lunes, 30 de abril de 2012

SOBRE “EL GATOPARDO" DE LAMPEDUSA Y VISCONTI (IV)


Hoy está cayendo la de París en “Casablanca”, el maldito día en que Elsa no llegaba a la estación y había que subir al tren de la tristeza y la desesperación, y ojalá las lágrimas de la lluvia hubieran disuelto, con las de la carta de ella, las letras de mi Seat Córdoba y de las únicas escrituras que como apoderado del banco he firmado esta semana, cierta vivienda expoliada a una familia, que desde esta mañana integra el botín de uno de esos piratas que por todos los océanos han repartido el pánico de esta recesión sin fondo –ni fondos– . Me consta que este bucanero ha enterrado su tesoro en el paraíso fiscal en alguna isla de la Tortuga, y como también es cliente preferente nuestro, se ha hecho con el piso por cuatro doblones que no tardará en doblar.

En definitiva, otro Caloggero Sedara gatopardino, cuya sórdida vulgaridad cabalga sobre la tempestad de una crisis que, como a un surfista genial, acaba por exaltarlo al poder deslizándolo por la cresta de la ola de la política.




De modo que hago por redimirme de mi relación con el anfibiano especulador pensando en su sosias Don Caloggero (el padre de Angelica –rosa nacida del estiércol, belleza que surge de la corrupción–), cuya desgarbada figura, –la pajarita torcida, el frac de gaviota paticoja–, ya debería haber aparecido en el primer párrafo de este blog, como irrumpe en el Palacio de Donnafugata dejando una estela de irrisión, sin dar cabida a ninguna reseña sobre unas vicisitudes privadas que precisamente intento olvidar escribiéndoos: al menos no he perdido el gusto de zaherirme. Me gustaría ejecutar mi trabajo con la indiferente pulcritud, la técnica exacta de Pepe Isbert en “El Verdugo”.



Lo cierto es que el astuto Don Caloggero, alcalde de Donnafugata, representa el lado material del espíritu de los nuevos tiempos. Gracias a la revolución acopia una fortuna que redondea expropiando a diestro y siniestro en nombre del ideario garibaldino y desamortizando bienes eclesiales –su igual en mezquindad, el Padre Pirrone, lo odia como a un doble–, que él mismo compra mediante testaferros. En definitiva, un rapaz descendiente de fenicios que sube con la espuma de la marea del oportunismo.




No es raro que ante semejante personaje, sólo un poco más acaudalado que zafio, tanto Lampedusa como Don Frabizio desconfiaran de la pureza de una Reunificación proclamada sin ningún voto en contra por mor de unas elecciones innecesaria pero significativamente trucadas por Don Caloggero, en un pueblo donde quedaba gente que mucho creía deberle al pasado. Estratégico, el Príncipe sacrifica una torre con tal de conservar la corona, y se traga el sapo de recomendar –con la hipocresía episcopal con que los Padres predican en pro del P.P. (con tantas “pes” iniciales, apenas me contengo de emplear otra)– un voto que, contrario en apariencia a su estirpe, contribuirá a adaptarla al nuevo medio y la hará perdurar varias generaciones más. Como no quiero repetir la famosa frasecita de “cambiarlo todo…”, diré que podando su árbol genealógico evitará que lo talen.

Y es por eso que para mimetizarse en la Historia, ahora lo que tendrá que metabolizar el Príncipe, como el camaleón en que se ha convertido, será al insecto de Don Caloggero, es decir, habrá de permitir que alguien tan chabacano entronque con la familia. Porque gracias a la boda con la hija del ruin, Tancredi sale de la ruina: el dinero no huele, y Angelica pulirá el deslumbrante diamante de su belleza –como Audrey Hepburn en “My Fair Lady”– para triunfar en sociedad.

En cualquier caso, y pese a lo mucho que intenta convencerse de lo contrario, el regusto que a Don Fabrizio le deja el bocado es tan aborrecible que a veces parece que será él, en lugar de Tancredi con Angelica, quien tenga que acostarse con Don Caloggero en el tálamo nupcial. Por otra parte, es lógico que muchos se indignaran de que Lampedusa personificara tiempos tan heroicos en la figura de Sedara.

Y me doy cuenta de que todo el tiempo he estado hablando de la novela mientras la pensaba con las imágenes de Visconti, incorporando con sus probables imágenes lo poco que eludió de la novela, lo cual se debe, además de que Visconti es grande –y fiel, a Lampedusa, al PCI) y yo pequeño –e infiel, si pudiera–, a la equivalencia de ambas.

