jueves, 31 de enero de 2019

EL ASEDIO: La cuadra encantada.


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El abuelo decía que no hay que fiarse de los que gastan bisoñé porque son unos falsos. Recuerdo que también acusaba a quienes llevan tirantes y cinturón de ser unos inseguros, y a aquellos que no dejan de quitarse y ponerse las gafas de ser presumidos. Su foto de la salita como miliciano veinteañero, la guerrera desabrochada, los brazos en jarra, aguileño y radiante, la sonrisa viril y luminosa, franca la mirada como el mar abierto, desafiante, en la frente la estrella de la locura de los héroes y los justos, de quienes sirven a una causa que saben perdida, me anima a mi lucha presente. Él no me exhortaría a acudir al psiquiatra.
Porque al moler y remoler en la mente el episodio de ayer, no puedo sino concluir que Salus me está espiando a sueldo de Ángela. Debería haberme abstenido de aparecer por la plaza, saturada de cobertura, y sobre todo por el cibercafé. Provista de algún inconcebible localizador, al remitir a mi propia cuenta el mail a Kafka, ella habrá ubicado el establecimiento desde donde yo navegaba y contactado con su regente.
Esta vez no le habrá bastado, como ante ustedes, señoras y señores, con desplegar el abanico de sus encantos ni con su carismática simpatía halagar solicitando complicidad, sino que lo habrá contratado como a cualquiera de sus esbirros para que me fisgonee y la mantenga informada.
Desde la entrada a la vieja cuadra contemplo el patio y no me resigno a perder la amena sombra de paz que me han brindado estos frutales, la alegre canción de los colores de las flores, el hechizo de esta casa encantada. La atmósfera melosa del jazmín y del azahar embalsama el tiempo, en los arreboles y tornasoles aromáticos se trasparecen otras épocas. Aquí es posible atisbar presagios del pasado, recorrer el camino sombreado de la posibilidad, una vereda fresca entre retamas y enredaderas –antes de que el abuelo plantara los árboles-, desde la que se oyen alejarse enigmáticos pasos hacia el porche, inesperados botes de balón o misteriosas voces infantiles, intuir qué habría podido ser de no haber sido las cosas como fueron, vislumbrar otra dimensión, la transparencia de algún mundo paralelo superpuesto al presente.
El aire acarrea ahora un remolino de pavesas como mariposas negras y un olor a chamuscado. Me vuelvo a la penumbra polvorienta, ratonil, de la cuadra. Tantos años después el aire sigue rancio de estiércol, poblado de espectrales mugidos, astillado de inmemoriales cacareos. Aquí el pasado está aún más presente que en la vivienda. Arrumbados en el pajar, sustentado en la parte superior sobre un tablado de maderas apolilladas, duermen generaciones de obsoletos muebles y enseres en desuso, desfasados objetos cuya utilidad ha sido olvidada.
Paso junto al gallinero, acotado por una tela metálica, y a las conejeras; más allá, en la sombra enrarecida, las jaulas emiten en el recuerdo cantos de canarios y jilgueros, colgados en la pared rugosa los cepos y las trampas dejan escapar chillidos de fantasmales presas, las dos escopetas se encasquillan en la memoria –no recuerdo verlas disparadas-, y reverberantes desde el lago los reclamos para cazar patos y perdices devuelven sus falaces ecos del pasado.
Recapacito en cómo me han liberado mi vuelta a los orígenes, el hallazgo de los pasos perdidos de mis ancestros, la vuelta a la vida sencilla y primitiva del campo, si es que no estoy como de costumbre haciendo literatura con su materia prima, los recuerdos.
Observando el mecanismo de todas estas jaulas comparo el destino de los animales en cautiverio con las servidumbres de que me he evadido, el automatismo del chateo, la hipnosis de la televisión, el señuelo de las redes sociales, la obsesión con el número de visitas al redundante blog y el aumento de seguidores en Twitter, el alud de información de Internet, en definitiva, todos los ecos del ego concentrados en el teléfono, ese imán del pensamiento que coarta la imaginación en aras del monocorde, previsible, huero diálogo con las ideas vanas e inanes, inocuas y estériles –flotantes en el WIFI- del moderno inconsciente colectivo.
Una vez más haciendo de la necesidad virtud he revertido en mi favor las privaciones y persecuciones a que me ha sometido Ángela. En estos umbrales solo fluyen hados favorables, los familiares silencios de mis penates y las ondas benéficas de los recuerdos; en mis lares me hallo en mi hábitat genético.
Aúlla el perro. Recortado a contraluz en el vano de la puerta de la cuadra, sentado sobre sus patas traseras, el largo y tenso cuello sosteniendo la cabeza triangular con el hocico levantado, parece idéntico a la perra del abuelo. Salgo al siguiente aullido, afilado como un cuchillo. Inscrito en el recuadro de la ventana, del otro lado del cristal jaspeado de reflejos, mi perfil se encorva sobre la mesa. Cuando el humo se aclara veo que he perdido el privilegio de asistir a mi propia escritura.
                                                                                          
                              
                                         
                                                                                                                                                                                                   
            

miércoles, 30 de enero de 2019

APOCALYPSE NOW



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No te suicides, Muerte,
cruza tus tibias sobre nuestros altares, sedientos de sangre,
sobre mi trono de anti Buda, de crueldad sabia,
sobre mis oráculos de profeta y poeta guerrero,
sobre mis purpúreas órdenes de rey sacerdote,
sobre las viscosas vísceras,
en esta noche enemiga de los hombres.
              
