jueves, 28 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Interrogatorio.



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-¿Quizás tienes deudas de juego? ¿Consumes sustancias estupefacientes? ¿Quién te ha dado permiso para sentarte? ¡Esto no es un bar!
Salté de la silla de hierro. Las palabras de pedernal resonaron entre dientes, que desde la última vez se habían afilado. Su tono incisivo, el ángulo agudo de las entradas del pelo –crecidas en el corto intervalo-, las cejas picudas y diabólicas, el triángulo en el pecho de la desabrochada camisa que dejaba ver la tupida pelambrera, la irregular geometría de retrato cubista en que se descomponía su rostro, aquella vez más zorruno que simiesco, denotaban las aristas de su carácter avieso, atravesado, atrabiliario. Ante él jadeaba yo en aquella atmósfera enrarecida de miedo y de un irrespirable frío de acero.
El mismo agente que dos días atrás me cacheara en la oficina del gerente del supermercado, me observaba impertérrito de indignación, las manos sobre el teclado a la espera de mi respuesta, estatuario como el Comendador a la mesa de la cena, monolítico e hierático, como si con la inexpresividad de su mandíbula de pelícano y del ojo sano, por otra parte enrojecido como por el cloro de una piscina, manifestase su indiferencia por mi suerte, su resistencia a manifestar el menor signo de empatía o comprensión, su rigor compacto, de hormigón apenas agrietado de tanto en tanto por toques de humor de enterrador.
Por momentos creía que ya no saldría de aquel húmedo, reptiliano sótano de Jefatura adonde por escaleras de caracol y un corredor circular traspasado por chasquidos metálicos y tintineos de hierro (¿esposas? ¿cerrojos?), pese a mis protestas de que yo por mi cuenta encontraría el camino, me había guiado su mudo compañero, el presunto hermano menor en proceso de aprendizaje, ahora vigía de brazos cruzados y en pie junto a la puerta acorazada, tachonada de clavos, acaso para impedirme la fuga. Más con objeto de ahorrarme la tortura de la duda que a instancias de su perentoriedad, al instante de recibir una llamada que me conminaba a declarar, me había presentado en el grandilocuente vestíbulo de la comisaría.
Y en aquella oficina lacónica y austera como celda de monasterio, me había recibido el hermano mayor, que a golpes de nudillos sobre la mesa con unción de juez me hizo saber que Ángela Mayo Huertas me acusaba de robo. El corazón se me hinchió como un globo a punto de explotar.
-¿Robo de qué?      
-¿Tiene noticia de dónde puede encontrarse un Audi modelo T color azul Prusia matrícula M-789548…?
-¡Ese coche es mío!... Lo tengo aparcado en la esquina.
Quizá por el impotente furor tuve la sensación de haber perdido la voz. Podía articular las palabras y movía la boca, pero no emitía sonido alguno, era como un actor en la tele sin voz, mis frases se evaporaban y mis palabras sordas, huecas, como burbujas de jabón subían a aquellos rincones manchados de humo de tabaco y humedad donde entre telarañas e insomne polvo se apagaban los ecos de inmemoriales mentiras y coartadas, atenuantes y protestas de inocencia, pero también de infundios y calumnias, amenazas y acusaciones en falso. El agente me miraba los labios tal vez para leer en ellos, o calculando dónde me asestaría el primer puñetazo. Le mostré el lado derecho, puede que me librara de alguna de mis caries.
-Ella tiene un Jaguar. En el Audi creo que ni ha llegado a subirse. Lo compré de segunda mano, está a mi nombre. ¿Cómo me voy a robar a mí mismo? –en verdad no estaba seguro de la respuesta, soy el peor enemigo de mí mismo.
-A ver la documentación.
-La tengo en casa, ya sabe que no uso cartera.
Palideció y se ruborizó a un tiempo, algo tan raro como un cubito de hielo rociado con manchas de vino.
-Supongamos que está a su nombre, le doy el beneficio de la duda. ¿Pero quién lo ha pagado?
-¡Yo, quién va a ser! –grité para oírme a mí mismo.
-¿Cómo dice? ¡Vocalice!
-Cada mes me descuentan la cuota de mi cuenta en el banco.
-¿De qué cuenta?
-De la mía, ¿cuál va a ser? Tengo trabajo… tenía –sí que escuché la última palabra, una especie de graznido.
-¿Y a partir de ahora cómo piensa pagarlo?
-…
Sentí que el cuarto decrecía como mi cuenta corriente, las paredes se comprimían y el techo descendía hasta oprimirme.
-No te voy a pedir la cartilla del banco porque no la llevarás encima… ¿De qué estás viviendo?
-Tengo derecho a una prestación por desempleo.
-Según tu antiguo jefe no hay nada de eso. Estabas dado de alta como autónomo –el estrechamiento continuaba; si daba un paso atrás mi espalda tocaría al hermano menor.
-¿Si tiene todas las respuestas, por qué me pregunta?
-Nos consta que la cartilla estaba a nombre de ella y tuyo. Luego es copropietaria del coche.
-Oiga, ella saqueó la cuenta cuando nos separamos. Podría acusarla de alzamiento de bienes.
-¿En realidad quién ingresaba todo el dinero de aquella cuenta?
Para responder a aquello articulé con claridad aunque solo fuera para que pudiera leerme los labios.
-¿Y a usted qué le importa? Nuestra economía doméstica pertenece a la intimidad.
-Claro, y si robas también sería un asuntillo privado –me espetó cejijunto y tenebroso, antes de mostrar adónde quería ir a parar-. Te lo digo porque te acusa de haber cogido de la encimera un sobre con trece mil euros. ¿También eran tuyos?
Entonces sí resonaron mis palabras, de hecho toda mi presencia se redujo a ellas, negaciones y abjuraciones, denegaciones y protestas que no obstante como piedras fueron cayendo al pozo de su escepticismo. Las engulló el negro abismo de su venal maldad. Aquello era imposible aunque solo fuese porque Ángela casi nunca manejaba dinero físico, todo su efectivo era inmaterial, pagaba con tarjeta y hasta las transferencias las efectuaba por ordenador sin necesidad de recurrir a ventanillas o cajeros.
-Ella sostiene que tenía dispuesta esa cantidad para abonársela al casero. Al parecer acordó con él pagarle en semestres adelantados.
-¡Mentira!
-Hemos comprobado que es verdad.
Sobre los hombros se me desplomó la evidencia de que Ángela también se había aliado con el propietario del piso. El mundo entero se conjuraba contra mí.
-Dime la verdad, ¿con qué dinero has pagado la fianza y el primer mes de tu apartamento?
-Tenía unos ahorros –me desplomé en la silla.
-¿Quizás tienes deudas de juego? ¿Consumes sustancias estupefacientes?
Con la razón nublada y abrumada por una furibunda confusión, no supe si era la primera vez que me lo preguntaba. Hice un esfuerzo para recordarlo, ya que si empezaba a repetir el cuestionario, la toma de declaración se degradaba a interrogatorio. Instintivamente parpadeé, deslumbrado por un flexo imaginario.