Nuevo ejemplo de esto es la secuencia que os comentaré en la próxima entrega, en la que se se nos muestra la desaparición del Príncipe por el foro –más bien su huida del foro político–, su pública retirada de todo lo que no fueran sus actividades de astrónomo –como si en las lejanas estrellas contemplara el olvido de su nombre, el frío ineluctable de su destino–, una vez arreglado el matrimonio aun a costa de su hija Concetta, perenne enamorada de un Tancredi más sucesor del Príncipe que su gris hijo Francesco Paolo.

Y llegados a este punto me pregunto cómo librarnos de los Don Caloggeros actuales, acaso más elegantes y distinguidos, y de mejor –peor– familia; y de vuelta a casa, ya que en la notaría no he mostrado el renovado valor de mi hermana al programar a Victor Young y he estampado mi nombre junto al del miserable, lo único que se me ha ocurrido para purificarme del contacto reptilíneo de su mano ha sido emparedarme media hora en el cubículo de la ducha, pero un cinéfilo no puede hacerlo sin temer que en cualquier momento sombree la mampara la silueta feroz de una anciana que blande un puñal tan afilado como los violines de Bernard Herrmann.   


domingo, 29 de abril de 2012

SOBRE “EL GATOPARDO” DE LAMPEDUSA Y EL DE VISCONTI (III)


Hoy he consumado la hazaña de entrar de contrabando en casa “Dublineses”, pendiente que pesa sobre mí la injusta –liberadora– amenaza de destierro si vuelvo a traer otro libro a nuestro escueto hogar, aunque se trate de volumen tan conciso como el de Joyce (versionado por Cabrera Infante, otro enfermo de cine: mi inglés no es menos conciso), oculto que lo traía en el bolsillo trasero de los vaqueros, un territorio ya no transitado por la consorte, que para colmo ha vuelto de sus ocho horas en pie con las piernas hinchadas de enfurruñamiento, casi de ira, y no ha querido ni oír mi ofrecimiento de recoger a Alma de casa de mi madre.

Mientras vuelven, para congraciarme –justificar mi mera presencia–, aderezo con arte rossiniano unos canelones y dispongo unas espinacas stendhalianas (mi entrañable Beyle idolatraba a Shakespeare, Cimarrosa y las espinacas cuando –antes de Popeye– aún no eran tan conocidos, y sólo erró con el músico, apenas inmortal hasta que murió), y en la radio mi telepática hermana vuelve a jugarse el micrófono pinchando a Alex North en “Un Tranvía llamado Deseo” (el primer flirteo del jazz con la música de cine), también autor de la banda sonora de “Dublineses”, la obra maestra casi póstuma –como “El Gatopardo” lo fue de Lampedusa– de John Huston, lograda tras varias fallidas, caballo de batalla éste de la traducción al cine de “Los Muertos”, el relato de más aliento de la colección de Joyce, por el que apostaré después de “El Gatopardo”, si es que éste llega alguna vez a la meta.



Y recuerdo que tanto el genial irlandés anti irlandés (igual que el genial austríaco Bernhard fue anti austríaco; ¿por qué me gustarán tanto los apátridas?), como Lampedusa fueron acusados de secarse de espaldas a la hoguera donde se cocían las cuestiones candentes, de no mirar a la ventana en la que se ventilaba la problemática de su tiempo. El primero, por los nacionalistas irlandeses, y el segundo por los neorrealistas –no los cineastas, sino los literatos–, que desconfiaban del noble que era Giuseppe Tomasi di Lampedusa (como Visconti) y de su novela basada en la vida de uno de sus ilustres antecesores.

Los doctrinarios de panfleto, reglas y cartabón se quejaban de que el desmitificador Lampedusa había diseccionado el heroico período de Risorgimento con el bisturí de la ironía (traduzco: sabiduría) y desde el gélido alejamiento de la reflexión, y que su apartamiento de la realidad histórica repetía el del Príncipe de Salina, o más bien viceversa. Y este distanciamiento afecta incluso a sus personajes, con los que es más difícil identificarse que en la película (por mucho que Visconti renegara de la actitud del Príncipe). Me parece que el novelista nos invita a tomar un cóctel con iguales dosis de escepticismo y pesimismo, y unas gotas de ternura.