Quiero ser el perro muerto que yace castrado
en la manca fiebre y entre las ratas del miedo
que roen la verde luz de la selva, quiero ser
el soldado que grita su muerte en el día negro,
quiero ser el cabello y los huesos de mis víctimas
que rezan a rojas cabezas de hombres que solo tienen rostro.
¿Hacia qué noche me arrastra el río?
¿A qué noche van los cadáveres que sobre las aguas caminan
con los pasos glaucos del ocaso bailando en el río?
Tengo el miedo como un niño llorando en los brazos.

No te suicides, Muerte,
eres una mujer muy bella y aquí tenemos a muy pocas,
báñate desnuda en el río y tiéndete conmigo,
yo, Kurtz, soy tu amigo, el vietcong es tu amigo.

Noche, eres de nadie, te espera mi cabeza de lluvia,
la ceniza de mi memoria,
quién le explicará a mi hijo que odio a todos como a mí mismo,
que este es el tiempo de los asesinos que juzgan a asesinos,
que la hipocresía es una vieja puta que hiede a muerta,
que la mentira es su joven hija que ya apesta a sexo,
por negro que sea el grito nadie lo escucha, todos
oyen el río y el tiempo,
un río que en la selva parece nacido de una novela de Conrad,
el tiempo del poema de Eliot,
incluso en las guerras hay un tiempo para crear y otro para destruir,
un tiempo para amar y otro para odiar,
por negro que sea el grito que amortaja las bocas
cuadradas por el llanto y estremece sus cuerdas,
cava amaneceres en la piel, es el dolor,
el hacha que chorrea de sacrificios al mal,
pero no hay bien ni mal, solo voluntad y fuerza,
olvido y poder, la afirmación de la vida
y de las pinturas de sangre en la cara,
savia y sangre, ocaso y sangre,
el río que circula en las venas de los hombres,
la hemorragia del crepúsculo en el río,
los cadáveres a la deriva en la corriente,
hay tiempos de cólera, días enfermos de malaria,
de sol encapuchado,
tiempos que en el río braman su retumbar negro,
pero por negro que sea el grito del viento en la sangre,
nadie lo escucha,
así que no te suicides, Muerte,
porque ya oigo las calvas voces del buitre,
cruza tus tibias sobre estas piedras de lágrimas,
acércate como una madre a las tumbas del río
y cuelga de mi cuello tus cuentas de lágrimas,
quiero ser la maleza, el negro grito sin voz,
quiero ser las estatuas del templo llorando por mi hijo,
quién le contará los secretos del río,
los números y las sílabas del tiempo,
quién le dirá que el horror es un amigo leal y eficiente
y que el miedo es un joven valiente que está de tu parte,
que la libertad es una puta joven y bella, pero muy cara,
a quien no le importa la moral de las viejas,
de aquéllas que no se atreven a matar ni a amar,
de los indignos de la sangre y de la muerte,
de quienes no admiten el dolor ni el placer, mis compatriotas,
reniego de vosotros,
sí, la libertad es una joven libertina que no respeta ninguna moral,
ni siquiera la suya,
ojalá mi hijo la conozca algún día,
quién le dirá que dios es el demonio y el demonio dios,
y que para mi pueblo los dos fui yo.
No te suicides, Muerte, eres de todos y de nadie,
cruza tus tibias sobre la selva,
por negro que sea tu grito nadie lo escucha,
quiero ser las piedras y los huesos del viento,
quiero ser el río que arrastra los reflejos de los desaparecidos,
el río que quiere mi tiempo.



martes, 29 de enero de 2019

EL ASEDIO: La peluca.


