lunes, 2 de febrero de 2015

BEAU GESTE


                  

No encuentro ese zafiro por ninguna parte. Su legendario brillo deslumbra los primeros recuerdos de mi niñez y quizá por eso siempre he comparado con su belleza, fulgor y pureza el amor que nos tenemos los tres hermanos Geste; parece que Beau y Digby aciertan cuando se burlan de mis inquietudes poéticas. Se diría que en la crisis familiares el benjamín es el menos llamado a resolverlas, pero como si se tratase de mis derechos sucesorios me niego a renunciar a mi cuota de participación en esto; no les voy a dejar a esos dos todo el mérito. Aunque igual que sus nocturnos al piano el amor a mi prima Isabel me encanta en un hechizo paralizante, no me resigno a ser el pasivo protagonista de una novela romántica: prefiero las de aventuras coloniales. ¿Acaso no somos los Geste como los Tres Mosqueteros, uno para todos y todos para uno? La responsabilidad ha de compartirse y… maldita sea, tampoco está en el secreter.
Desde que nos acogió la tía Patricia, hermana de nuestro disoluto padre adoptivo, gracias a su amor de madre nuestra infancia y juventud han transcurrido aquí en Brandon Abbas con la dorada pereza, el sereno esplendor de una mañana de primavera, hasta que anoche estalló en nuestras vidas una tormenta de Gólgota. Mientras en el Refugio del Cura la tía a instancias de Beau nos enseñaba el zafiro Agua Azul, valorado en 30.000 libras –según el supersticioso Digby una fortuna desafortunada, ya que ha acarreado la desgracia de sus sucesivos dueños-, tras un relámpago de oscuridad apareció vacío el forro de terciopelo carmesí que en el estuche de tafilete alojaba la piedra. Descartando a Isabel, a la tía, al ruin primo Augustus (una especie de D’Artagnan al revés), al que Digby no tardó en cachear, y desde luego que a mí, resultaba evidente que los culpables serían Beau o Digby. Pero incluso cuando sabíamos que uno de los tres Geste seríamos un ladrón, no se diluyó nuestro afecto; quien lo hubiera hecho, habría tenido un motivo noble.
De todos modos los filósofos dicen que de lo malo no puede salir lo bueno, así que revolcándome en los bandazos y sacudidas del insomnio esta noche me ha parecido que en vez de una tormenta sobre Brandon Abbas se cernía el ala de la muerte, y he saltado de la cama con la esperanza de que en el apagón Augustus ocultara el zafiro en algún escondite para recuperarlo más tarde… ¡Tampoco está en el arcón! Mi pulso aumenta al ritmo de unos pasos que se acercan por el corredor, y temo que el insomne me crea culpable: la tía nos ha dado hasta mañana de plazo para reponer el zafiro antes de recurrir a la policía. Pero quizá quien viene sea el ladrón.
Entra Digby, y en la serena desesperación de sus ojos no encuentro culpa ni sospecha. Me enseña una carta con la letra de Beau en la que se confiesa culpable. Sin poder resistir el parecido del color del Agua Azul con sus ojos, afirma habérselo llevado para no tenerlo que compartir con nosotros dos y se despide burlón. Aunque en parte la codicia sea cuestión de magnetismo, me niego a creerlo.

                  
                            
En cuanto leyó la carta de Beau, John coincidió conmigo en que nuestro hermano mayor se autoinculpaba para protegernos a los dos; era impensable que alguien tan generoso nos privara del último resto de la fortuna que la salud de nuestro benefactor aún no le ha permitido dilapidar. La paradoja era que sosteniendo tal cosa, sin saberlo John se echaba la culpa: si Beau y yo éramos inocentes, solo él podía ser el ladrón. Así que para solidarizarme con Beau, acompañarlo en la aventura y descargar de apuros a John, que tiene más futuro y amor que perder, no tardé en imitar a Beau y seguir sus pasos. Era evidente que había ido a alistarse en La Legión Extranjera, el mito de nuestra infancia y escenario donde contra un fondo de dunas, murallas y caravanas se proyectaban nuestros sueños y se desenvolvía la ficción de nuestros juegos.
Así que en la mesa del desayuno el bueno de John encontraría una carta hermana de la que Beau me había dejado en la almohada: me atribuí el robo del Agua Azul. Solidarios en la infamia, aquel delito parecía un raro privilegio o galardón que todos quisiéramos ostentar, los Geste somos así. Alcancé a Beau en Marsella, donde nos alistamos con nombres falsos y fuimos embarcados a Marruecos. Hasta entonces todo aún parecía otro de nuestros juegos, el más perfeccionado de todos.
Nos destinaron a Saida, un emplazamiento del Sahara donde los reclutas hacen la instrucción. Y a las dos semanas no nos sorprendimos de encontrar en la fila de novatos a un lindo joven barbilampiño de ojos vivos y sonrisa socarrona: nuestro entrañable John. A través de medio mundo, desde las brumas del norte al sol del sur, su instinto fraterno había seguido nuestras huellas. Ya se habían reunido los Tres Mosqueteros. Y sin embargo, al verlo en fila a órdenes del vil sargento Markov, tuve unos de mis pálpitos. Había algo inadecuado en la proximidad entre la gentil delicadeza de John y la crueldad cruda y grosera del sargento, el oído musical de nuestro benjamín no debía exponerse a los impactos de los insultos del sargento, el vuelo de la imaginación de mi hermano parecía incompatible con el pedestre rigor ordenancista de Markov, que sospecho sea una coartada para su sadismo.
En la cantina celebramos el encuentro con varias rondas. Por supuesto John también reivindicó la autoría del robo. A lo largo de las siguientes semanas cumplimos nuestra instrucción, con la única novedad de que cierta noche Beau sorprendió a Razimov, un enano con risa de hiena, intentando robarle mientras dormía. Su contenida reacción me confirmó que no llevaba encima el Agua Azul. Lo más preocupante es que sospecho que Razimov sea un soplón de Markov y puede que nos haya oído hablar del zafiro. Hemos pasado unos días felices; hasta ahora todo este caso ha parecido una excusa para realizar nuestras fantasías de formar filas en La Legión Extranjera.
Esta mañana entramos en acción y han empezado los problemas: el dichoso Markov nos ha separado. Mientras que Beau y John han sido destinados al fuerte de Zinderneuf, yo parto ahora en otro contingente para relevar a la guarnición de Tocotu. Cerca de la puerta me vuelvo y al ver la sonrisa de despedida que Beau me dedica para infundirme valor y confianza, con el brillo de zafiro de sus ojos me acomete la fatal intuición de que pronto cumpliré con su deseo de ser enterrado según el rito vikingo, a bordo de un barco en llamas a la deriva y con un perro muerto a los pies. Pero me engaño, por suerte solo será un presagio inducido por ese zafiro gafe: en medio del Sahara no parece fácil flotar en ninguna parte.
Pero dado el caso Markov sí haría el papel de perro.

