lunes, 26 de febrero de 2018

MISIÓN DE AUDACES




                  Resultado de imagen de the horse soldiers

Metílico sobre etílico, alcohol sobre alcohol,
vahos sobre el espejo y las botellas del bar, suspiros en el terciopelo,
alientos en los vidrios, vapores de recuerdos volatilizados,
espectros de seres queridos invocados por los agonizantes,
porque los delirantes no están borrachos sino heridos de muerte
en este hotel de New Station acondicionado como hospital de campaña
donde vendas se han hecho las banderas y gemidos los himnos,
donde como un recepcionista la muerte a cada herido reparte su llave,
donde como un botones Caronte acepta una moneda por cada bagaje,
en el ataúd de la barra el coronel Marlowe abre el bar y bebe y bebe y bebe
whisky de metralla madura y resplandores de fuego,
de centeno abonado por el sustrato de los recuerdos de los caídos,
un whisky en el que se destila su desesperación de constructor destructivo,
en un vaso donde hierve la tormenta, envenenado de la amargura
de tener que reventar el ferrocarril confederado él, un ferroviario,
bebe un whisky en el que se diluye la sangre que no quería derramar,
que no tendría que haber vertido en el polvo brillante de estandartes,
que no tendría que haber exprimido de la rosa de tantos cadáveres
si con la suicida osadía del Sur, con su dignidad temeraria, el manco Miles
por telégrafo no hubiera llamado al matadero al rebaño de rebeldes.
Bebe y bebe Marlowe, de aventurero nombre conradiano,
ha prohibido las canciones y las risas, los vítores y las fanfarronadas:
hay victorias que salen demasiado caras
y en el ambiente pesan la culpa y el dolor del vencedor.
¿Dónde estará su esposa en la que ahora piensa?
¿Por qué la recuerda ahora que la muerte ha ganado la carrera?
No es ella esta sureña con la piel de miel y el sol en el pelo,
con lava en los labios y los ojos como lagos de hielo.
Si ella no hubiera muerto hace veinte años
habría culpado al doctor Kendall, heredero de aquellos matasanos.
En el bar recién abierto del hotel de New Station
donde como un viajante bregado la muerte se ríe de los jóvenes,
donde como un enterrador el camarero reparte gotas de consuelo,
donde como una puta la gangrena se lleva a muchos al piso de arriba,
el coronel Marlowe bebe, bebe, bebe
whisky donde se concentran los crepúsculos de estos cinco días de marcha
desde La Grange a través de quinientos kilómetros de terreno enemigo,
después de huir adelante y de avanzar retrocediendo,
bebe sin saborear un whisky macerado en tiempos de paz y contento,
pero en el que se condensan las heridas y penalidades de esta guerra,
y en las olas del vaso observa el naufragio de su amor en el tiempo,
ve cómo se aleja a la deriva hacia el cadáver tendido del horizonte,
cómo se hunde joven y valiente por siempre, por nada desmentido.
Los raíles que sus hombres destruyen, la locomotora que descarrila,
lo saludan con tracas y salvas de despedida, explotan,
un colega clavó las vías y traviesas que ahora estallan,
se siente autodestructivo como un novelista quemando su novela.
¿Dónde está su esposa en la que piensa? Ya casi podría ser su hija:
al menos no envejece cincelada en el medallón del recuerdo.
Si ella no hubiera muerto hace veinte años
habría culpado al doctor Kendall, idéntico a los cirujanos
que inconcebiblemente la abrieron y rayaron el diamante de su cuerpo
con una pinza de cangrejo en busca de un tumor invisible.
No, ella no es esta rubia en cuyo silencio se hunde la lápida de su padre,
en cuyas lágrimas también navega el recuerdo de un hombre alto,
otra sombra que como la esposa de Marlowe
surca el espejo del bar de este hotel de New Station
donde paciente como una camarera la muerte hace la cama de cada cliente,
donde como una madame la septicemia cobra cada alivio por anticipado,
no, su esposa no es ella, pero si el odio lo cegara menos,
si no llamara a los médicos tahúres, jugadores con suertes y vidas ajenas,
quizá su aura de topacio, su luz de alba de primavera,
quizá su silencio de espejo, su cansancio, le habrían recordado a ella:
una como un rizo de humo y la otra encarnada, sus dos esposas en el tiempo
callan junto a Marlowe en esta barra parecida a un catafalco.