Y con este fin me parece que se articulan, volviendo al tratamiento temporal, los repetidos saltos al futuro, como vertiginosos travelling de avance, con que Lampedusa, valiéndose de fórmulas como “ellos no sabían lo que les aguardaba…” o “luego resultó que…” nos desvela en anticlímax el átono, aciago o amargo destino que castigará a los personajes muchos años después del final de la novela. Me temo que por motivos comerciales de los que ni siquiera Visconti podía abstraerse, en la película no se alumbra el lado más tenebroso de un Tancredi o una Angelica que más se nos presentan como héroes románticos, mientras que en la novela, más realista, parecen sufrir las consecuencias de unas dobleces, unos pliegues morales que a todos nos corresponden, cierto que mucho después de que acabe la acción y sin que falte la huella de patetismo que deja ver cómo el tiempo frustra todas sus esperanzas. Me pregunto si esas anticipaciones mareantes, si esas huídas instantáneas al futuro, inspiraron a Visconti esa batería de zooms con que en sus últimas películas parece acribillar a sus protagonistas.

Aunque había desertado de la estética neorrealista, Visconti, tan irónico como Lampedusa, a pesar de su complacencia con los personajes más jóvenes, no mereció las acusaciones de falta de compromiso del novelista, y como ejemplo de que su exquisita puesta en escena no adolece de crítica social, os muestro dos fotogramas, que conforman sendos planos significativamente yuxtapuestos, con que arranca la extensa secuencia del baile; la refinada música ya flota sobre los golpes de azada de los jornaleros, contraponiendo con escarnio las diferencias sociales con el mismo desgarramiento que las pocas veces que lo cojo causa mi Seat aparcado tras el Volvo del jefe.


Aquí vemos el fundido de escenas



Pero de lo que no puede censurarse a novelista ni cineasta es de servirse de la Historia como escapismo; ni una obra ni otra inciden en morosas descripciones ni ambientaciones costumbristas del pasado que aspiren a la reproducción superficial de la época. Cómo detesto las desmesuradas novelas históricas –que no sean de Mújica Láinez– y las películas históricas –que no sean “Espartaco”–, cómo las aborrezco, y por ende cuánto éxito tienen.

Demostrativo de lo poco que a Visconti le interesaba ese tipo de fabulación o tópico histórico es ese desastre tan significativo que resultan sus por fortuna escasas escenas bélicas, cuando la toma de Palermo, que quiero imaginar rodadas por algún asistente. En lugar de pretender reconstruir la historia, el arte de Visconti la mejora. Lejos de saturar, en el barroco detallismo de sus escenarios fulgura el significado del tiempo –en la vajilla de las cenas de Villa Salina reluce lo auténtico de las relaciones entre los comensales–; de los atuendos de los personajes, del brillo gastado de la sotana del Padre Pirrone, se denotan su caracteres; del decorado de cada escena se trasluce su verdad latente. Visconti acaricia los detalles como nos cosquillea cualquiera de esas apostillas de Lampedusa tras punto y coma; ambos observan con el ojo lo bastante alejado para ver bien.

Pero lo que ahora sí reconozco saturado y henchido de libros es el dormitorio –afectado por el espíritu crítico de sendos artistas, soy un personaje que evoluciona–. Camuflo “Dublineses” entre los volúmenes que ya desbordan por debajo de la cama y nos sirven de escalinata al lecho. Otros yacen como pedestal de la cuna y los más se erigen en fortalezas y torres que desde mesitas y cómoda tocan el techo, tapian el espejo, atiborran cajones y cualquier día se despeñarán en alud del armario y del cabecero sumiéndonos en la entropía de la cultura; después de todo tendré que resignarme al e–book. Al oír un vagido inconfundible que sube con el ascensor, una cascada de lloros y lamentos inconformistas, tropiezo con “Alma en suplicio (mediocre novela de James Cain, no Caín, esto es, Cabrera Infante) y sigo el rastro a chamusquina de un horno donde se están carbonizando los canelones y quizá el cadáver de mi matrimonio, igual que Joan Crawford se divorcia en “Mildred Pierce”, la portentosa adaptación de Michael Curtiz de “Alma en suplicio”. 


sábado, 28 de abril de 2012

SOBRE LA ENTRONIZACIÓN DEL CINE COMO ARTE TOTAL (II)

Insomne de desesperación, desesperada de insomnio que estaba la consorte, me he traído a Alma al otro hemisferio de nuestros 34 metros cuadrados (24 útiles, segregados del viejo caserón dividido en apartamentos, del que nos ha tocado el velador), para dejarla dormir, pues ha decidido llevarle la contraria también a las estadísticas del paro y mañana empieza a trabajar en el stand de teléfonos portátiles de una gran superficie, eso sí, bajo unas condiciones peores que las de Tom Joad en “Las Uvas de la Ira”.

