domingo, 28 de septiembre de 2014

TORO SALVAJE


               
                 

-¡¡Uno!!
Ciego de sangre,
con un sudario de sudor
cuya sal, Sugar, me escarnece las llagas de mártir,
sordo al pandemonio menos a la cuenta del árbitro,
en este infernal asalto 13 del enésimo combate contra ti,
anunciado por una campana que ha doblado a muerto,
hasta los flashes me golpean
en un cuadrilátero que parece en llamas,
pero la voz del árbitro solo es imaginaria,
porque no tenderé en la lona mi orgullo de toro con banderillas,
ni dejaré que el entrenador me dé en el rincón la extremaunción,
así que golpéame en el vientre del dolor,
aséstame el castigo que merezco, Sugar,
y que la sangre me lave la culpa por mis pecados.

-¡¡Dos!!
Mi culpa por la gula que enloquecía la báscula,
por toda la carne que he comido en la Cuaresma de mi vida
para llenar el pellejo de mi soledad,
por todas las esperanzas que he inundado
para sofocar el incendio de mi desesperación,
por todos los gritos que he abierto en las venas del aire
para trasfundir mi furia a la fiera del ring,
por todos los tubos que he arrancado a las bocas de la noche
para verter mi locura hacia la victoria.

-¡¡Tres!!
Pégame, Sugar, ten piedad de tus puños,
dame con tus guantes la bendición,
destrózame y expiaré la culpa que erige el muro de mi locura
y de mi soledad,
el muro que alberga la sombra de mi inseguridad
y el fantasma de mi inferioridad,
pero que si no derribo me impedirá amar a nadie,
el muro que impacto a puñetazos y cabezazos,
que me cerca la conciencia y me impide ser un hombre,
que me empareda la alegría imposible de ser Jake LaMotta,
así que solo me queda humillar la cabeza,
protegerme con los brazos el hígado de las pasiones,
y pegarme con el muro de la vida,
aguantar tu castigo, Sugar, como si no mereciera vivir,
seré un gusano en la grieta del muro,
pero me nutriré de mi culpa y de mi sufrimiento
hasta convertirme en una serpiente
que en cuanto te descuides desencadene su fuerza
como una bomba de neutrones,
solo te lo digo, Sugar, para que sigas pegando fuerte.

-¡¡Cuatro!!
Castígame, Sugar, en este ring que se borra en una niebla ardiente,
como si el dolor avanzara con el humo
de las llamas de este sacrificio que se celebra en el Garden,
pégame para lavar la culpa de dejarme ganar por Billy Fox
para que me permitieran pelear por el Campeonato,
la culpa de traicionar como un mercenario mi arte
y dejarme ganar por un mediocre
al que casi noqueé sin querer queriendo
como un venal poeta al que entre los versos se le filtrase la verdad,
la culpa de vender como ese poeta al poder
mi voluntad a la mafia,
y dejar que negociaran con mi carne y mi sangre,
con el cadáver de mi nombre,
en el matadero de las apuestas.

-¡¡Cinco!!
Golpea fuerte, Sugar, échame sal en las heridas,
dame con tu guante la absolución,
pégame para pagar mi culpa por adorar el ídolo del éxito,
lo único que podía destruir el muro de mi aislamiento,
de mi soledad e inferioridad,
y con las ruinas de mis complejos armarme para vencer
a mi peor enemigo, alguien más duro que tú, Sugar,
yo mismo, Jake LaMotta vs. Jake LaMotta,
gemelo contra gemelo luchando en el útero del ring,
y al pelear contra mi reflejo en el espejo
acababa por granizar mi imagen y clavarme los añicos
en la carne de la esperanza.

-¡¡Seis!!
Mi culpa por todos los muñecos que he roto contra las cuerdas,
Janiro, al que trituré la nariz porque a mi mujer le parecía guapo,
Fox, Leyden, Ziric, Basona, Edgar, Kochen, Dauthuille,
una lista de bajas que parece de alguna batalla,
Cerdan, a quien despojé del cinturón de Campeón del Mundo,
a ti mismo, Sugar, te derretí y derroté en Detroit,
te noqueé y casi desnuqué,
por eso pégame ahora hasta pulverizarme los huesos
y desintegrarme la vida, averíame el esqueleto,
pégame duro y directo, de derecha e izquierda,
cuélgame como un pingajo de tu gancho de hierro
hasta que la carne se me duerma
y la sangre se me pare.