lunes, 5 de febrero de 2018

UN HOMBRE PARA LA ETERNIDAD



                   Resultado de imagen de a man for all seasons                   

Como si el verdugo ya me hubiera truncado el tronco,
como si el encapuchado ya me hubiera vendado la mañana,
como si con un tajo de destellos el leñador ya me hubiera talado la copa
y mi cabeza rodase vacía de leyes y cánones, silogismos y demostraciones,
como si ya hubiera muerto o aún no nacido, póstumo,
como si los míos vinieran y por otro me tomaran a mí, Thomas Moore,
como si en esa paja bajo tanto dicterio mi criterio fuera otro piojo,
me siento ahora que el carcelero me ha incautado la pluma y el infolio:
mentira o verdad, si no se escribe nada es real,
mi ciencia es opinión y mi conciencia tirita.
En la Torre mi conciencia era una valiente doncella, desnuda e indefensa,
mi conciencia era una virgen rebelde que no temblaba al frío de la espada,
mi conciencia era una pupila traicionada pero firme, cegada pero lúcida.
                 
Y si el rey Enrique no hubiera querido dispensarse de la dispensa,
si con la excusa farisea de que era viuda de su hermano, pues ya lo sabía,
no hubiera desterrado de sus sábanas de Holanda a Catalina
para con sus canciones arrullar el placer de Ana Bolena,
la dama cuyas pupilas, ágatas de gata, brillan a la sombra de la lujuria,
y si la gárgola de Gorgona de Wolsey con su aliento de fuego
no hubiera intentado fundir mi juicio de acero,
y si con sus infinitas cabezas de Hidra y mil ojos de Argos
la Medusa de la corona y el Leviatán del estado
no hubieran devorado los tratados de criterio contrario,
y si como a un abejorro de la cara no me hubiera espantado
el beso de Judas de Richard Rich,
si no hubiera sabido qué fugaces pasan los honores de la corte,
qué falaces son las sombras en los crepúsculos de Chelsea,
que las pompas y oropeles son reflejos en las aguas del Támesis,
cómo en la corriente se irisan la plata y la seda, la fama, el nombre,
si en Londres la vergüenza no hubiera pintado de rojo todas las ventanas
y el miedo no hubiera encalado las fachadas de los hipócritas,
si en la plaza con cepo no se hubieran humillado las lealtades
y las leyes no hubieran proscrito la conversaciones privadas, las amistades,
si a mi paso como cuervos las campanadas no hubieran doblado a muerto
y los adivinos y agoreros no se hubieran negado a leerme la mano,
si la ceniza de la desgracia no hubiera enfriado mi hogar
y no me hubieran acusado de ser quien no fui, corrupto y desleal,
si en un potro no me hubieran estirado el ingenio y contorsionado el genio
y en los muelles no me hubiesen compadecido los mendigos,
si entre los amigos no hubiera resonado mi campanilla de apestado,
mi silencio no habría resonado en Europa como un grito, un no rotundo,
que desde el Támesis cruza el continente como un jinete del Apocalipsis,
y en la utopía de este mundo por un instante no habrían triunfado
no el cetro de mi orgullo ni la púrpura de mi vanidad o mi empeño,
sino la coronada doncella de mi conciencia.

Como si ya me hubieran tronchado el tallo de la voluntad
y el cáliz de mi cabeza rodara como un clavel de pétalos rojos,
como si ya me hubieran segado el tallo de la verticalidad
y mi cabeza rodara hueca de razones y recuerdos, amores y decepciones,
como si ya estuviera en la tumba o aún en la placenta, ilegítimo,
me siento ahora que el carcelero me ha requisado la pluma y el infolio,
sin utopía, sin ese mundo paralelo en que mi familia sigue conmigo,
porque si no escribo ni leo estoy muerto, no he nacido,
me siento bajo el mármol y las rosas o en el útero,
y en la Torre la doncella de mi conciencia yace exánime pero aún intacta.