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La crepitación de un ramo de hojas, procedente del patio, y un enigmático zumbido seco, evocador del impacto de una caída, son acallados por el crescendo de la obertura de Candide. Después de ocho días sigo sin adaptarme al paisaje sonoro del pueblo, en particular a los peculiares rumores de la casa, y en perpetuo estado de sospecha cualquier ruido me alarma. El perro ha abierto las avellanas de sus ojos.
Del otro lado de la ventana, más allá del porche, danzan las ramas del ciruelo, palpitan sus hojas. Gimen los canes del viento. El perro vuelve a bajar los párpados y abate las orejas. Vuelvo a concentrarme en la alegre música, espero no caer en la estúpida confianza de Candide, el personaje de Voltaire. Lo cierto es que he empezado a disfrutar de la pureza y simplicidad de mi aislamiento. Gracias a todo lo superfluo de lo que me he librado, del alivio del peso de todas las cadenas de obligaciones y responsabilidades de los que me he liberado, incluidos los boomerangs de ciertas ventajas revertidas en mi contra, estoy descubriendo el austero estoicismo de mi carácter.
Por ejemplo, es un alivio no tener que ocupar junto a Ángela el palco del abono al Teatro Principal, aunque por un instante me corroen los celos al pensar que quizás me sustituya Juan Eduardo Galán, el mariachi de las letras. Si es así sufrirá escuchando óperas en vez de rancheras. Prefiero leer o escribir como ahora inspirado por la música de la radio, entregado a sus melodías y disonancias, a sus crisis y éxtasis, antes que perder toda la velada en los preludios, interludios y postludios –el acicalamiento, el ambigú, la cena- de esa feria de vanidades que para colmo me obligaba a la visión de alguna fatídica escenografía moderna. Aquí me he librado de los ampulosos y ridículos gestos de los intérpretes, que dispersan o neutralizan sus versiones.
Casi toda la vida en común con Ángela se reducía a un espectáculo público, a un acontecimiento social, y las pocas noches que mis fuerzas disminuidas por los ansiolíticos lograban extraer del frígido cuerpo de ella alguna titilación de placer me temía que una ovación coronara mis esfuerzos. Nuestro sexo en cuentagotas parecía realmente un acto.
Por mucho que en teoría ella también rehuyera de los viejos formulismos y formalismos –estuvo de acuerdo en no casarse-, la sociedad exige continuos compromisos, la representación de escenas automáticas, la celebración de escenas pautadas por ritos que van desgastando su sentido. Para alguien como yo de espíritu libre y rebelde, un anarco monarca de su tiempo, fue arduo someterse al desfile de reuniones y presentaciones, tertulias y recepciones, cenáculos y espectáculos, desayunos sin café y fiestas sin euforia, el desencuentro con unos encuentros que desprovistos de espontaneidad más allá de la paciencia estiraban todo intercambio con los rigores del oficialismo.
Me resultaban insufribles los almuerzos de tres horas con un camarero pendiente de mi copa cuando la comida se podía despachar en media hora y aprovechar las dos y media restantes tumbado con un libro abierto y la botella a mano. No disfrutamos más que un fin de semana a solas, el primero. En los restantes  falazmente revertíamos con el carácter de viajes de placer enojosas estancias en determinadas ciudades donde ella tenía algún bolo o compromiso. El ocio degeneraba en una prolongación del trabajo.
El cual, con toda su visibilidad y excelente remuneración, no me resultaba satisfactorio y, más allá de los ratos perdidos, me restaba el poco tiempo que mi nueva situación me dejaba para escribir. Constituía el enésimo sacrificio que exigía el convencionalismo social. Para convertirme en alguien presentable tenía que trabajar en algo, perder mi tiempo ganando un dinero que me privaría aún de más tiempo al gastarlo, y un chasquido procedente del patio, quizá un paso sobre las ramas caídas del peral, vuelve a alarmarme. Una mano helada me pellizca el corazón.
El perro no se inmuta. Logra convencerme de que no hay peligro. Lo más lógico sería a mi vuelta a la ciudad retomar mi trabajo sin horarios de antaño, alternando eventuales traducciones y clases particulares. Sin embargo, el futuro se me presenta irreal, oscurecido de incertidumbres y poblado de enigmas, una especie de tierra de nadie, una terra incognita adonde debiera cruzar a través de una cortina de agua, una fragorosa cascada que se precipitase en una corriente vertiginosa. ¿Me veré algún día libre del hostigamiento de esa mujer, Erinia con cola de serpiente, mi enemiga cerval, malvada Harpía de alas de murciélago obsesionada con herirme y zaherirme? Aunque descartara la idea de eliminarme, con su poder podría eternamente seguir amargándome la vida, impedir que a mi vuelta nadie me encargara trabajo alguno, desenlazar mis lances amorosos y evitar que me publique hasta la más reducida hoja parroquial.
Lo único que por ahora concibo es prolongar en lo posible mi estancia en esta casa. Aquí me siento relativamente seguro, todas las mañanas se me posan en los hombros las golondrinas de las musas, y cada nuevo instante se ahonda en un significado más profundo. Me siento madurar estático en el centro de un ámbito radiante. Pero aunque intento alargarlos cuanto puedo, mis recursos son limitados, doscientos cincuenta euros. Con el perro, me hecho cargo de una segunda boca y no creo que la cajera me fíe. Tendría que hablar con su jefe, y a un golpe metálico salta el perro y prorrumpiendo en ladridos sale al porche, lo sigo y más allá de la mesa plegable derribada veo que en la tierra se desata una oronda sombra que trepa por el manzano, me vuelvo hacia su fuente, el cuerpo, a tiempo de ver sobre el borde de la tapia el aire instantáneamente vaciado por una ágil mole, ladrada desde abajo, y cómo tras las hojas de la parra desaparece el atisbo de un cabezudo.
Entre los hierbajos destella lo que parece el cadáver de un castor o comadreja, acaso una nutria o ardilla, el cuerpo exánime de un roedor voluminoso. Al aproximarme lo identifico con un pelo de fregona y, más cerca, se convierte en una cabellera caoba de reflejos rojizos como cortada por un indio.
Es el cabello de Salus.
                                                                                          
                              
                                         
                                                                                                                                   

domingo, 27 de enero de 2019

EL ASEDIO: En la casa de campo.