                                                         

martes, 26 de febrero de 2019

EL ASEDIO: El pasado.



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El ciruelo se estremece al viento azulado del recuerdo. En torno a la fronda dejan de ondular áureos resplandores y de vibrar partículas de luz y láminas de calor, reabsorbidas por la sombra verde oscuro. La modorra de la tarde se enreda en las ramas de los perales. Las flores y los frutales, las yerbas y los arbustos duermen al sol el sueño del pasado. También yo traspuesto –a otro tiempo- me he quedado transido de nostalgia soñadora.
Al incorporarme en la mecedora, aún no al presente, y recoger del suelo el folio, me siento en el interior de un sueño de la casa. Escenario de mis sueños, ya que no hay sótano, el patio es el subconsciente de la casa que duerme la siesta arrullada por las cigarras bajo el manto azul del cielo soñando con el pasado. En cualquier momento, de la casa saldrá el abuelo a podar la parra o a regar con la goma desenroscada desde el grifo. A mamá no la esperamos. Como siempre está en la ciudad, en el ambulatorio o ejerciendo su labor de voluntaria en el hospital. Su vida, práctica y positiva, útil, productiva, actualizada, activa, la aleja del cementerio en que se ha convertido el pueblo, y de la casa, uno de sus nichos. Su carácter la excluye de todo delirio onírico, del estatus de personaje de un sueño; por el contrario, yo soy el fantasma ideal. Los espectros vienen a sus antiguas casas a rememorar fracasos y desengaños, a lamentar desilusiones y desastres, las traiciones que los llevaron a la tumba y los ataques a su legado. Ellos recuerdan y yo llevo horas recordando. Hasta que me reintegro al presente. Sigo mirando al pasado pero desde la platea, como si estuviera en el cine y no interpretando un largometraje interminable.
En el folio he anotado uno de mis códigos mnemotécnicos: “Álamo al fondo, 94, insomne, Faulkner, poema”. Palabras de un mensaje en clave que desde otro tiempo (año 94) me remite el pasado para que descifre su significado. Una especie de conjuro que convoca a espíritus de otra época y evocan un acontecimiento decisivo, en apariencia intrascendente, invisible desde afuera, como todo lo que me ha ocurrido en la vida, hasta hace un año, nimio, pero que para mí sería crucial, definitorio de aquel período y esencial para el futuro.
Porque la visión de aquel álamo, ya en la ciudad, la revelación de su verde trémulo, vivo, la inspiración de aquel esmeralda relampagueante, con los nervios exasperados por el café y la sensibilidad como una herida palpitante, debió fermentar algún proceso de maduración, y después de múltiples intentos, de repente, como una tormenta, se gestó en mi interior el primer poema verdadero, un poema que más que sobre el álamo versaba sobre su trasplante de la ficción a la realidad, sobre la poesía, sobre el poema mismo. En definitiva, sobre la forma. Si lo sentí como mi primera obra auténtica se debía a que su forma me resultaba satisfactoria. ¿Acaso no es la forma todo en el arte? ¿Qué quedaría de una sonata de piano, de un cuadro abstracto, si obviáramos la forma? Si no me esmero en la forma esta novela quedará reducida a una sucesión de invectivas contra Ángela, a un rosario de insultos y descalificaciones. No bastará con que ponga en ella mi verdad y mi vida, con que exponga mi lucha y mi sentido de la justicia, mi supervivencia. Sin renunciar a una aparente frescura y espontaneidad en la narración de los acontecimientos, tendré que cuidar el estilo, labrarlo como un artesano, ya que en él reside la dignidad de mi oficio. Pero ya veo que Ángela asoma alguna de sus cabezas de Hidra incluso a la hora de tratar cuestiones técnicas o de rememorar sucesos muy anteriores a mi encuentro con ella.
Jadeante de sol y sed Viento vuelve al porche. Mi nuevo perro ya tiene nombre. A dentelladas al aire espanta a una abeja. Hunde la cabeza en el cuenco de agua y se tiende con cuidado de evitar la fila de hormigas. Su vida plácida, de burgués retirado, contrasta con su musculatura, la impresión de movimiento constante, como una llama de bronce, que ejerce su cuerpo. Viejo soñador de cacerías ancestrales, se ha adaptado bien al carácter de la casa.
Aquí el tiempo transcurre como en los sueños, como un borracho se tambalea o da tumbos sin futuro, cae y se estanca en un presente continuo de sol fijo, embalsamado a lo largo de tantas horas amarillas e idénticas que lo ciñen con sus ondas y cintas, se embalsa embarrancado en una sola hora, la misma siempre, radiante, inconmensurable, melosa, densa, madura, pegajosa, concéntrica, una hora en espiral, circular, un remolino tranquilo, un laberinto profundo de trama concéntrica.