-¡¡Siete!!
Mi culpa por odiar a todo el mundo como a mí mismo,
por embestir contra su indiferencia y escepticismo,
por querer como un suicida matarlos a todos,
vecinos, amigos, árbitros, jueces, directivos,
que daban a los puntos la victoria sobre mí a la vida,
que le alzaban el brazo a la tristeza y la desazón,
y hasta los aplausos me parecían murciélagos que soltaba
un público sediento de mi sangre, que quería verme como ahora,
tambaleándome como un borracho de humillación,
ebrio de dolor,
a punto de abrazar en la lona
el doloroso fantasma de la derrota.   

-¡¡Ocho!!
Dame, Sugar, con el guante la comunión
y pégame hasta que la sangre me lave la culpa
por haber abandonado a mi primera esposa,
por atormentar a Vickie, la segunda y eterna,
la mujer que salía de la piscina como una diosa del mar,
la de pelo solar y piel de alba que brillaba en las sombras del Bronx,
la culpa por trasvasar al ring el torrente de pasión que le pertenecía,
por dañarla con mi instrumento de trabajo
como un poeta la hubiera escarnecido con palabras,
por encerrarla en la mazmorra de mis celos
de toro que temía tener cuernos.

-¡¡Nueve!!
Mi culpa por despegarme del amor de mi hermano,
por arrancarme como un chicle mi segundo corazón,
por traicionar a mi único aliado contra mí mismo,
el enemigo de mi gula, de mis dudas, de mis miserias,
el único hombre que me ha visto desnudo,
aquél con quien partí la confianza y compartí el dolor,
quien se enfrentó a la mafia para guardar el honor de Katie
pero del que me desgajó el cuchillo de mi locura,
al que espantó el fantasma de mis celos,
el que cometió el único error de estar demasiado cerca
para salir indemne de mis violencias contra mí.

-¡¡Diez!!
Entra, Sugar Ray Robinson, a matar al toro del Bronx,
ya has recibido mi confesión, pega lo que quieras,
estrangúlame si quieres con las doce cuerdas,
pero no me noquearás,
sostenido en la cruz invisible de mi Pasión,
sanguinolento, tumefacto de desesperación,
no besaré la lona, solo tus puños,
solo me vaciaré como un saco que pierde trigo
desbarátame el aliento, sigue pegando
para expiar mi culpa por disfrutar con el dolor. 

   

viernes, 26 de septiembre de 2014

BOYHOOD


                  

Cada año surge en el panorama cinematográfico mundial una película que desde ciertos sectores del público y de la crítica especializada tiene a bien recibir el título de película del milenio. Hace un par de años fue la francesa En la casa de François Ozon la que se alzó con tan venerable galardón. Sin ir más lejos, el año pasado el cine de nuestro país vecino volvió a repetir merced con la polémica La vida de Adele. Ambas propuestas incluían planteamientos interesantes transgrediendo en cierto sentido el lenguaje cinematográfico al diseñar una escenificación de la liturgia dramática que añadía nuevos puntos de vista en ese concepto tan heterodoxo que se califica como la concepción cinematográfica. Pero, no nos rasguemos las vestiduras. Tanto una como la otra no eran esas obras maestras incontestables que habían alcanzado la cima de la expresión cinéfila, sino que ambas presentaban fallos narrativos y dialécticos que para mi gusto reducían su status a simplemente buenas películas que debido a los epítetos exagerados lanzados desde todos los medios que podáis imaginar indujeron en mi percepción personal un cierto rechazo, fustigando hacia las mismas pues un odio igualmente inmerecido por mi parte.

Pues bien, este año el premio gordo de la demagogia cinematográfica parece haber recaído en una cinta estadounidense dirigida por el niño mimado del cine indie USA Richard Linklater. Sí, ese director encumbrado en el paraíso de los genios gracias fundamentalmente a su aclamada trilogía protagonizada por Ethan Hawke y Julie Delpy, películas que reconozco me gustan y mucho, cineasta poseedor a su vez de una cierta querencia a fotografiar la erosión vital y los temidos efectos que el paso del tiempo y la rutina asociada al mismo provoca en los seres humanos, con una clara disposición hacia la experimentación. 