Sostengo a mi rebelde hija en la sala, con la unción que merece este proyecto de Pasionaria o Rosa Luxemburgo, que no obstante parece transigir con la institución de la familia burguesa, según amortigua sus estrepitosas reivindicaciones cuando la cogemos en brazos.

Son las tres y cinco de la madrugada. Y seis. El terciopelo violeta de la noche tapiza el ventanal. Le susurro a Alma aquellos hipnóticos versos de Wallace Stevens, mi particular auditoría de ovejas (“la noche estaba en calma y el mar en silencio”, ¿o de tanto recrearlos los he alterado?), pero soy yo el que me aletargo. Estornuda la cisterna del vecino. El frigorífico habla en sueños. Siento los párpados de plomo. Los he cerrado. Y no ha sido sino entonces, los ojos como platos y con la inminencia de la escritura en las uñas, cuando he saltado hacia el ordenador, Alma en ristre, para escribir esto a una mano, como si tocara al piano el concierto de Ravel para la mano izquierda, y ella se ha dormido, como temo hagan mis lectores. Así que os propongo la audición del tempo lento del Concierto para piano (no sólo para la mano izquierda) de Ravel.





He de llevar a puerto, como un eficaz práctico conradiano, al socaire de esta brisa que estremece en la vidriera las hojas del plátano, el veleidoso velero de mis argumentaciones que, por el lastre de tantas obligaciones, cerca está de encallar y no deja de virar al cambiante viento de mis humores. Pero la que sigue inconmovible es mi conmovedora convicción de que el cine clásico sustituyó a la ópera como arte total (y a veces totalitario, como en la filmación por Leni Rienfensthal del Congreso nazi de Nüremberg, según me sugiere una amable lectora).

Comparemos, si no, la escenografía cartón piedra, gasa y muselina de cualquier representación, esos decorados de lienzos, fondos pintados de níveas cumbres, perspectivas improbables, escaleras que suben a la nada o divisiones en cubículos temporales que acercan la escena a la Rue del Percebe, 13 (por no hablar de alguna Aida ambientada en la Transición, con los esclavos nubios votando en urnas piramidales a favor del enterramiento de la protagonista), comparemos, insisto, semejante panorama no ya con la Atlanta confederada en llamas o la prolija reconstrucción de la Tebas de Sinuhé, sino con la irreductible magia que trasciende del rodaje en un estudio de serie B sombreado de misterio, o la irrealidad fantasmagórica de la transparencia más chabacana o chapucera (Hitchcock era un especialista en las últimas).

Pasemos a la interpretación de actores y consideremos las evoluciones de morsa amaestrada de la soprano de turno o las muecas y ojos en blanco del tenor-león marino, y apreciemos por contra la versátiles incorporaciones de los secundarios del cine (Walter Brennan, Karl Malden, Donald Crisp). 






He de llevar a puerto, como un eficaz práctico conradiano, al socaire de esta brisa que estremece en la vidriera las hojas del plátano, el veleidoso velero de mis argumentaciones que, por el lastre de tantas obligaciones, cerca está de encallar y no deja de virar al cambiante viento de mis humores. Pero la que sigue inconmovible es mi conmovedora convicción de que el cine clásico sustituyó a la ópera como arte total (y a veces totalitario, como en la filmación por Leni Rienfensthal del Congreso nazi de Nüremberg, según me sugiere una amable lectora).

Comparemos, si no, la escenografía cartón piedra, gasa y muselina de cualquier representación, esos decorados de lienzos, fondos pintados de níveas cumbres, perspectivas improbables, escaleras que suben a la nada o divisiones en cubículos temporales que acercan la escena a la Rue del Percebe, 13 (por no hablar de alguna Aida ambientada en la Transición, con los esclavos nubios votando en urnas piramidales a favor del enterramiento de la protagonista), comparemos, insisto, semejante panorama no ya con la Atlanta confederada en llamas o la prolija reconstrucción de la Tebas de Sinuhé, sino con la irreductible magia que trasciende del rodaje en un estudio de serie B sombreado de misterio, o la irrealidad fantasmagórica de la transparencia más chabacana o chapucera (Hitchcock era un especialista en las últimas).