                   

No puedo permitir que por mi culpa John encuentre su tumba en estas arenas del Sahara; me temo que en vez de su héroe acabaré siendo su verdugo, para protegerlo ojalá pudiera guardarlo aunque fuera en el estuche del zafiro. Tres semanas de aislamiento y de exposición al sol de la locura han convertido los barracones en un manicomio y el fuerte en una caldera del infierno; incluso tenemos nuestro demonio: el sargento Markov. Por las almenas se pasea la muerte como un ratero por la casbah, sustrayendo lo más valioso de los hombres.
Primero los alaridos del mortífero delirio de Nixon afilaron los nervios de todos. Luego fue el regreso de los desertores, Renoir y Swartz, que traídos por los beduinos parecían alucinados por el hambre y la sed, ya que habían despreciado el fuerte fueron condenados por Markov a volver sin agua ni víveres al horno del desierto, y al salir me dieron la impresión de arrastrar los cadáveres que pronto serían. Me pesaba la responsabilidad de que John tuviera que asistir a tales infamias. Y el mazazo fatal fue la muerte por malaria del teniente Martin, que dejaba el mando en las impías garras de Markov, ya dueño de nuestra vida y nuestra muerte.
En los barracones se declaró la fiebre del motín. De los cincuenta solo dejamos de contagiarnos un tal Maris, John y yo; los Geste tenemos una sola palabra y se la prestamos a Francia, por indigno que fuera su representante. Con nuestro apoyo y el de Razimov, una sanguijuela que se filtra por todas las oportunidades, el sargento ha sofocado la rebelión. Lo que no me esperaba es que Markov me exigiera la entrega del zafiro. ¿Cómo le habrá llegado el eco de su robo?
También se le ha ocurrido que John y yo fusiláramos a los cabecillas de la revuelta, pero a eso sí nos hemos negado: nuestro deber no consiste en impartir su injusticia. Como en las novelas de aventuras que tanto le gustan a John, ha resuelto la situación un oportuno ataque masivo de los tuaregs. Nunca hubiera imaginado cuánto tendría que agradecerle al enemigo, porque al necesitar a todos los hombres Markov ha tenido que aplazar el castigo y ordenar repartir rifles y municiones.
Y apostados entre las almenas del fuerte, encorvados contra nuestro destino, acabamos de rechazar el primer ataque de las tribus; he visto que John, como la mayoría, está ileso, su trémula sonrisa ha intentado tranquilizarme. Nuestra esperanza finca en que lleguen a tiempo refuerzos de Tocotu, Digby entre ellos. Si no, abrazaremos la muerte en estas almenas y saciaremos el hambre de los buitres, John incluido…
Al menos, experto en crueldades y catador de sangre, Markov es un militar competente. Enajenado por la lucha pero inspirado por el peligro como un poeta por el vino, acierta en las órdenes y en todas las decisiones, espolea a cada hombre y es tan eficiente que una multitud de Markovs parece evolucionar por el fuerte. Aun así encomienda las posiciones más peligrosas a sus enemigos personales. Si no quisiera sonsacarme sobre el Agua Azul, le encantaría que alguna bala tuareg me encontrara un corazón que solo teme por John.
Puede que después de todo el zafiro sea falso, pero mi cariño por John, por Digby, es auténtico.      
             
            
                   
                                                                                            

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