Y la casa, museo de la memoria de tantas generaciones, es una nave inmóvil en la calma chicha del océano del tiempo. En ningún otro sitio habría vuelto a funcionar la brújula de mi conciencia señalando el norte de mi vida, el norte y el sur, mi futuro y mi pasado, el rumbo y el trayecto recorrido, la literatura. He vuelto a escribir en el lugar donde empecé a hacerlo, cuando mi sed de éxito se reducía a culminar mis primeras lecturas o ensayar algún desvaído esbozo narrativo. He recobrado la esencia y la pureza de la literatura, su mero ejercicio y práctica. Me considero afortunado de haberme librado de las poses y compromisos, paripés y representaciones que la rodean, accesorios y enojosos, ineludibles, imprescindibles para figurar en primera línea comercial del mercado editorial. ¿Qué tiene que ver semejante feria de las vanidades con el arte? Solo me apetece hablar de libros conmigo mismo o con los muertos, sus autores.
Pero tampoco me tienta retornar a mi existencia previa, cuando antes de conocer a Ángela me eran inaccesibles las mesas redondas y entrevistas de prensa, coloquios y recepciones en ministerios y embajadas. La vida nocturna distrae tanto de la escritura como la privilegiada. Salir cada noche requiere tanto despliegue de energía e hipocresía como una cela de gala. Ahora no solo reniego de mi afán de éxito, sino de toda aspiración a la difusión de mi obra. Me alegro de que mi novela más vendida haya sido publicada bajo el pseudónimo de mi plagiadora. Puede que haya alcanzado la paz, la perfecta indiferencia por la opinión ajena. Me da igual la suerte que espera a esta novela una vez que la dé por terminada, solo el amor propio me empeña en ella, la satisfacción por el trabajo bien hecho es lo único en juego, damas y caballeros, a riesgo de parecer descortés, me importa poco si esta obra les agrada o disgusta, si es que han prolongado la lectura hasta este punto, ya sé que es poco lo que puedo esperar de ustedes, ni siquiera crédito o respeto.
Sigan comprando, si eso les place, las novelas más publicitadas, solo así seguirán siendo las más vendidas. Especialmente, no olviden El Centro del Vacío, no entenderán nada pero dirán a todo el mundo cuánto les gustó y se seguirá vendiendo. No es que se anuncien a bombo y platillo las obras más vendidas, sino que éstas son leídas porque se anuncian.
Ángela, al borde de la silla quizá para que le ceda la mecedora me rebate con que nuestro amigo Luis Rey me ha publicitado sin éxito alguno de mis títulos previos. Pétalos de rubor le han teñido las mejillas cuando me he referido al plagio. Me advierte que el aislamiento no conduce a nada bueno, y que rechazar el mundo real con la ilusión de cultivar un mundo propio es la evidencia de que carezco de éste, ya que solo a partir de la realidad, permeándose de ella, el escritor elabora la suya, y le robo la palabra a punta de dedo índice para señalarle todo lo que llevo escrito pese al rigor de su acoso, y que la única posibilidad de mantenerse al margen de la vulgaridad del presente es aislarse en un civilizado reducto propio, pero ella insiste en que es típico de una inteligencia equivocada, de una mente retorcida, permanecer fuera del tiempo, sus palabras zumban monocordes, machaconas como abejorros, dejo de oírla, me tapo los oídos y sus ojos chispean y el cabello se le eriza, se le riza y desenrosca mientras la invito a dejar de creer en mojigangas y pejigueras de psiquiatra de revista dominical o psicólogo de de magazine matinal, y le señalo que la verdadera manifestación de una inteligencia equivocada es sembrar de ceniza y sal mi campo vital cuando podría con ella abonar tantos intereses artísticos como su espíritu cultivaba, y al acusarla de ser, en el mundillo literario, competente en todo menos en la literatura misma, me espeta que un escritor sin lectores es como si no escribiera, intento contradecirla pero habla cada vez más alto, me impele a volver a la ciudad a afrontar mis errores bajo amenaza de enviarme a alguien que me obligue a hacerlo, me ha concedido dos semanas de tregua pero a mi edad ya va siendo hora de que madure y asuma mis responsabilidades, ya los abejorros son avispas que intento quitarme de encima, ella se excita y salta de la silla, y aunque manoteando, como con un pase de magia, logro que mi enemiga se desvanezca, el eco de sus palabras, de nuevo abejorros, resuena en el aire, reverberan graves e indignadas, resentidas y amenazantes vibran y se elevan como blasfemias al cielo, y el abejorro más grande ya es un helicóptero que sobrevuela muy bajo sobre el patio, éste real, no como la visión de mi fantasía esquizofrénica, puedo distinguir en la cabina acristalada la cabeza con auriculares y gafas ahumadas que me enfocan, y sin tiempo de comprobar si es de la policía me deslizo bajo la mesa de camping donde a cuatro patas aprieto los ojos y con los brazos me tapo la cabeza esperando que no me hayan identificado.
                  

domingo, 24 de febrero de 2019

EL ASEDIO: El álamo.



