A
mí mismo me extrañaba tal resistencia a reanudar mi existencia previa al
conocimiento de Ángela. Prolongaba mi confusión el aquelarre multitudinario de
la calle con que los jóvenes conjuraban a espíritus que arrasaran la ciudad de
sus mayores, si es que los presentes no eran ya los vengativos espectros
invocados a punto de acometer el saqueo. Para aclarar ideas me serví otra copa.
Con el nivel de whisky en la botella, cada vez menos malo y barato, iba descendiendo
lo que de cordura quedaba a la velada.
Me
había desterrado de mi propio pasado, o mucho peor, ahora que se me permitía
volver, aunque a disgusto me encontraba en un país hostil, no me apetecía
regresar a casa. Y entonces me pareció que por el bulevar descendía una riada
que arrastraba aquellas voces como patéticos enseres, los gritos pertenecían a
los engullidos por un remolino, las camas con los cuerpos de aquellos
vociferantes adolescentes enzarzados en sus primeros amores surcaban a la
deriva los ríos de las calles.
Derramé
la mitad de la copa; un oleaje agitaba la superficie del whisky: mi
desequilibrio. Beber no me estaba sirviendo de nada. Y quizá sería
contraproducente mezclar la bebida con el ansiolítico. Cada vez tenía más claro
que solo encontraría la paz en el cuerpo de alguna bella desconocida, pero
ahora me faltaba la decisión de salir a buscarlo. Recetado para neutralizar los
efectos de mi crónico fracaso literario, tras el éxito de El Centro del Vacío,
en puridad ya podría dejar de tomar el tranquilizante diario.
El
único problema radicaba en haber cosechado el éxito por persona interpuesta,
mediante el plagio de Ángela. Ella se ceñiría los laureles de la crítica, los
derechos de autor incrementarían su cuenta corriente, con las alas de la fama
impulsadas por una corriente de admiración alcanzaría el Parnaso. Porque en
cualquier momento, si no lo había hecho ya, ella misma dejaría correr la
especie de que Louise Cristal era Ángela Mayo.
En
busca de confianza o quizás para hacerme un poquito de daño, volví a echar un
vistazo al semanario cultural de El Sol. Mi sucesor en el sillón del director,
el chupatintas de mi segundo, no había prolongado mi veto a publicar el ranking
de las novelas más vendidas, un escrúpulo que yo sostenía con la coartada de no
fomentar el mercadeo literario, pero que encubría mi envidia a los
triunfadores.
No
dejaba de tener una amarga gracia que justo al dejar de dirigir la revista, en
el primer listado de afortunados, una obra del enemigo de los best seller
apareciera el tercero, aunque no a su nombre, como si quisiera ocultar el hecho
de haber incurrido en la contradicción del éxito.
Aquello
era tan dudosamente hilarante que el típico juerguista de mal gusto pareció
hacerme cosquillas en el esternón y soplarme el matasuegras de la tráquea, y
para aplacar el prurito me puse a reír sin ganas, tal un conejo cercado de
perros negros, produje una risa ronca y pedregosa, seca y a la vez húmeda, como
un desmoronamiento de guijarros succionados por la marea, un gañido afilado pero
también bronco, cavernoso, gestado en el esófago y filtrado por el píloro, un
sibilante estertor amplificado por la caja de resonancia del tórax, un patético
cascabeleo de gelatinosa irrisión, en sí mismo risible, por momentos parecía
que una arpista enloquecida, borracha, extraía paroxísticos acordes de mis
cuerdas vocales, hasta que de mala gana prorrumpí en carcajadas como ladridos,
negras risotadas que aletearon por el cuarto como urracas o cuervos graznando,
con humedad de sollozos en aquellos estallidos se calaba una honda pena, un
cascado regocijo autodestructivo, una complacencia en la aniquilación propia
que contenía la inabarcable desesperación de una alegría malsana, la sarcástica
ironía de una calavera chasqueando con la mandíbula articulada. Y aquella burla
de la vida y de mí mismo fraguaría en un episodio acorde con su carácter.
A
la página siguiente de la actualidad literaria me encontré con los anuncios de
saunas y masajes. ¿Acaso no era la literatura comercial una dama que vendía sus
gracias al mejor postor? Aunque nunca había tenido que recurrir a ello, lamenté
que mis menguados recursos no me permitieran requerir tales servicios para
consternación y escándalo del ojo divino, para escarnio y escarmiento de
Ángela. La significada activista en pro de la desaparición del viejo oficio a
través de su mirada omnisciente tendría que presenciar la celebración de una de
aquellas transacciones.
Y
como una planta venenosa en mi mente germinó la semilla de una idea diabólica.
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