-¿Diga?...
No le entiendo… ¿Puede repetir?
Parecía
defectuoso mi tercer teléfono en nueve días.
-Le
digo que soy Pérez, de Pérez y Pérez.
-¿Sí?...
¿Quién dice?
-¿No
sabe quién soy? Hemos hablado hace un rato.
-No
caigo.
-El
abogado.
-Ah,
sí. ¿Ya se ha puesto en contacto con la Sociedad de Autores?
-Esto,,,
Verá…
-Precisamente
acabo de ver en el suplemento que yo dirigía que después de una semana a la
venta mi novela aparece en el ranking de las más vendidas. En parte me alegro,
son muchos años trabajando en ella, pero…
-Señor
Leal, lo siento pero me temo que no podemos hacernos cargo de su caso, acabo de
hablar con mi socio y hemos acordado no representarlo.
Ahora
me trompiqué con la pata metálica de un trípode publicitario imprudentemente
expuesto al paso, y para no caer entre la lluvia de trípticos con paisajes
marítimos y folletos turísticos, malherido el equilibrio, como si me hubieran
acribillado fui trastabillado hasta abrazar un semáforo. Además de amnésico, el
estrés me estaba convirtiendo en el peatón más peligroso y accidentado del
mundo.
-¿Pero
no eran especialistas en los delitos contra la propiedad intelectual?
-Es
un problema de saturación. Preferimos no asumir un caso si no estamos seguros
de dedicarle toda la atención que se merece. Le agradecemos la confianza depositada,
en otra ocasión estaremos encantados de atenderle…
Era
el tercer abogado que me rechazaba en circunstancias parecidas. El primero, un
experto en la salvaguardia del derecho a la intimidad, había declinado mi
defensa tras ausentarse unos minutos de la sala de juntas; la segunda, una
joven penalista, ruborizada, me rechazó con amables palabras después de haber
sido llamada a capítulo por el director del bufete. A través de alguno de sus
múltiples ojos de Argos, gracias a algún dispositivo tecnológico, Ángela me
veía ingresar al edificio del letrado de turno y de inmediato contactaba con
ellos y los convencía de que no aceptaran mi caso. Lo más humillante era la constancia
de que justo entonces ella estaría observándome, podría discernir incluso mis
visajes de rabia e impotencia. Miles de Ángelas me escrutaban desde los
retrovisores, los escaparates, las ventanas de los pisos. Podía oír el eco de
sus gañidos de guasa, de sus maléficas carcajadas a verme tropezar con el expositor
de la agencia de viajes. Dediqué al aire un corte de mangas. Un ejecutivo se me
quedó mirando y a su vez se topó un par de colegiales.
-Por
supuesto, tenemos a su disposición la provisión de fondos, puede pasar cuando
quiera –técnicamente no había sido su cliente; así conjuraba Pérez, de Pérez y
Pérez, la acusación de deslealtad o prevaricación.
Giré
en redondo para recuperar los cien euros de anticipo y detecté a un larguirucho
con gafas de sol y camisa hawaiana que de repente se detuvo a admirar la
fachada de un edificio modernista y a enfocarlo desde varios ángulos con su
teléfono. Al pasar a su altura me fijé en su facha; desmintiendo su atuendo
lúdico, parecía un treintañero enfermo del hígado o de literatura. De serlo,
sería un escritor existencialista, un híbrido entre Cioran y Beckett, aunque el
absurdo de su disfraz más bien recordaba a un personaje del segundo. Su
demacrada lividez, el desaliento de sus ademanes, el olor a cirio quemado que
acorde con su cérea tez exhalaba, desmentían su actitud de turista. Tuve la
sensación de que los cristales tintados de sus lentes ocultaban cuencas vacías.
No era él ninguna de mis visiones –nunca son recurrentes-; ya me había fijado
en él la víspera, a la salida de uno de los bufetes. Emboscado tras un
callejero de tiempos analógicos, me aguardaba en un banco.
Ahora
me siguió de lejos, tardé un par de calles en atisbarlo. Solo se dejaba ver
cuando quería. A pesar de que su táctica era más discreta, no dudé de que se
trataba del sustituto de la pareja estrafalaria, al parecer inseparable en dos
turnos. Tal vez la cámara ubicua de Ángela tuviera puntos ciegos.
Los
movimientos de éste eran instantáneos y sutiles como una lagartija o sabandija,
ágiles, imperceptibles como los de una sombra al viento, un reflejo al sol o un
holograma. Aparecía y desaparecía, espiritado, puro espíritu. En apariencia
inconsistente y descarnado, irreal y volátil, tenue y leve, susceptible de ser
arrastrado como una hoja al menor soplo de viento, presentía yo que por el
contrario se regía por una voluntad de hierro, un propósito fijo y ominoso,
misterioso pero concreto, una fanática convicción que gobernaba sus movimientos.
El escritor existencialista no se suicidaba gracias a su obsesión por la
literatura, esa misma literatura que hacía de él alguien irreal, callejeaba sin
descanso en busca de un tema. Desde luego no tenía nada que ver con Camus, pero
sí con el protagonista de El Extranjero, y no me gustaría representar el papel
del árabe por él abatido sin motivo en la playa. Pero tal comparación tampoco
era exacta, mi seguidor sí obedecía a la lógica, era un sicario y tenía una
misión, algo me decía que absurda o abstrusa, pero misión y al cabo; no era
como el otro un descendiente del Lafcadio Wluiki de Los Sótanos del Vaticano,
el primer asesino gratuito de la literatura.
Lo
temí más que a sus compinches, el dúo aparatoso. A él no se le veía venir y era
imprevisible.
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