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Al fondo de la atascada fila de automóviles y de la prisa de los transeúntes, más allá de los agudos de los cláxones y de los parpados de los semáforos, del otro lado de la agitación de la mañana, flameante en el punto de fuga de la calle, como el vibrante espejismo de un oasis verde, concretándose en el vaho del estrépito y en la nebulosa de mi sueño, espuma de clorofila en el gris herrumbre, reflejo de ágata que destella en la niebla, helecho difractado por el agua sucia, mancha esmeralda en el lienzo, tiembla un álamo. Durante miles millones de pulsaciones, me detengo en la esquina para no perderlo de vista.
Despunta la feliz tristeza congénita a la primavera. Florece como una rosa secreta, una especie desconocida. Algo ha cambiado en la mañana. ¿Todo se debe a la visión del álamo? Desde que recuerdo, esta calle naufraga en el diminuto parque, el álamo no ha sido trasplantado, lo he visto a diario, pero ahora lo miro a una luz tan nueva que llego a dudar de ello. Es como si me hubiera enamorado de una amiga o compañera de toda la vida. Tintinea el aire fresco. La luz azul tañe acordes nítidos, distantes, fríos, argénteos. Estatua simbólica de la contemplación, petrificado de emoción, soy yo quien ha cambiado. Soy y no soy yo.
Una cara conocida amaga un saludo pero pasa de largo. Será un vecino; estoy al lado de casa, aún vivo con mamá en el piso de Ciudad Jardín, equidistante del ambulatorio y de la facultad de Letras donde curso el primer año. Soy un Felipe distinto al Felipe al que hace la eternidad de un minuto aún no se le había aparecido a lo lejos el espectro del álamo. Ebrio de poesía, ciego de lectura, después de pasarme toda la noche leyendo El Villorrio de Faulkner, me deslumbra una alucinación del insomnio o una intensificación de la vigilia, el álamo que en la lejanía gris azul dilata su llama verde.
El paisaje imaginario del condado de Yoknapatawpha se condensa en la espuma verde de este álamo erigido en metonimia, trasvasada a la realidad, de la flora de la ficción; algo si se quiere caprichoso, en verdad no recuerdo si en alguna descripción de la novela despuntan los álamos, en todo caso el algodón no se cultiva como en El Villorrio en la ciudad donde por otra parte los únicos negros son los vendedores ambulantes africanos. Lo que cuenta es que experimento cómo puede la ficción revelar y potenciar la realidad. Acaso no deba el arte reducirse a los mates tonos y esquemáticos contornos de la vida, sino la vida pugnar por lograr la belleza y plenitud del arte. Sigo admirando cómo la magia de la literatura se ha vertido en el álamo. Vibra pletórico al viento, palpitan sus hojas de plata, desde aquí creo percibir su rumor cóncavo de caracola.
Si al fondo del monótono ajetreo y del trajín cotidiano, al final de una calle cualquiera, si más allá de los grises intereses opacos y tóxicos como el humo de los escapes, como una esmeralda en el lecho de un río contaminado, puede vibrar flamígero y fulgurante, fluctuante, un álamo como este, la realidad también puede ser intensa. La lucidez puede resultar alucinógena, no hace falta soñar ni emborracharse. Bajo una determinada luz y en un momento dado, como a ojos de un pintor genial, de cualquier objeto puede aflorar su latido más profundo, fluir un manantial de vida verdadera, precipitarse una catarata detenida por una mirada que se eterniza en el lienzo o en un verso. Todo es susceptible de merecer un cuadro, un poema, una mirada como la mía a este álamo. Se producen una identificación y una cristalización idénticas a las del amor. La verdad está en la mirada. Amo al álamo, al álamo y a cada uno de sus movimientos en el tiempo, a la vida, a mí mismo como Walt Whitman.
Y justo ahora  siento en la yema de los dedos la inminencia de la escritura, la exaltación de la escritura, no ya la intuición como otras veces de que tarde o temprano escribiré, sino que percibiendo el eco inverso del primer verso, me posee la certeza de que tras descabezar unas horas de sueño voy a escribir, por fin voy a escribir, a celebrar la visión del álamo, a celebrar mi mirada y la poesía y el álamo con un poema sobre el álamo que lo duplicará como si lo reflejara en un río, y dotándolo de otra sombra o reflejo lo trasplantaré de vuelta a la ficción.
Me quedo admirando el milagro de su brillo al fondo de la calle.
                  
                  
                       

viernes, 22 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Atardecer.