Y es que Boyhood no es más que eso: un experimento curioso, que no innovador (ya el filipino Lav Díaz en el año 2005 llevó a cabo la auténtica locura de rodar una película de más de diez horas de duración titulada Evolution of a Filipino Family que retrataba como su propio título indica la evolución de una familia filipina a lo largo de los años setenta hasta llegar a finales de los ochenta, aprovechando este esquema para retratar los cambios manifestados en la sociedad de este país asiático en los veinte años que refleja la cinta, así como el crecimiento vegetativo y desgastes varios de los miembros de la estirpe filmada), que por medio de los gritos de exaltación y delirios varios de la crítica internacional, los medios de comunicación españoles y lo que resulta aún más llamativo, una amplia mayoría de los espectadores – que bajo mi punto de vista se han dejado influenciar por las epístolas y espasmos de arrebato del ambiente generado alrededor de la cinta- parece ser la única película que ha sabido irradiar el arte cinematográfico en su más puro estado. 

Señores, los espectadores hemos vivido engañados por Murnau, John Ford, Fritz Lang, Raoul Walsh, Robert Bresson, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y otros carcas que nada sabían de cine. Despertemos. Tenemos que ver Boyhood para descubrir la verdad transmitida a veinticuatro fotogramas por segundo. Boyhood nos hará mejores personas. Gracias a Boyhood cuando un conductor vehemente se me lleve por delante cuando cruzaba el semáforo en la transición favorable a los peatones, en lugar de insultarle por haberme matado, me levantaré y bailaré un vals para demostrar que soy un filántropo. Gracias a Boyhood cuando un tipo me pegue un puñetazo sin venir a cuento motivado por su elevado nivel de alcohol en la sangre, le reiré la gracia y le pediré que vuelva a fustigarme con su puño cerrado para que todo el mundo disfrute del espectáculo. Y es que gracias a Boyhood he descubierto un karma que jamás había sentido hasta que finalicé la visualización de esta obra imperecedera, seminal, mágica, asombrosa, maravillosa, estupenda, visionaria… que lo mismo te fríe un huevo, te quita el mal de ojo cual chamán africano limpiador de almas y bolsillos o te lava el coche en un abrir y cerrar de ojos sin agua ni jabón, y oye, que el carro queda como los chorros del loro. 

No. No me he vuelto loco. Bueno, quizás si que he exagerado ciertas hipérboles descritas en el párrafo anterior, pero es que chascarrillos muy similares y otras tontunas varias son las que he escuchado verter a todo tipo de perfiles y espectadores sobre la citada película. Por favor, ¡que vuelva la cordura! Solo soy un sencillo aficionado al cine que escribe por placer cuando puedo y me dejan sobre películas que me gustan, ese es el ligero privilegio que tengo por no dedicarme profesionalmente al ejercicio del análisis cinematográfico. Pero, en este caso he decidido lanzar mis frustraciones hacia una película que no me ha gustado nada, pero sobre la cual solo escucho frases recargadas de una retórica que dudo sea cierta en el 100% de los casos. Creo que en las críticas amplificadamente positivas de Boyhood hay un lado oscuro comercial y dinerario con el único objeto de abultar el resultado de taquilla. Y esto no lo veo mal, es una estrategia más de la disciplina del marketing en este mundo capitalista y resultadista que no acepta un fracaso por respuesta. Sin embargo, la estrategia se convierte en un cáncer cuando la misma ha logrado abducir sin reparos ni reflexión a una amplia mayoría de los espacios dedicados al cine y es por eso que necesito explayarme, como un método de regeneración de mi amor al cine, sin tener que pasar por ello por la butaca del psicoanalista tal como el Woody Allen de sus mejores tiempos.