Pasemos a la interpretación de actores y consideremos las evoluciones de morsa amaestrada de la soprano de turno o las muecas y ojos en blanco del tenor-león marino, y apreciemos por contra la versátiles incorporaciones de los secundarios del cine (Walter Brennan, Karl Malden, Donald Crisp). 


viernes, 27 de abril de 2012

SOBRE LA ENTRONIZACIÓN DEL CINE COMO “ARTE TOTAL”

y del ulterior derrocamiento de su vieja corona, centelleante de los grises y los tecnicolores del recuerdo (I)


Todavía no me explico cómo me olvidé ayer de abundar en la congelación y el retraso del tempo de Visconti al incluir algún flashback tan superfluo como aquél en que, con tono de comedia, dos correligionarios de Tancredi visitan Villa Salina; ni por qué, más allá de mi insomne ajetreo, publico los blogs con uno o dos días de retraso, ni me he molestado en eliminar los datos desfasados por los cien metros lisos –jamaicanos– del tiempo. Acaso me hago la ilusión de que así gano a vuestros ojos en naturalidad: hoy estoy optimista y al levantarme a punto he estado de saltar en el colchón de la felicidad.

En efecto, What / It’s a wonderful life! ¡Qué bello es vivir! Ha madrugado un radiante sol naranja –calabaza– mostaza con una gota de kétchup tipo alba en “Muerte en Venecia” (a cuántos amaneceres hubo de asistir la troupe hasta que a Luchino le convenció uno), o mejor, estilo “Lawrence de Arabia”, puesto que prendí una cerilla para fumar a hurtadillas en el velador, la soplé y en fundido encadenado, después del humo, una luz fuliginosa exaltó la vidriera.

¿A qué se deberá, pues, este rapto de agónica euforia digno de un maníaco depresivo, de Hölderlin antes de tirarse al río, de Schumann antes de imitarlo en el Rhin, el Robert del primer movimiento de la Renana o el último de la Primavera –me niego a buscar en internet el número de opus–? ¿Será por lo mismo que, después de cierto encuentro deportivo, me hace admirar a Wagner, Goethe, Nietzsche, Mann, Michael Schumacher y, excepto a Merkel, a todo lo que suene a voluntad de poder de lo germánico teutón? ¿Provendrá mi alegría de que por fin Alma (mi hija: se empeñó mi malheriano tardío suegro; yo hubiera preferido Ada o Vera –no Lolita, por Nabokov) nos haya dejado dormir tres horas enteras?

Concluyo que le debo el regocijo a mi madre, que esta noche va a intentar que Alma evolucione de su nihilismo de raíz heideggeriana a posturas más camusianas, lo que nos valdrá a la consorte y a mí algo que ella lleva tiempo solicitándome: una cena romántica al titilar de las velas. Así que le voy a tomar la palabra y, hamburguesa al vuelo, la arrastraré a una pequeña sala que esta noche proyecta en su titilante pantalla la romántica “Jenny” (me valdría cualquier película anterior a 1959, año de defunción del cine –me habéis cazado: “El Gatopardo” es posterior–) con la seguridad de que esta vez no se volverá enfurruñada al confundirla, por la catadura del local y de los furtivos espectadores, con un cine X.




Parecerá arbitraria la alusión al año 59, en cuya cosecha, por ejemplo, “Sed de mal” sella para siempre el género negro con el lacre en filigrana de su plano secuencia inicial. Curioso, muy curioso que el arte más joven haya sido el más rápido en crecer –entre los balbuceos del cine mudo–, y madurar como un adolescente prodigioso, para después de una apoteósica y fuliginosa carrera de cometa a través de su cielo superpoblado de estrellas –en una trayectoria idéntica a la de Rimbaud–, caer y decaer en un anquilosamiento prematuro de viejo avaro, y morir chocheando, como el expoeta que visitó el Infierno, víctima de la negra gangrena de la codicia, en la presente industria de chalanería, en el trillado tráfico de banalidades y lugares comunes, en la actual reivindicación de toda zafiedad y aburrimiento.