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Agazapados en los naranjos despiden los gorriones el día con el clamor ocre de su alegría de cobre. En el estanque del pilar, ribeteado de musgo, flotan dos estrellas de la tarde. Espejos opacos enmarcados por grumos y cercos color cacao, los charcos duplican el cielo pálido, el humo de un ocaso espolvoreado de harina y oro. El aroma de las cenas se sustancia en la duda entre las dos luces.
No es de día ni de noche, aún no es de noche pero tampoco ya de día, sino una hora intermedia entre el día y la noche que al mismo tiempo es la noche y el día. Un hueco intemporal, un hiato, un pozo de luz y una sombra blanca. Me detengo: algo ha cambiado en la plaza. Grises regueros corroen los muros del crepúsculo, los últimos goterones de los canales rasgan las imágenes poéticas en húmedos jirones. ¿Por qué no puedo gozar de un momento de paz?
Con el remojo el hedor de las inmundicias de los pájaros se mueve como una nube de gas tóxico. Desde el interior del cibercafé se me aferran al cuello las garras de los ojos de Salus. No necesito volverme, las ventosas de sus miradas como besos me succionan la nuca en húmedos escalofríos. Tampoco quiero mostrarle cuánto me carga el peso de sus inquisiciones, además de espiarme quizás también tenga, como mis tenebrosos perseguidores capitalinos, órdenes de presionarme con su acoso. Hoy no he alargado más allá de monosílabos mis evasivas y evasiones. Y no ha venido Pitu a distraer su interés. Como en una ceremonia sexual toda la tarde sus pegajosas miradas me han untado el cuerpo de varias capas de miel, cebo, su dulzona amabilidad, de ejércitos de hormigas y tenaces moscas que me trabajaran y minaran y vencieran mi resistencia a dejarme seducir y confiarme a él. Su densa ansia cobra forma de abejorros y moscones en torno a mí. Alejándome, intento rascarme un punto inalcanzable de la espalda: me bajan por ella las viscosas zarpas de su deseo.
Crepita una vaharada de goma chamuscada. La lluvia no ha extinguido el incendio. Y la primera noche se extendió a un cementerio de neumáticos. Después de tres días varios focos resisten la labor de una escasa e intermitente dotación de bomberos. El fuego se ha convertido en un peligroso animal herido. Se han desalojado los caseríos de los aledaños y crece el peligro de que alcance al pueblo. Los ancianos de la plaza rumorean que ha sido dos veces provocado, no de otro modo pudieron las llamas salvar el cortafuego de la carretera, e incluso más tarde reanimado. Se dice que un pastor entrevió al presunto incendiario, un tipo ágil y grueso a la carrera entre el humo de los pinos. Me ha vertido el rumor Candy.
Antes de salir de la plaza veo que ha activado la persiana del minimercado. Doy un rodeo por la calle del pozo para cortarle el paso a la altura de la ermita, su salida más probable de la plaza. Supongo que no se aherrojará en casa sin dar una vuelta. Prefiero que Salus no sepa del progreso de nuestras relaciones. Doblan a muerto las campanas de la iglesia, su resonancia de bronce aloja la muerte de algún lugareño.
Propondré a Candy un paseo por los alrededores, el cementerio puede ser un lugar propicio. Me lo sugirió el sueño de anoche. En lo que parecía un atardecer de cementerio un joven que era Salus y a la vez no lo era, recorría las desiertas avenidas flanqueadas de tumbas y túmulos, de panteones y mausoleos, llamándome a voces por mi nombre, su voz resonaba cada vez más aguda y desgarrada, astillada en gallos y ahogada en gemidos, desesperaba de encontrarme, ya no se fijaba en las efigies de ángeles concupiscentes y deambulaba cabizbajo y sin norte junto a los nichos, hasta que en un momento dado dejé de ver su ovoide figura arrastrando los pies, y en su lugar destellaron en la penumbra unos ojos fosforescentes, y un balido sofocado me susurró al oído que no hablara para que no nos encontrara, que siguiera sin respirar hasta que pasara de largo, y su calor de lana se separó de mí y me dejó solo y frío tendido en el mármol, y me dijo que no tardaría, que saldría a distraerlo y que en cuanto lo convenciera de que se fuera a casa volvería conmigo. No recuerdo cómo acababa el sueño, no sé si Candy volvía para pasar la noche conmigo bajo la lápida, pero nunca podré olvidar cómo aleteaban por el cementerio los lúgubres ecos de mi nombre pronunciado por un Salus arrasado de pena. De hecho, ahora el sueño me parece de mal augurio. Me vuelvo a casa.
Me temo que Salus sospecha de mi relación con Candy. Tal vez para hacerme hablar me ha dicho que pronto la despedirá. La ha acusado de no ser profesional y, en vez de mostrarse receptiva a los avances de los clientes, de mostrarse demasiado complaciente con cierto proveedor.
Festonean la calle claroscuros de trémulas farolas y sombras de magnolios. Las contadas ventanas iluminadas parecen albergar a sordomudos o solitarios. Los aullidos de un perro atizan sobre los tejados puntiagudos los rescoldos del sol poniente. Paso a la altura de una puerta cochera abierta y saludo a un racimo de vecinos tristes y contritos, contristados. Será el velorio del difunto. Otro aullido; puede que del perro que echa de menos a su amo. Quizá sea el mío, he pasado la tarde fuera. Aún no lo he bautizado. Como cuervos en las sombras se desatan las campanadas.
Señoras y señores, cae el luctuoso telón de esta escena. No pretendía conmoverles para sonsacarles los movimientos de Ángela en la ciudad, pues de todos modos los mantendrá en secreto o no les habrá dicho la verdad, sino mostrarles que en este pueblo nunca pasa nada ni nadie salvo la flaca, pelada e inevitable visitante. Aquí los forasteros siempre son de mal agüero.
                  

                         

miércoles, 20 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Una cerveza en el cibercafé.