                  

Como todo el mundo conoce ya a estas alturas del espectáculo, Boyhood fue rodada durante un lapso temporal de doce años, en cuarenta días de rodaje incluidos en este vector de tiempo. Este es el artificio que ha convertido a la cinta en una valiente propuesta que ofrece una experiencia única e imprescindible, un milagro del arte alumbrado por Linklater, tal como expone el crítico de Europa Press en su reseña del film. Así, partiendo de este preámbulo impostado, Boyhood narra como una especie de sitcom dividida en quince episodios de diez minutos de duración cada uno (los cuales representan a su vez un período de la vida infantil-adolescente del chaval protagonista), las peripecias vitales de Manson (interpretado por el nuevo prodigio Ellar Coltrane que esperemos no acabe trabajando de mercenario en Angola como Joselito), desde su despertar a la infancia cuando cuenta únicamente con seis años hasta llegar a su ingreso en la Universidad. En este viaje de la niñez a la madurez, acompañan a Mason su hermana, su madre (una estupenda Patricia Arquette que andaba desaparecida tras haber sido poseída por una médium), su padre (interpretado por el actor fetiche de Linklater Ethan Hawke que para un servidor es el punto más atractivo del film), amigos varios así como diversos padrastros que entran y salen en la desordenada vida de la madre de Manson. 

De este modo, a lo largo de las más de dos horas y media que dura la propuesta de Linklater, observaremos los cambiantes universos familiares experimentados por el adolescente (desde un padrastro profesor de universidad que ejerce una brutal violencia de género contra la madre del muchacho hasta un joven que más bien podría ser su hermano, todo ello con la presencia puntual y balsámica de su simpático padre biológico), los primeros desengaños amorosos y sus dudas acerca del advenimiento del futuro, y demás momentos de una vida adolescente con los que fácilmente podemos identificarnos. Quizás este sea el hecho que ha cautivado e hipnotizado a la mayoría de los aficionados que han acudido a su cita con Boyhood. Resulta muy fácil emocionarse y conmoverse con determinados hechos descritos, más si los mismos han sido experimentados en la vida real por el público que observa con ojos brillantes la fábula trazada por Manson. Se ha catalogado por este motivo a la cinta como un retazo de realidad que rebasa la tela de la pantalla para edificar de este modo la vida tal y como sucede, sin trabas ni maquillaje de montaje. El paso del tiempo jamás se ha descrito con tanta verosimilitud en ninguna obra de arte. Una proeza experimental para la historia del cine.

Negativo. El paso del tiempo y sus consecuencias ha sido desde la propia germinación del cine uno de los temas recurrentes en todas y cada una de sus etapas y diversas corrientes. Orson Welles lo plasmó de manera sublime en su El cuarto mandamiento, George Stevens igualmente en Gigante, pero es que cintas como Lo que el viento se llevó, Jezabel, Cuentos de Tokio, El final del verano, Centauros del desierto o la misma Matar a un ruiseñor (concentrando el lapso de tiempo únicamente en el período que engloba un verano), son ejemplos que han esbozado esa temática con excelentes resultados. Pongamos otro caso no tan aclamado; una cinta titulada Georgia dirigida en los años ochenta por el olvidado Arthur Penn. He puesto este ejemplo a posta ya que es la película que más se asemeja desde la perspectiva narrativa a esta Boyhood. Georgia pretende dibujar los cambios emocionales engendrados en unos adolescentes en los años sesenta hasta su llegada a la aburrida madurez. Como Boyhood, la cinta presenta muchos fallos narrativos e inconexiones que evitan mi conexión con ambas cintas. Solo hay una única diferencia que localizo entre una y otra obra: Georgia se rodó en pocos meses, detallando el efecto del paso del tiempo en los actores por medio del maquillaje en lugar del envejecimiento natural desencadenado en Boyhood. Y esto me hace preguntar a los que adoran sin censuras a la cinta de Linklater: ¿Sería Boyhood tan apoteósica si la historia se narrara exactamente igual pero mostrando el envejecimiento con maquillaje como sucedía en Georgia? Seguramente la respuesta sea que no. Ello demuestra que Boyhood se sustenta únicamente en su artificio experimental, ya que es una película mediocre narrativamente. Y es que su propuesta estructural está más emparentada con el mundo de las series norteamericanas, desde Los problemas crecen (producto que permite observar igualmente el envejecimiento natural de los adolescentes protagonistas) a Dawson crece, y esto es algo que particularmente no me gusta. Boyhood es una serie convertida en película, con sus fallos, errores, coartadas y artimañas, y por tanto para un servidor es un proyecto muy alejado de lo que debe representar una obra cinematográfica. El cine es algo más que ver envejecer a unos actores. El cine es narrativa, es montaje, es fotografía, es ritmo. No basta con ver pasar acontecimientos sin interés ni conexiones. Boyhood se puede seguir sin problemas aunque nos hayamos saltado un episodio en la vida de Manson. Esto no es cine. Es una serie, un diario narrado por capítulos u otra cosa. Para mí el cine es el arte en el que cada minuto, segundo y fracción de segundo importan, de modo que si no estamos atentos al 100% del metraje el resultado final del film no será el mismo. Necesitaba escribir esta reflexión para desahogarme, por lo que espero que mis palabras no hayan herido a todos los fanáticos del film, sino que si alguno de ellos ha topado por casualidad con esta humilde cavilación personal únicamente sepa que estas son las palabras escupidas por un amante del cine hastiado por las exageraciones y manipulaciones dirigidas para modificar la percepción de la emoción individual del espectador. ¡Y que viva Boyhood!

