar para emprendedores.
-La
cibernética está sustituyendo a todas las funciones humanas, la memoria, la
imaginación, la fantasía…
-Aquí
no hay problema, esto es un agujero. ¿Y nosotros qué haremos? ¿Qué plan
tenemos? ¿Seguiremos por estos pagos?
-Pues
sí, esto es justo lo que buscaba. Hasta he dejado el secadero y me he instalado
en el pueblo. He alquilado una casa cerca de la antigua vaquería.
-Ah,
entonces tenemos dinerito. Creía que éramos un escritor maldito.
-Pintor.
-¿Qué
más da? Te habré confundido con él –observa al adolescente con ojos golosos
mientras frota con las manos el enhiesto palo del cepillo.
-Pues
sí, tengo mis ahorrillos –le refiero. Conviene ocultar los puntos flacos.
-Entonces
tendremos algún arma. Lo digo porque en el pueblo no hay cajeros y en estas
soledades… El barrio gitano es el más vivo del pueblo. No soy racista, todo lo
contrario, entre los jóvenes hay cada pieza –intensifica el ritmo sobre el
palo-. Si quieres te puedo pasar una pipa, del calibre que quieras.
-Gracias,
pero no me gustan.
-Pues
a mí me encantan. Las colecciono. Uno las mira después de engrasarlas, bellas y
relucientes, casi goteando aceite, dormidas como fieras, y se queda embelesado
pensando en la de disparos y explosiones que una cosita como ellas puede
desencadenar.
Sigue
frotando el palo como si quisiera prender fuego en plan primitivo. Precisamente
iba a preguntarle por el incendio de las inmediaciones del pueblo del que Candy
me ha informado esta mañana, pero algo me impide hablar con él del tema, como
si fuera un tabú o temiera que invocarlo sirviera de combustible al fuego.
-Soy
más de pinceles que de pistolas –de un silletazo el tal Pitu cambia de puesto y
Salus sale de su ensimismamiento para recoger los añicos. Respecto a Pitu me
intrigan lo familiares que me resultan los trasquilones en el pelo, la tensión
de la mandíbula, los pómulos protuberantes, el aire de intransigente inocencia
y pureza que desprende incluso en sus devaneos con la pornografía.
-Este
pueblucho nunca ha tenido pintores, escritores sí, esos surgen como setas en
los lugares más sombríos. Como las serpientes o los escorpiones, le pegas una
patada a una piedra y asoma uno de ellos. El último de por aquí parece que no
tiene mucho éxito, es el nieto del Pupas, una familia que vivía cerca de la
vaquería. Se fue hace veinte años y no ha vuelto por aquí, lo último que se
decía era que se había casado con una actriz famosa.
Me
ha traído otra cerveza y sin chocarla con la mía repite el brindis elevando la
copa:
-Por
los amigos. Aquí tienes uno, para lo que necesites puedes contar conmigo…
¿Hemos hecho muchos en el pueblo? ¿Los has llevado a casa? ¿Te han prometido
ayuda?
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