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Desde el patio, el procaz silbido de los estorninos como un instrumento solista se impone al ritmo de la polilla de la puerta y a la reverberación de cigarras, procedente del valle. Desvío la vista de la vieja edición de Robinson Crusoe: en el resplandor de postigos abiertos da el do de pecho la luz del sol, con el fondo de cellos y violines de las nubes y la sección de viento de una brisa ámbar. Como un perro de lanas la tarde con su lengua seca y glauca lame el vidrio opaco de polvo. Un alegre perro moteado de lunares albos, las semillas que los álamos siguen deshilachando en el aire, copos y espumas que empluman la exaltada luz.
Tendido en el sofá de gutapercha observo las briznas de paja en llamas que en el zócalo prende el sol a través de los orificios del techo y las junturas de las tejas; esta ala de la casa carece de segunda planta. La calma se adensa en los haces amarillos pululantes de partículas de polvo en suspensión. En su tibia pereza brilla el silencio de Mayo. Ahora calla la luz densa, pura, madura, serena. Una luz que pronto declinará y lo sabe, y que en la conciencia de su ocaso poseerá al aire y alcanzará el éxtasis, la gloria.
El letargo se condensa en una especie de vapor, en una cálida ensoñación de humo rizado en volutas que me narcotiza. Acaso sea el último reflejo flameante del hogar encendido, hace treinta años que no humea la chimenea. Me invade una paz inédita, una lenta, morosa felicidad. Puedo ver cómo la casa sueña bajo la nieve de primavera, y a través de las paredes transparentes cómo dormita en su seno su secreto inquilino, sumido en el encantamiento del pasado y en un sentimiento de armonía con el mundo. Me disuelvo en la memoria. Más que alguien que recuerda, aspiro a ser otro espíritu de los que pueblan la casa.
Tras la desconfianza inicial, este viejo diván, mullido a fuerza de reblandecido, me acoge con el entrañable abrazo de una vieja amante, ahora más dulce y bella, más propicia y mejor dispuesta, más generosa y entregada, sazonada. Porque recién llegado las cojitrancas sillas de anea, la displicente mesa camilla con ropa de terciopelo raído, el orgulloso y noble aparador labrado de roble, los misteriosos arcones con apliques de bronce, las taciturnas cómodas, las tímidas y contritas consolas barnizadas de inmemorial polvo, el desvencijado mueble bar con una actitud de decrépito mayordomo que ha olvidado su cometido, al pronto se retrajeron y a mis pasos de reconocimiento parecían retirarse trastabillando hacia sombras de suspicacias; pero paulatinamente fueron perfilándose con la timidez de viejos amigos, dese la penumbra asomaban suavizando sus aristas y los cristales de sus vitrinas empezaron a reflejarme, hasta que reintegrándose a sus posiciones volvieron a confiarme los secretos de sus cajones y los recuerdos de sus rincones, las memorias traspapeladas en las cartas amarillentas que guardaban, me mostraron las imágenes sepia de las fotografías y las visiones conservadas en sus azogues, cada noche me susurraban sus confidencias con los chasquidos de sus maderas y con el ritmo de la carcoma me insistían en sus dudas existenciales o de conciencia.
Los abombados listones de cerezo del suelo reconocieron mis pasos. El segundo o tercer día desde el asiento forrado de tela albiazul de la mecedora me guiñó el ojo cristalino de una canica de la infancia. La mesita de noche me desafió a una partida ofreciéndome el tablero de una oca. Junto a la garra de león que un velador tiene por pata asomaba una peluda pelota de tenis rodada hasta allí procedente de una volea de treinta años atrás. Enfriados por el olvido y enrarecidos, con mis presencia se fueron entibiando y ventilando las cámaras y cuartos orientados al patio.
Como si me hallara en la placenta o la tumba del tiempo, aquí siento que nada puede sucederme, ni bueno ni malo, lo cual en mi caso acepto de buen grado, de hecho aquí nunca nada sucede, la unidad de lugar impone la del tiempo, en el continuum del espacio el presente se revierte al pasado, la vida se vierte en literatura. Aquí el paso del tiempo siempre ha sido hechizado al conjuro de las costumbres cíclicas, con las norias nunca dejan de girar los ciclos de las estaciones y la cosecha; si cada día repite el horario, todos los días son el mismo.
Si bien en la ciudad siempre iba a contrapié y a la defensiva, en una eterna fuga, y el tiempo me perseguía con una jauría de minutos y hasta de sus cachorros los segundos, y me atropellaba y en estampida me aplastaba con un estrés que me descalabraba el pensamiento, en esta casa sin relojes con facilidad burlo al tiempo y concentrado en mis rutinas de escritura y lectura me sustraigo a las señales y acusaciones de sus crueles manecillas.
Yacente a mi alcance en la estera de cáñamo ronronea el perro, las orejas de punta y estremeciéndose al ritmo del sueño las pintas negras del costado donde después de dos días de comidas regulares ya no se le marcan las costillas. Convulsa se le agita la pata derecha, en sueños a la carrera tras la inmemorial presa a través de un bosque luminoso. Aún no lo bautizado. Más que a Lion, el foxterrier que hube de traspasar a mamá por culpa de Lía, la gata de Ángela, se parece a Lucy, el podenco del abuelo, su predecesora en esta casa, cuyo rastro espectral a veces parece seguir entre aullidos encelados. El pobre Lion no tuvo tiempo de adaptarse a su nuevo hogar, de un tirón se soltó de mi madre porque al parecer vio en la otra acera a alguien parecido a mí y fue atropellado por un autobús.
Acaricio a tientas a mi nuevo compañero, rehílo la lectura de Defoe. Un perro siempre ha satisfecho mi escasa necesidad de compañía; poco más que un mueve animado, animal de fondo, apenas molestan ni interrumpen, con todo se conforman, aman la costumbre y agradecen el menor gesto. Reconozco los primeros compases de la obertura de Candide. Me levanto a subir el volumen del receptor de radio a pilas. Me pregunto si será una interpretación del propio Bernstein.
Estoy descubriendo lo poco que necesito para realizar mis aspiraciones o cumplir mi destino. Justamente, lo mismo de que disponía aquí, en los veranos de mi adolescencia. Ya entonces, cuando más aguda era la conciencia de mis carencias y ciegamente ansiaba salir al mundo, tenía todo lo necesario: libros, papel, lápiz, una radio y sobre todo tiempo propio, un tiempo que ante mí se extendía a lo lejos como un solitario camino de sirga flanqueado de álamos que cruzara el valle hasta perderse en un punto de fuga próximo a la cordillera. Respecto a aquella época ahora carezco de electricidad (por afortunado olvido no han cortado el agua); no la echo en falta gracias a lo benigno del clima y el largor de los días.
                                                                                          