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-¿Qué se cuenta el amigo Franz?
Un aliento peludo me cosquillea el lóbulo de la oreja, transitando sobre mi nuca con sus patas de tarántula me estremece un escalofrío de asco, y retirándose por el hombro va dejando un rastro retestinado de rastrojo y ajo tan acendrado que concluyo son ajetes achicharrados. Puede que sean el palto del día. Desde que he entrado Salus no me ha quitado el ojo de encima. El cibercafé estaba desierto, ni siquiera él estaba, y cuando me ha visto entrar, fondón y desfondado ha fondeado en la barra procedente del minimercado. No parece en forma pese a sus homilías a favor de la vida sana.
-Está como siempre, del trabajo a casa y de casa al trabajo. Confiesa que ha llegado a un punto sin retorno.
-Claro, si no sale de casa no tiene que retornar a ningún lado, ji, ji… En serio, creo que el amigo Franz sería un filón para los terapeutas.
-¿Me pones una cerveza?
A asentir se le descoloca el bisoñé suplente, de un tono más pardo, casi excrementicio, que el primero. No se lo he devuelto para que no sepa que sé que me espía. Con Salus todo resulta equívoco. No sé si disimula su fisgoneo bajo la forma de interés sexual o si se venga de mi rechazo vendiéndome a Ángela. Como casi ha llegado a apoyarme en el hombro la floja barbilla, le he pedido la cerveza para quitármelo de encima. Sin embargo, ahora lo sigo a la concisa barra de nogal para sondearlo. A ver si baja la guardia y le sonsaco más que él a mí.
-Precisamente esta cerveza es checa… ¿Bebemos mucho? En este pueblo tan coñazo es inevitable. Pero hay que tener cuidado al volante. ¿Tenemos coche? ¿Dónde lo hemos dejado? ¿Queremos venderlo? También me dedico a eso. ¿Andamos justos de efectivo? ¿Necesitamos un cajero?
-¿También te dedicas a hacer encuestas? –si no lo paro habría seguido borbotando y barbotando sus cuestiones.
-A ésta invita la casa –se abre otra cerveza y tras verterla en una estilizada copa con las morcillas de sus dedos se dedica a acariciar el talle cristalino sin desabrochar su mirada de la mía ni dejar de culebrear la cola de la lengua por la fresa podrida de sus labios.
-Por los amigos, Franz el primero –sobre el borde de su copa en alto se equilibran sus desparramadas pupilas que ahora me recuerdan a las profanadas yemas de sendos huevos fritos. Debe ser la condensación de su deseo, y no la humedad, lo que empaña la copa. La entrechoca con la mía con tal ímpetu que se me resbala y sobre la baldosa de cerámica se graniza en añicos. De la trastienda Salus acarrea útiles de limpieza. De través observa la entrada de un quinceañero moreno y espigado que refunfuña un saludo y con pasos incómodos y ademán rudo se dirige al puesto más lejano. Me recuerda a alguien cercano y a la vez alejado. Salus parece turbado por la estela de hormonas que ha dejado la sudadera negra.
-Se dedica a navegar por las páginas porno… Y eso que está pasando por un sarampión literario, encima de guapo el Pitu se pone pedante, es un creído y no se le puede invitar a nada –Salus rezonga, rozagante. Me acaricia el empeine del zapato con el pelo verde del cepillo y me identifico con el adolescente, no solo por su desdén a Salus-. En este pueblo de reprimidos es el único que se atreve a hacerlo. Con esa esperanza abrí el negocio, pero nada. El plan era que se calentaran con el porno y luego le tiraran los tejos a la cajera. Este poblado no es lugar para emprendedores.
-La cibernética está sustituyendo a todas las funciones humanas, la memoria, la imaginación, la fantasía…
-Aquí no hay problema, esto es un agujero. ¿Y nosotros qué haremos? ¿Qué plan tenemos? ¿Seguiremos por estos pagos?
-Pues sí, esto es justo lo que buscaba. Hasta he dejado el secadero y me he instalado en el pueblo. He alquilado una casa cerca de la antigua vaquería.
-Ah, entonces tenemos dinerito. Creía que éramos un escritor maldito.
-Pintor.                          
-¿Qué más da? Te habré confundido con él –observa al adolescente con ojos golosos mientras frota con las manos el enhiesto palo del cepillo.
-Pues sí, tengo mis ahorrillos –le refiero. Conviene ocultar los puntos flacos.
-Entonces tendremos algún arma. Lo digo porque en el pueblo no hay cajeros y en estas soledades… El barrio gitano es el más vivo del pueblo. No soy racista, todo lo contrario, entre los jóvenes hay cada pieza –intensifica el ritmo sobre el palo-. Si quieres te puedo pasar una pipa, del calibre que quieras.
-Gracias, pero no me gustan.
-Pues a mí me encantan. Las colecciono. Uno las mira después de engrasarlas, bellas y relucientes, casi goteando aceite, dormidas como fieras, y se queda embelesado pensando en la de disparos y explosiones que una cosita como ellas puede desencadenar.
Sigue frotando el palo como si quisiera prender fuego en plan primitivo. Precisamente iba a preguntarle por el incendio de las inmediaciones del pueblo del que Candy me ha informado esta mañana, pero algo me impide hablar con él del tema, como si fuera un tabú o temiera que invocarlo sirviera de combustible al fuego.
-Soy más de pinceles que de pistolas –de un silletazo el tal Pitu cambia de puesto y Salus sale de su ensimismamiento para recoger los añicos. Respecto a Pitu me intrigan lo familiares que me resultan los trasquilones en el pelo, la tensión de la mandíbula, los pómulos protuberantes, el aire de intransigente inocencia y pureza que desprende incluso en sus devaneos con la pornografía.
-Este pueblucho nunca ha tenido pintores, escritores sí, esos surgen como setas en los lugares más sombríos. Como las serpientes o los escorpiones, le pegas una patada a una piedra y asoma uno de ellos. El último de por aquí parece que no tiene mucho éxito, es el nieto del Pupas, una familia que vivía cerca de la vaquería. Se fue hace veinte años y no ha vuelto por aquí, lo último que se decía era que se había casado con una actriz famosa.
Me ha traído otra cerveza y sin chocarla con la mía repite el brindis elevando la copa:
-Por los amigos. Aquí tienes uno, para lo que necesites puedes contar conmigo… ¿Hemos hecho muchos en el pueblo? ¿Los has llevado a casa? ¿Te han prometido ayuda?


                        

lunes, 18 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Segundo mail a Kafka.


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De: Felipe Leal.
A: Franz Kafka.
Asunto: Un extraño amor.