Autor: Rubén Redondo.

lunes, 15 de septiembre de 2014

EL RESPLANDOR


                  

Un mar de sangre que filtrándose a raudales por el ascensor
desde el segundo salta en olas de pánico,
dos gemelas clausuradas en el útero de otro tiempo,
una rubia con el pubis de miel que desnuda en la bañera
urde como una mujer araña una treta para estrangularte,
son las visiones que navegan por el horror de mi esposa Wendy,
que sabe hasta dónde me ha devorado el lobo de la soledad,
y sobretodo de mi receptivo hijo Danny,
tal es el vigor de las metáforas de mi escritura,
tan verosímiles los fantasmas de mi imaginación,
que salidos de mi inconsciente en este hotel se corporeizan
a mis ojos y a la luz de mis ojos, mi amado Danny,
ya tan introspectivo y bipolar y solitario como su padre,
viajero por el tiempo a bordo de su cochecito,
pero que cuando cruza por el año 1970,
ante el sangriento umbral de la habitación 237,
donde Delbert Grady taló la vida de su esposa y de las gemelas,
añora como el hogar el tiempo actual,
este niño tan serio y silencioso y absorto como su padre,
el resplandor del genio ya prendido entre los ojos,
y que sin duda también sería escritor
si sobreviviera al rigor de un invierno
que llega con los mudos pasos de la nieve,
con los crueles pasos de un padre.
Es un niño precoz
pero no por mucho magrugar amanece más temprano.

En la hoja de un hacha relucen las pupilas del espanto,
aúlla mi cabeza como un lobo al cordero de la luna,
la realidad se desintegra en esquirlas que se disgregan
como los miembros de un cadáver descuartizado,
como un pájaro enloquecido mi razón se estrella
en las páginas en blanco de estos muros,
en estos muros que se alzan como páginas en blanco
donde solo puedo escribir
que no por mucho madrugar amanece más temprano,
que no por mucho magrugar amanece más temprano.

Sabía que para escribir como a un prisionero tendría que entregar
mi paz a la palabra,
mi amor a la palabra,
mi sueño a la palabra,
mi libertad a la palabra,
mi juventud a la palabra,
y por eso me he encerrado como vigilante en el Overlook,
hotel de montaña donde en invierno se aloja la muerte,
una dama que viene acompañada de sus hijos la nieve y el silencio,
un hotel vacío que además de torre de marfil
es el escenario donde transcurre mi novela,
pero ahora como vampiros mis personajes me reclaman sangre
que los anime, y como a un prisionero he de entregar
mi sangre a la palabra,
la carne de mi carne a la palabra,
todos ellos se han conjurado para que les dé vida:
Lloyd, el espectral camarero del Golden Room,
los clientes, fantasmas de la belle epoque
cuyos rumores ronronean con la feliz ruleta de los años veinte,
y sobre todo Delbert Grady,
mi predecesor e intermediario del dueño real del Overlook,
y no me refiero a Mr. Ullman, que me contrató para el invierno,
sino al Príncipe Inferior, que emplea a los hombres de testaferros,
todos mis personajes me exigen que firme con él otro contrato,
mediante el que ellos se aseguren la energía
que de los vivos mi imaginación pueda transmitirles,
la sangre que de los vivos con mi hacha pueda trasfundirles,
un pacto por el que adquiriré el talento de un escritor
por el precio de la vida de Wendy y Danny,
un escritor no debería casarse
y yo lo hice a los veinte:
No por mucho madrugar amanece más temprano.