                              
                                         
                                                                                                                                                                                                 

viernes, 25 de enero de 2019

EL ASEDIO: El amigo Mínguez.


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-Mira éste, por quinientos pavos me hice con un lote de retratos del mismo estilo. Lo más caro ha sido enmarcarlos. Me los vendió el sobrino del pintor, mientras los del rastro se llevaban los muebles. En cuanto el tipo palme van a empezar a revalorizarse. Después de lo que hizo ya no lo van a soltar, si sale del psiquiátrico será a la cárcel.
Desde los claroscuros del óleo nos miraban las cuencas vacías de lo que parecía la radiografía de una dama sedente en una mecedora. A través de las prendas translúcidas y de la neblina de carne se transparentaban con claridad didáctica los huesos de un esqueleto con el tuétano fosforescente; la médula emitía un resplandor que asemejaba la espina dorsal a una barra fluorescente. La mandíbula desencajada parecía burlarse de nosotros con horrísonos chasquidos mudos.
-Terrorífico, ¿no? Una visión de la muerte, ya me parece oír a los críticos del futuro, un pintor con rayos X en la mirada, un Valdés Leal postmoderno, qué se yo.
En la pared del fondo del despacho el amigo Mínguez con maneras de cicerone me mostraba sus adquisiciones en el mercado lumpen del arte. Con su nueva pasión combinaba su diletantismo cultural con la fijación por enriquecerse, que su integridad le impedía canalizar a través de la mala praxis de la abogacía. Nunca perdía la esperanza de lucrarse con quiméricos negocios que a la postre le reportaban las moderadas pérdidas de un pasatiempo caro. No recuerdo si el último fue la cría de llamas peruanas o el cultivo de tulipanes holandeses. Me acababa de enseñar una foto escolar de nuestra clase, su cara infantil ya estaba marcada por el estigma de la avaricia frustrada, los ojuelos y la nariz mostraban una inocente rapacidad, una fe ingenua en su sorda astucia; la húmeda y blanda boca parecía ávida de riqueza. Lo recordé merodeando en el patio proponiendo en vano ventajosos canjes de cromos y mercadeando con tebeos y canicas. A pesar de la pérdida del cabello, de las ojeras de tantos desvelos y de las estrías de una piel cuartada por el abuso de rayos UVA, apenas había cambiado. Había sido un niño con cara de viejo.
-Qué clarividencia –no se cansaba de prestigiar su compra-. Una penetración psicológica que nos muestra al personaje de cuerpo entero. Hay que reconocer que algunos chiflados lo ven todo más claro.
-Ángela sí que lo ve todo, puedo asegurártelo.
-¿Estás seguro? Nunca había oído nada parecido. Además, si te ha mandado a hacer puñetas no va a estar perdiendo el tiempo vigilándote a todas horas. Y ella menos que nadie, no es de las que se aburren precisamente. Ya no le interesas, tío. Empieza una vida nueva.
-Eso me gustaría. Es ella la que no me deja.
-¿Y según tú por qué lo hace?
-Por venganza. Y antes para controlarme. Me habrá estado espiando desde que nos conocimos.
-Me vas a estropear la grapadora y te vas a hacer daño con ella –la devolví a la mesa de cedro con volutas en las esquinas, de donde la había cogido mecánicamente-… Me pregunto cómo sabes que te espía.
-Porque la otra noche fue la primera vez que…
-Ah, no has visto éste, me salió por treinta euros –se levantó y al señalarlo con tanto orgullo como si lo hubiera pintado él se le descolocó la americana negra-. Me lo vendió un vagabundo, le hice bajar de cincuenta. Un posible maestro del horror, puedo ver los catálogos de dentro de diez años.