Estimado Franz: voy a darte celos. Estos días estoy volviendo a intimar con el verdadero amor de tu vida, aquel que no te ha correspondido tanto como hubieras querido, aunque tu sed de ella es insaciable, la soledad. El primer amor pero también el último, el de los adolescentes y los moribundos, sobre todo el amor de los escritores. El amor por todos y por nadie. Ella es la madre de la imaginación y de la memoria, sus hijas más bellas, y hermana de la vida más intensa, la ficticia.
La descubrí aquí, muy cerca de donde te escribo, hace muchos años. A mis quince, en un momento dado el verano dejó de ser eterno, lejos del colegio y en el centro del desierto de julio, las horas dejaron de arrastrarse como lagartos por la arena para un niño que no tenía compañeros de juego. El abuelo era taciturno, leía –prensa- y paseaba solo por el campo o se refugiaba en la taberna, y hasta septiembre mamá trabajaba y solo venía de la ciudad los fines de semana. El tiempo dejó de ser un pellejo huero y hueco, un cántaro horadado, para cristalizar en una preciosa vasija veneciana donde ahora se destilaba la quintaesencia de los sueños.
La soledad se hinchió de fantasías eróticas y románticas, de las primeras lecturas –Poe, Hugo, Defoe-, y de la escritura rudimentaria de inaugurales poemas, otra versión de los primeros placeres solitarios. La nueva armadura ósea de mi cuerpo, ante la que me ensimismaba en el espejo, parecía la estructura de inéditas construcciones mentales. Empecé a afanarme en ellas con la misma concentración e intensidad que ahora estas páginas. Si me autorizas, incluiré estos mails en el texto. Con tus respuestas seré más discreto; hoy día tu pluma se cotiza muy alto.
De no haber vuelto al pueblo, en mi estado frenético difícilmente la escritura me habría sido posible. De algún modo en la casa el abuelo vuelve a estar presente –nunca se ha ausentado-, en el porche puedo escuchar los chasquidos de la mecedora o los crujidos del periódico, su sombra sin cuerpo crece cada día, y a veces mis visiones me infunden la ilusión de su imagen, incluso algunas tardes he sentido el frescor de otra sombra, la abuela; sombras proyectadas por el ciruelo y la higuera, que los representan a ambos. Y el perro de ahora se funde con el de entonces, con su discreta presencia intensificando más que atenuando la soledad benéfica. Tú nunca habrías tenido un perro. Debido a tu afición a empequeñecerte te imagino acompañado de mascotas diminutas, una ardilla, un hámster, algún roedor. ¿Quizá una rata como Josefina? Os entenderíais bien: habláis en el mismo idioma, un idioma que nadie más conoce.
Como te digo, he retomado mi relación con la soledad. Es como si a mis cuarenta volviera a acostarme con mi primera mujer. Después de la timidez inicial ya nos tratamos con la confianza y el conocimiento mutuo de amantes cómplices. Y al cabo de tantos ataques y persecuciones me he entregado a sus lánguidos brazos, a su regazo, con absoluto abandono.
Soy consciente de que debía cambiar de táctica, elaborar un plan, irme de aquí porque pronto se me acabará el dinero. En el pueblo solo hay presente y pasado, ni siquiera Salus (su oronda sombra discurre por la pantalla), que tiene tantas ganas de conocerte, tiene futuro. Pero me pasa como a ti, no me decido por nada, solo puedo bajar la cabeza y seguir escribiendo, me siento abocado a la inmovilidad. La acción, con sus infinitas posibilidades, me provoca incertidumbre, indecisión, parálisis. También yo odio hacer planes, no tengo perspectivas y solo avanzo en este escrito.
Escribiendo por las mañanas, leyendo por las tardes, recordando por las noches, el tiempo se me ha vuelto ancho y profundo, cristalino y puro, caudaloso, irisado de reflejos –recuerdos- como el incontaminado río de una selva secreta. Con Ángela solo exprimía ratos perdidos, tiempos muertos, para la escritura. Me copaban las obligaciones de la redacción, las responsabilidades y los compromisos sociales. Tampoco tú querías ver a nadie, cómo te comprendo ahora, Franz. Las visitas te eran insufribles. Por suerte aquí son impensables. Me visitarán una sola vez, la última, cuando alguno de los agentes de Ángela o de la policía me encuentren aquí.
Como si fuera un omnipresente sirviente, el genio de la lámpara maravillosa, ahora dispongo de todo el tiempo a mi disposición: envídiame. Por mucho que tendieras a ella, en el fondo sabías que la vida en pareja te era inviable. El matrimonio (y el consumo de carne) te parecía propio de los vitalistas. Igual que la flecha que en el sofisma nunca alcanza la diana o tus propios personajes, que por más que ansíen arribar al Castillo a la vista nunca alcanzan su destino, aunque ya se hubiera celebrado el compromiso, nunca llegabas al tálamo. Una actitud tan incomprensible como para los míos mi ruptura con una mujer que me brindaba todas las ventajas y oportunidades. En la comunidad judía incluso se entabló contra ti un proceso por haber faltado a tu palabra a Felice; sin duda que mis problemas con Ángela también se ventilarán en un tribunal.
Lo cierto es que te parecía imposible escribir con nadie delante. No te podrías concentrar con una mujer presente. Una vez que te habías liberado de la férula de tu padre y por unas horas evitado el control de tu jefe en el trabajo, ¿ibas a compartir con nadie el último reducto de tu libertad? Sin duda te espantaba la idea de que cuando al fin, después de otra tediosa jornada en la oficina, te sentaras en el escritorio, una extraña te reclamara desde la cama. Ya ni en tu propia casa a medianoche disfrutarías del silencio, ese silencio que nunca era lo bastante mudo, del que nunca tenías suficiente. También yo he empezado a apreciarlo.
Ojalá hubiera seguido tu ejemplo y renunciado a intentar la convivencia con ninguna mujer. Me habría ahorrado muchos desengaños. Pero también me hubiera perdido la revelación de este descubrimiento. No me hubiera comunicado contigo. No hubiera escrito esta novela; ¿cabe una desgracia mayor? Tenías razón, no se puede compartir con nadie la atención,  la soledad concentra y la compañía descentra, dispersa. Solo es admisible para mostrar por contraste la riqueza y hondura de la inagotable veta de la soledad.
Así me sucedió, aparte de ahora, en mi última estancia aquí. En la primera quincena de septiembre, cuando los lunes el abuelo acompañaba a mamá a la ciudad para someterse a rehabilitación de lo que parecía tendinitis o artritis, y hasta el viernes me quedaba aquí solo, se sucedieron días plenos, preñados de hallazgos, y no fue el menor de ellos, a su regreso, el placer de quedarme los viernes por la noche leyendo en el porche mientras después de la cena ellos dos comentaban los sucesos de la semana delante de la televisión. Lucy, la perra, abandonaba su lugar a mi lado para rondarlos, encantada de reencontrarse con su amo y de festejar a mi madre. Prolongar la soledad de la semana en aquella especie de epílogo significaba que a solas me había encontrado a mí mismo y que la soledad era elegida, voluntaria, no una obligación o circunstancia, sino un destino y una necesidad. Y me encantaba pasar la velada arrellanado en la silla, con la piel de gallina por el frescor, heraldo del otoño, concentrado en la lectura pero sin dejar de percibir el resplandor naranja cálido de la ventana en el porche y el rumor filtrado de los aplausos de algún concurso y de las conversaciones de ellos, junto con la ausencia de Lucy, novedades respecto a los días  previos.
En tales casos me acariciaba el esternón la misma enfermiza voluptuosidad que debió sentir Wakefield, el personaje de Hawthorne –junto con el Bartleby de Melville, uno de tus precursores, Franz-, cuando se asomó a la puerta de su hogar, abandonado por él tantos años antes para mudarse a la calle de al lado. Me parecía asistir de incógnito o espiar la cotidiana escena de una familia de la que yo ya no formaba parte, no cabía que entrara a participar porque estaba excluido, era como si ya no existiera, igual que si hubiera desaparecido hacía mucho tiempo y los míos se hubieran habituado a no contar conmigo, a recordar cada vez con menos frecuencia mi atenuada figura, sí, ya había muerto y paulatinamente como un espectro me desmaterializaba en su recuerdo y los silencios provocados por mi evocación eran cada vez más cortos, y del mismo modo que ahora el abuelo levemente se deja notar en el porche, también mi espíritu volvía allí a hacer lo que más le gustaba, y pronto Lucy se pondría a aullar detectando una presencia extraña, pero si yo había vuelto a aquel futuro del que no participaba no era a espiar a los míos sino a protegerlos, a guardarlos de algún visitante malintencionado o a inspirarles alguna benéfica idea. En definitiva, Franz, igual que entre los tuyos, y especialmente ante tu padre, tú tendías a empequeñecerte y amilanarte, sin dejar de amarlos, yo me hacía la ilusión de desaparecer. Para mí la soledad era desaparición. Aspiraba a desvanecerme, esfumarme. Nadie podría entenderme mejor que tú. Porque aunque te tenga por un joven responsable, apenas has salido de Praga y, sobre todo, estás lejos de fumar, puedo imaginarte, en un momento de desesperación, diciéndole a Felice que te vas a por tabaco.
Lo que ya es inimaginable es que lo hicieras para irte con otra.