Tirita la fiebre como un acorde en mi piel de lobo,
el frío ruge entre los palpitantes labios de cada herida,
la blanca soledad es una sala de cuya araña cuelga el silencio,
se me hiela el pelo en la piedad arrodillada y decapitada,
mi uña o pezuña desgarra los aullidos del ventanal helado,
ya se derrite la nieve en el fango de los relojes
pero no por mucho madrugar amanece más temprano.

Sangra mi amor por Danny como una luna apuñalada,
gotea mi tristeza en el mar de sangre del vestíbulo,
el espejo de mi cordura grita y se raja y deslumbra a Danny,
que tiembla entre mis brazos,
teme la espina de mi insomnio y la rosa de mi locura,
pero tengo que hacerlo, canjear su sangre por la palabra
porque ni él ni su madre me dejan escribir en paz,
y ella quiere que desertemos del hotel,
el único sitio donde me he sentido escritor
y donde transcurre mi novela en una fiesta de 1921,
cuando el siglo aún era una adolescente de la época del jazz,
cuando el siglo aún era una flapper casi virgen,
y Fitzgerald y Zelda y Gatsby venían a esquiar al Overlook,
blandiré el hacha para abatir mi mala suerte
y que se desbloquee la nieve que me obstruye la mente
y que por siempre la Underwood resuene como la lluvia
en el eterno invierno de este hotel
mientras tecleo como loco
No por mucho madrugar amanece más temprano
al tiempo que planifico la novela, la planifico mientras tecleo
No por mucho madrugar amanece más temprano,
así que cuando la empiece solo me quedará escribirla,
aunque no por mucho madrugar amanece más temprano.

La roja alegría de la desesperación cierra mis horas,
en el frío se tallan mis gritos de cuerdo,
la angustia del invierno ata los sudarios de la soledad,
prisionera de estas bóvedas y de la noche está el alba,
el silencio del miedo ahoga los estertores de la piedad.
Como a un cordero degollado reflejan los espejos a Danny,
como una madre dolorosa cuelga Wendy de sus venas cortadas,
sus ojos negros llorando desde blancas estrellas,
y mi soledad alcanzará a su pena,
a la luna de su llanto de muerta por Danny,
a mi silencio de muerto por la muerte de ambos,
y los dos evolucionarán por el mismo tiempo de las gemelas
y de su madre la mujer araña,
y se quedarán conmigo pero sus voces no llegarán al aire
y por siempre habitarán estos muros y las páginas
de mi novela titulada
No por mucho madrugar amanece más temprano.  


lunes, 8 de septiembre de 2014

GRETA Y MARLENE


                  

Cómo voy a olvidarla si es todo el amor que guardan mis ojos,
cómo si me ha enseñado en la cama más que Stiller ante la cámara,
cómo si su cuerpo se ha tallado en la memoria de mis manos,
cómo voy a olvidar a Marlene
si como una maestra ha pulido las aristas de mi estilo
y afinado las cuerdas de mis placeres,
cómo si me ha sembrado la sonrisa entre las piernas,
cómo si cada tarde vengo a este cuarto de Alexanderplatz,
el museo de mi amor, su catafalco,
pero también el escenario donde triunfó como un bello actor,
mi pobre amor de solo diecinueve años,
aquí donde cada tarde vengo de luto a velar mi amor por Marlene
y he orlado su cadáver con una guirnalda de nardos negros,
cómo voy a olvidar mi amor
si ya que he prohibido a la patrona que toque nada
yo misma limpio el polvo del olvido,
cómo si veo su media que como una piel de serpiente aún yace en el suelo,
los papeles verdes de sus caramelos de menta
y las colillas de los mentolados en el cenicero,
en el cristal biselado de la mesita un chicle
que como mi cuello ostenta la señal de sus dientes
y tuvo como mi lengua la suerte de explorar la cueva de su boca,
de empaparse en su saliva,
cómo voy a olvidarla si me embriaga su carnosa estela de jazmines,
la esencia que aún embalsama este aire
igual que la de los muertos durante años sobrevive en sus roperos,
este perfume suyo que trae ráfagas de su encanto,
la última sombra de Marlene que como un fantasma se desvanece
y cualquier tarde se disolverá de este cuarto de Alexanderplatz.