Desanimado, hundí la mirada en el rectángulo de sol flotante sobre la hipócrita alfombra. A continuación decidí prestarle alguna atención para que él me la devolviera. Se trataba de un díptico formado por el escorzo soleado de una calle de chabolas que naufragaba en una ciénaga, y un primer plano de la charca, estancada de deshechos y derrelictos, con la originalidad de que se habían adherido al cuadro auténticos restos, como jeringuillas, gomas y plásticos innombrables, la tapa de una lata, una sustancia excrementicia conforma de herradura… Asqueado, volví a la mesa.
-Supongo que esto es el hiperrealismo –concluyó-… El día menos pensado lo subastarán en Sotheby’s con un millón de partida –acercó la nariz a la herradura-. En este mundillo hay que tener olfato y evitar las falsificaciones.
-Mínguez, por favor, me siento indefenso. No puedo ni escribir, que para mí es como respirar.
-No te quejes, los artistas necesitáis presión.
-Claro, como las ollas a vapor.
-Fíjate en este tipo. Lo bajo que ha tenido que caer para pintar esta obra maestra.
-Ya te lo he dicho. Cualquier cosa que escriba en el ordenador, ella lo puede borrar de un plumazo. Es como escribir en el agua, igual que el epitafio de Keats.
-No te pongas pedante. ¿Y dices que la has denunciado a la policía?
-Los cabrones me trataron como si el delincuente fuera yo. No querían admitir la denuncia. ¿Me oyes? El agente que me atendió no es que intentara disuadirme, sino que intentó echarme de la comisaría. Con razón siempre he odiado a la bofia…
La uña de la edad pareció arañarle la mejilla derecha: una nueva arruga.
-Saben que es una pérdida de tiempo: los piratas informáticos no dejan huella de sus abordajes. Menuda chica ésta, también sabe de informática –temí que por costumbre volviera a referirse a la suerte que había tenido yo con que ella se fijara en mí. Crispé la mano sobre el cristal biselado del tablero al tiempo que él, por fin de vuelta a sus obligaciones, se aposentaba en la butaca, y cuando incliné el torso adelante él se hizo atrás en el respaldo retráctil, unidas las yemas de los dedos.
-Al menos podremos denunciarla por plagio.
-Muy bien. Supongo que tienes registrada la novela en cuestión.
No pude sustraerme a la sensación de que el despacho estaba plagado de trampas: la alfombra turca disimulaba una trampilla, del falso techo de escayola se descolgaría una red, en la mesa tupida de documentos acechaba una ratonera.
-Felipe, ya sabes que no me gusta dar falsas esperanzas, y a un amigo menos que a nadie. No me importa ganar menos, el dinero está en otra parte –se le escapó una mirada a los cuadros.
-No te he contado lo peor: la muy zorra ha contratado a dos matones que me siguen a todas partes y han intentado matarme.
-Felipe…
-Están abajo, esperándome. Si quieres puedo decirles que suban y presentártelos.
-Si todo eso fuera cierto, no sabes la suerte que tendrías. ¿Sabes lo que significaría que Ángela se tomara tantas molestias por ti? No puede haber nada más romántico que infringir la ley por amor.
-Salvo que tu padre sea el Jefe de la policía –entre ambos se tendieron líneas de alta tensión-. Te dejo, Mínguez, está claro que el caso no te interesa, o que te interesa demasiado.
-No he oído lo último… Antes de que te vayas me gustaría darte un consejo de carácter personal, nada profesional.
Empezó a dolerme el anular izquierdo, me había dado una dentellada la ratonera oculta en la mesa. En realidad, con mis nerviosas manipulaciones me había insertado una grapa sobre la falange.
-Ya sé, ya sé, que vaya al psiquiatra.
                                                                                          
                              
            

miércoles, 23 de enero de 2019

EL ASEDIO: El cerco se estrecha.