                      

sábado, 16 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Borrachera.


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-Es un ju-juego que nos traemos ella y yo.
-Pues menuda broma robarte la novela y dejarte sin Internet y sin ordenador, si de veras te dedicas a escribir.
-Son mo-molestias que se toma por mí. Pronto vol-volveremos a estar juntos. Nunca encontraría a na-nadie como ella. Es el a-amor de mi vida.
Mis recuerdos del resto de la noche se confunden con un sueño. No sé qué ocurrió y qué dejó de ocurrir, por qué empezó y cuándo terminó todo, cómo se encadenaron y desencadenaron los hechos. A una luz macilenta y mareante, brumosa y por momentos relampagueante, varias escenas se funden unas con otras como editadas por un montador vanguardista o ebrio. Aunque me temo que allí el único borracho era yo. Me veo huyendo a la carrera del portal y dejando atrás a mi perseguidor, seguramente informado por Ángela de mi llegada a la calle del Gato, y sin solución de continuidad junto a una japonesa convulsionándome en una discoteca entre los relampagueos de un láser, por momentos me creía un evadido enfocado por los reflectores de mis carceleros, e ignoro si antes o después tambaleándome a través de las ruinas de la noche, en una calle traspasada por un silencio portentoso, antes de entrar o a la salida de una taberna típica, turística de puro vieja, con tablado y serrín al pie de la barra de zinc, con la particularidad de que las paredes de cal ya se estrechaban con amenaza de compresión de los presentes, ya se expandían hasta adoptar la amplitud de una corrala, donde a horcajadas en una silla de anea, como un quejumbroso cantaor de cante jondo, me dediqué a propalar mi caso.
-¿Habéis oído lo que dice? El menda dice que ha estado liado con una famosa.
-¡Menos lobos!
-¡Que diga quién y que invite a una ronda para brindar por ella!
-Con otra copa dirá que es Cleopatra.
-¡Cómo están las cabezas!
Mi auditorio se caracterizaba por transferirse unos a otros, como si fueran postizos, sus rasgos más distintivos. Los ojos de lechuza de uno se inscribieron en la cara del tipo de la verruga en la punta de la nariz, la cual pasó al de la boca mellada, y así sucesivamente hasta que tras una vuelta se reubicaban en su dueño primitivo y la ronda se iniciaba de nuevo. Interiormente me burlaba de ellos: todos estaban borrachos menos yo. A veces andaban a gatas o las mesas libres con las sillas invertidas echaban a volar obra de una telequinesia eficaz. El local oscilaba en una ardiente niebla. Los muebles parecían tener fiebre. Delirantes botellas danzaban en la barra, un espejo reflejaba escenas del pasado, patilludos bandoleros y migueletes de mostachos retorcidos. Una y otra vez intentaba desprenderme de unas gafas de tres dimensiones con un caleidoscopio incorporado. Mis fugaces visiones de vigilia devenían oníricas y duraderas, mi lucidez estaba alucinada.
-La nuestra es una relación amor-odio, co-como los grandes amores de la historia.
-Claro, y ahora estáis en la fase del odio.
-Si siempre empinas el codo así, no me extraña que te haya dejado.
-Siéntate, colega, o te romperás la crisma. No te tienes en pie.
-Lo de que es escritor debe ser verdad, según la manera en que priva.
En un momento la estancia se desequilibró y empezó a descender como la cubierta de un barco que se hundiera. Todo el mundo menos yo se puso a hacer el pino. Sumergido en el agua el figón se fundió en la oscuridad. Tuve conciencia de estar tumbado. Primero en una tumba, entre sábanas de mármol. Luego en el camastro de mi palomar. Y vi a alguien que era y no era yo, pero más bien sí era, dando tumbos hasta acceder a la taberna. Estaba soñando. No sé si un sueño dentro de otro o si había soñado que despertaba o si quien soñaba era otro que no era yo. Recuerdo que recién entrado tuve la sensación de que mis bandazos regulaban el ritmo de todo cuanto me rodeaba, la cadencia de las seguidillas, el paso del camarero, los ademanes de los bebedores. En mi recuerdo de aquella noche la irrealidad acontece lógicamente, como en los relatos de Kafka los absurdos suceden razonablemente.