Cómo voy a olvidarla si aprendo pronto mis papeles de amante,
cómo si no aliso la almohada ni la sábana de esta cama
que es su catafalco
para que no desaparezcan el molde de nuestras cabezas reunidas
ni el hueco de nuestros cuerpos enroscados,
cómo si cada tarde vengo a velar mi joven amor muerto,
amortajado con un sudario manchado de tristeza
y de la virginidad de mi pobre amor traspasado por la muerte,
cómo voy a olvidarla si espero aquí a que anochezca,
viuda de mi vida,
pero con la esperanza de que mi amor resucite
y un portazo dé paso a su figura que vestida de hombre
traiga el sol y el viento de abril en Berlín,
la primavera de muerte de esta ciudad maldita y feliz,
cómo olvidar a Marlene si al cerrar los ojos
la veo fulgurar desnuda como la estatua del jardín del placer
contra el ocaso de la república de Weimar,
o ejecutar en El Ratón Blanco, cabaret de lesbianas,
aquel tango que parecía una danza de la muerte,
un baile nupcial que descalabró la sala y mi cordura
en un terremoto de pánico y pasión.

Cómo voy a olvidarla si temo perder el dolor de recordarla
y mi amor no se devalúa al ritmo del marco,
cómo si no quiero desprenderme de la hiedra de sus abrazos,
si temo que muera esta semana y nazca el día
en que zarpe el barco de Nueva York
y entre en vigor mi contrato con la Metro,
y expire el alquiler y la patrona irrumpa a profanar este templo
y otra pareja usurpe esta cama,
ojalá sean al menos otras dos mujeres,
a ser posible
una joven ingenua y la otra ya madre y lasciva,
cómo olvidarla si me ha enseñado que la herida de entre las piernas
solo se cauteriza con más fuego,
y gracias a mi voz turbia o a que mi madre era costurera
me ha nombrado reina del que llama su club de costura,
el serrallo de doncellas que entre ellas se consuelan
y no permiten que ningún hombre corrompa la flor de sus pieles,
cómo voy a olvidarla si me ha derretido el hielo de la máscara,
si de lúbrica osadía ha travestido mi ñoñez y mi timidez,
si me ha enseñado a amamantar a sus serpientes,
cómo voy a olvidarla con el alcohol ni en otros cuerpos, si no bebo
ni puedo sorprender mi lujuria en otra cama
que no sea ésta del cuarto de Alexanderplatz
donde cada tarde vengo tras el rodaje de Bajo la Máscara del Placer.

Cómo voy a olvidar a mi ama y a mi esclava,
si me ha arrebatado el miedo
y hasta el respeto por mí misma,
cómo olvidar a Marlene si lo es todo,
buena y mala,
rubia y morena,
exquisita y abyecta,
cómo si ha sido mi maestra de vicios,
la rectora de mis desvíos y extravíos,
la que me ha descubierto el reverso del amor,
el amor inverso, perverso,
no sé si odiarte Marlene, pero cómo olvidarte,
cómo olvidar a Marlene
si me ha enseñado a mirarme al fondo de un pozo
hasta que el reflejo de su rostro sube por el túnel para besarme,
si me ha prendado como a los espectadores de Gösta Berling
(si ella tuviera a un Stiller que la matara de hambre
y le llenara la boca de alambres, se convertiría en una estrella),
cómo olvidarla si ella sola convierte la vida en un cabaret perpetuo
y actúa en este teatro de la muerte, la babilónica Berlín,
carnaval de cadáveres, bacanal sin fin,
decorado de orgía que está a punto de desplomarse
en la agonía del orgasmo conjunto de un millón de viciosos,
cómo olvidarte Marlene, ama de la alegría desesperada,
princesa de esta ciudad eufórica cercada por la peste,
donde ya rechinan los huesos del esqueleto
en que se descarnará el bello cadáver de mi amor por ti,
que sigo velando sola como en el entierro de una prostituta,
cómo olvidarte si me embadurnaste la dulzura con gemidos de morfina,
madre a tus veinticuatro de una niñita y de todos mis vicios,
si como una mala maestra me escandalizaste la piel
y como una hermana mayor incestuosa
bajo los aullidos de la luna me sedujiste los huesos con tu carne,
cómo si me emplumaste la inocencia con plumas de pavorreal
y publicaste en las plazas que mis pezones eran como rosetones
y enorme el pétalo único sobre los labios de mi rosa,
cómo olvidarte maldito amor bendito.