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En los días siguientes persistió el asedio cibernético, el cerco virtual al que me sometía Ángela con su control de mi Internet. Por no poder acceder a él tuve que renunciar no solo a mi exitoso blog cinéfilo, sino a las colaboraciones con prestigiosas webs y periódicos digitales que en su día Ángela me concertara.
No debía olvidar relatarle a Mínguez mi viacrucis al contratar los servicios de técnicos informáticos que me solucionaran el problema. La torpeza de enfrentarme a ella en su terreno menguó mis escasos recursos económicos y evidenció su dominio de la situación. Ahora que la he atraído a mi campo, la ficción (al plagiarme ella misma ha reconocido mi superioridad), y en mi novela disecciono el hígado de su apasionada perfidia con el bisturí de mi pluma, empiezo a remontar la partida; ojalá estuviera leyendo esto, de momento tendré que conformarme con que lea los mails a Kafka.
Al ritmo de los martillazos que reverberaban en la sala de espera de Mínguez recordé las dos veces que formateé el portátil con idéntico resultado. Ella contactaba con los técnicos y los seducía con la misma simpatía, señoras y señores, que se ha hecho con vuestro favor, aunque el conocimiento de los hechos ya estará virando la opinión de los más avisados entre ustedes, captaba su voluntad con la excusa de que pretendía embromarme o que aquello constituía el episodio previo a una gloriosa reconciliación, de suerte que con tal coartada les fuera menos violento el cobro de una suculenta cantidad como precio a la traición a su deontología profesional, y acabaron por efectuar su trabajo a las órdenes de ella.
La gran pregunta estribaba en cómo lograba Ángela contactar con ellos. Al menos tales fracasos me sirvieron para saberlo, aunque el conocimiento del alcance de su poder me infirió la conciencia de mi inferioridad y la mitificación supersticiosa del enemigo a que me enfrentaba, alimento de esa loba que me devoraba por dentro, la ansiedad.
Con el primer experto informático contacté a través del teléfono del antedicho locutorio, luego deduje que ella sobornaría al chino que lo regentaba para que le facilitara el número de mi llamada. Al segundo lo recluté entrando en su local, sito en el centro. Cuando supe que aquel joven barbudo en vaqueros y zapatillas de marca también me había traicionado sin que hubiera mediado ningún contacto telefónico con él, fui víctima de un terror primitivo. Estaba luchando contra un poder divino. Nada podía contra una rival que tenía la facultad de seguir todas mis evoluciones a través de la ciudad. Aquello era más terrorífico que las telepantallas de 1984, pues éstas no estaban dotadas de movimiento, y aunque a través de ellas los gobernantes podían observar a los televidentes, en el Londres distópico de Orwell quedaban amplias zonas ciegas en las que los movimientos de los ciudadanos no eran fiscalizados. Sin embargo, yo no tenía escapatoria, fuera donde fuese sería visto por Ángela, y aquello acabó por desequilibrarme.
A la espera de que Mínguez me recibiera concluí que si ahora Ángela también se valía de espías o sicarios como los que me esperaban abajo, era para ejercer violencia física contra mí. Lo peor que le puede ocurrir a un paranoico es que le sigan de verdad, para nadie es tan pavoroso un fantasma como para un parapsicólogo charlatán. Por unos instantes cesó el estruendo de la obra vecina; las voces y el ajetreo me hicieron creer que alguien se había herido, levemente, pues la batahola se reanudó al instante.
La mirada es la metáfora del poder. Imaginé los ojos crueles de Ángela, frío índigo como una noche de invierno, de hielo negro o carbón gélido, fijos e insomnes ojos en los que el odio había cristalizado como la lava, y hasta el blanco era negro, ojos ciegos de ira como un cielo inclemente con las pupilas como estrellas heladas, ojos negros con las pupilas blancas como albatros que me escrutaban desde todas las ventanas, escaparates, espejos, o más bien desde alguna nube, empequeñecido y amilanado ante aquellos ojos suyos me veía como un muñeco con la cuerda o la batería a punto de consumirse a través de la maqueta de una ciudad.
Con un agudo chirrido como aquella taladradora vecina me horadaba el orgullo la obsesión de mi inferioridad e incapacidad ante ella; su poder me vapuleaba con los impactos rítmicos y contundentes de aquel martillo hidráulico al otro lado del tabique; me martilleaban el cerebro sus ataques y atentados contra mi privacidad. Se abrió la puerta dando paso a una cabizbaja figura, de hombros débiles y brazos caídos, inertes a los costados, un avejentado calvo que parecía salir desahuciado de una consulta.
El amigo Mínguez no alienta con falsas esperanzas.
                                                                                          
                              
                                         
                                                              
                                                                                                                                                                 

lunes, 21 de enero de 2019

EL ASEDIO: Teléfono monitorizado.


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Cada vez que la recepcionista abría a un nuevo cliente o a un recadero, temía que se tratara de ellos. En el tabique ornado de bodegones tenebristas retumbaban golpes de pico y los alaridos de una taladradora. Las piezas de caza y los gallos que se desangraban en una hedionda penumbra parecían aullar más allá de la muerte. Esperando que los albañiles surgieran de un momento a otro de la pared derruida, los presentes, con la tímida alevosía de jugadores de ajedrez o tenistas en la red, jugábamos a esquivarnos la mirada.
Por una vez las hipócritas alfombras y los mullidos tapices, glorificadores de una cruenta cruzada, acostumbrados a amortiguar pasos y a guardar secretos, no podían reabsorber aquel estrépito en el encantamiento de su silencio. Desde su mesa en el vestíbulo me reclamó la recepcionista:
-Si fuera tana mable, necesito confirmar algunos datos de su ficha. Me ha fallado la informática.
Tuve que facilitarle mis nueva dirección, teléfono fijo y móvil, y correo electrónico, por no hablar de la profesión o el estado civil.
-Muchas gracias, Oscar.
-Felipe, de nombre no he cambiado.
-Perdone –se agitó su tez marmórea: parecieron tirarle desde atrás del cabello.
Volví a mi puesto en la sala de espera. De las rendijas del despacho  reptaba un silencio de abrumada desolación. Al contrario que sus colegas, como los médicos, el amigo Mínguez exponía a los clientes todas las dificultades y ponderaba la gravedad de su caso.
Frente a mí un anciano descarnado temblequeando con su pluma  anotó en una agenda algo quizá relativo a su problema, me emocionó verlo esmerarse en su letra y sobreponerse a las trabas del Parkinson, apoyado sobre una revista, la punta de la lengua sobre el bigote y el meñique engarabitado, mientras los demás, dos jóvenes de punta en blanco, una dama madura, y tres hombres de mediana edad, uno de nariz prominente y los otros dos de intercambiables rasgos borrosos, tecleaban en sus teléfonos, y creo que con aquel estremecimiento por primera vez me sobrevino la intuición de que describiría todo aquello, mis dificultades de aquellos días, la persecución del gordo y el flaco, mi estancia en la sala de espera mientras el anciano escribía en la agenda, supe que pronto escribiría sobre todo aquello, sí, debió ser entonces cuando pensé que la mejor manera de superar mi crisis creativa estribaría en aprovecharme de lo que me la había provocado, y sentí que en mi interior reverberaba el pálpito de una emoción inefable, algo parecido al primer latido de un idilio.
Porque si bien necesitaba la ayuda del amigo Mínguez por otro lado deseaba seguir solo, que mi situación se complicara, que en torno a mí se tejiera con todo el retorcimiento y la perfidia de su intriga una trama que me ofreciera un material novelable. Me impedían inventar nada el desconcierto y la ansiedad inoculados por el hostigamiento de Ángela; su persecución me atropellaba el pensamiento y su alargada mano me estrangulaba la creatividad.
Al anciano se le resbaló la pluma de la mano, estalló el fragor de la taladradora, y ver cómo los demás disponían de sus teléfonos a discreción, me recordó las ofensas inferidas y se me desbocó la idea de escribirlo todo; como un sueño olvidado, una burbuja de jabón que se evapora o el aliento de una fugaz felicidad –una bella desconocida que pasa de largo, alguna de mis visiones-, se desvaneció tal propósito sin dejar rastro, y hasta poco después de mi llegada al pueblo olvidé que tenía en mis desventuras el mejor argumento para mi próxima novela.
A los golpes de pico sobre el tabique repasé cuanto tenía que contarle al amigo Mínguez. No contento con profanar mi intimidad, Ángela había interrumpido y ocluido todas mis comunicaciones. El primer día ya deduje que si descifraba con tanta facilidad mis claves de correo electrónico, Twitter o navegador de internet, no se debía a otro portento de su inteligencia, sino a que me tenía intervenido el teléfono. O más que intervenido, lo tenía monitorizado. Supe de tal posibilidad porque recientemente denunció el caso cierto renombrado político víctima de lo mismo. Como demostraba el hecho de que hubiera colgado en mi cuenta de Twitter la foto del bulevar, había ella convertido mi terminal en un zombi, en un espía que le delataba cada uno de mis movimientos y hasta le servía de micrófono. La malvada no solo había podido escuchar mis conversaciones telefónicas y seguir a tiempo real mis manipulaciones en él, sino que, mientras el terminal estuviera cerca de mí también había percibido mis exclamaciones e insultos contra ella, mis juramentos y denuestos, mis eructos y mis pedos.
Como si fuera una serpiente me apresuré a lanzar el teléfono por una alcantarilla con la tapa entreabierta. Aquello me costó una noche de insomnio. De nada me valió doblar la dosis del ansiolítico prescrito por el médico del seguro desde que me constó que El Cazador no remontaba las ventas ni publicado por Atlántida. Al intentar ponerme en contacto con el doctor para consultarle el caso, comprobé que, recién activado, el teclado del nuevo teléfono burlaba mis indicaciones. Ángela estaba utilizando contra mí una tecnología policial; me sentí tratado como un narcotraficante.
También fueron instantáneamente desveladas las nuevas claves introducidas a través de ordenador portátil; me había inoculado un virus en el ordenador que me impidió concluir una reseña sobre una adaptación al cine de El Lamento de Portnoy. Por una vez me alegré de no tener ninguna novela en curso. En todo caso no tenía medio de remitir mi artículo a la web solicitante, pues me fue imposible conectarme a Internet por medio alguno.
Con el corazón batiente, me dirigí al locutorio de la esquina. No pude acceder a la configuración de mis cuentas; ahora habría sido ella quien cambiara las claves. Me sentí como un propietario impedido de acceder a su propia casa porque un okupa ha cambiado las llaves.
Aunque el virus del ordenador podría ser erradicado formateándolo, la intuición me decía que en ese terreno nada podría contra ella, y el tiempo me daría la razón. A Ángela no le bastaba con plagiar mi novela, pretendía impedirme toda escritura, no podía tolerar no ya mi felicidad con otra mujer o en solitario, sino que pretendía que ninguna forma de vida me fuera factible o pasable.
Renovados porrazos retumbaban en el tabique, de un momento a otro asomaría el pico por la sala de espera. La virulencia de la inquina de Ángela me hizo saber que se había aliado con Victoria para probar mi lealtad, y que la rubia fatal me había acogido en sus embravecidas sábanas como pago de la actuación o de la apuesta perdida ante ella por mi ya ex. Había proyectado Ángela sobre mi vida su afición y vocación por el teatro, y poblándola de fantasmas y fantoches tejido en torno a mí una red invisible de trampas y trampantojos. Solo el desengaño podría explicar su contumaz persecución, una venganza feroz en la medida que se extendía más allá de nuestra relación.