Que en los preciosos veinticinco años que corrieron fulgurantes entre 1934 –una vez que Hollywood aprendió a hablar de verdad– a 1959 coincidieran en California semejante concurso de talentos capaces de crear cientos de obras maestras por año, debemos agradecérselo a Hitler, gracias a cuyo escalpelo se produjo un trasplante sin precedentes de genios provenientes de Viena o Berlín, que hizo de Los Ángeles la siguiente capital del Imperio Austrohúngaro (de ahí la obsesión de Berlanga por Kakania), al estilo del típico castillo escocés llevado piedra a piedra a la cima de una colina del Medio Oeste. Y antes de seguir recapacito en que con la contundencia de mis asertos compenso las frustraciones de mi condición de ínfimo empleado de banca tiranizado por su esposa e hija, contrito socialdemócrata heterosexual, y amilanado culé de raza bronceada deshidratada por mor de mis fumatas y caminatas.

Así que nos encontramos, además de un póker de magnates (es decir, analfabetos) judíos dispuestos a invertir en el cine, con toda una invencible Armada del espíritu –la mayoría judíos–, un Parnaso portátil, que, provenientes de todos los campos artísticos imaginables, dignificaron, como hace mi madre con las cacerolas, los múltiples oficios necesarios para la elaboración de una película. Y justo cuando después de un sinuoso camino llego a la encrucijada de mi tesis, demostrar que el cine ha suplantado a la ópera como arte total, compendio de todos los demás, antes siquiera de haber empezado a demostrarla, tengo que sentarme sobre la hierba a recobrar el aliento. Pero no tomaré aún la bifurcación que me lleve de vuelta al Gatopardo, ni me desviaré por ninguno de esos atajos que tanto me atraen porque a ninguna parte llevan, sino que en la próxima entrega prometo llegar a mi destino.

De momento me conformo con dejaros un ejemplo de la clase de “Dream Team” del arte que precisa cualquier película genial, los títulos de crédito de “Ciudadano Kane” (cada uno de sus partícipes llegó a ser único en su arte; incluso el montador, Robert Wise, un director imprescindible), porque de los sollozos de la cajera y los exabruptos del jefe deduzco que hoy tenemos un descuadre en las cuentas acaso de más de trescientos euros, y de todos modos mi hermano, incrédulo con razón del número de visitas que le digo estoy obteniendo, me escribe que acorte la extensión de los blogs. Internet es más instantáneo que el Nescafé, me repite siempre dándome a entender que ando desfasado. Y lleva razón, pienso, recordando que ya no podré cumplir aquello de vivir deprisa, morir joven y tener un bonito cadáver.

Título: Ciudadano Kane
Título original: Citizen Kane
Dirección: Orson Welles
Año: 1941
Género: Drama, Intriga
Reparto: Joseph Cotten, Dorothy Comingore, Agnes Moorehead, Ruth Warrick, Ray Collins, Erskine Sanford, Everett Sloane, William Alland, Paul Stewart, George Coulouris, Fortunio Bonanova, Gus Schilling, Philip Van Zandt, Georgia Backus, Harry Shannon, Sonny Bupp, Buddy Swan, Orson Welles
Guión: Herman J. Mankiewicz
Productora: RKO Radio Pictures, Mercury Productions
Casting: Robert Palmer, Rufus Le Maire
Departamento artístico: Perry Ferguson
Departamento musical: Bernard Herrmann
Dirección: Orson Welles
Dirección artística: Van Nest Polglase
Efectos especiales: Vernon L. Walker
Fotografía: Gregg Toland
Guión: Herman J. Mankiewicz
Montaje: Robert Wise
Música: Bernard Herrmann
Sonido: Bailey Fesler, James G. Stewart
Vestuario: Edward Stevenson


                   

SOBRE “EL GATOPARDO" DE LAMPEDUSA Y VISCONTI (II)

El respingo que el portazo del jefe me ha promovido, mientras seleccionaba de una galería de fotos del Gatopardo algunas que os deleitaran, ha imantado la atención de las agujas de sus ojos sobre mí, y como me he ruborizado y hundido en la butaca, de dos zancadas se me ha puesto al lado y apenas me ha dado tiempo de teclear de vuelta a la tramitación de los desahucios de la semana. Conocedor de mis evasiones culturales, lo ha tranquilizado mi confesión de que sólo estaba visitando una página porno, y de vuelta a su despacho, ha acabado por ponerse la sonrisa de satisfacción después de verme cobrar a un par de clientes sendos euros a cambio de tramitarles la ardua repesca del extracto de un recibo.

Así se consume mi tiempo, triste (el tiempo) como Rajoy, lento como Rajoy, grisceniza color barba de Rajoy (ojalá se limitara a recortársela), vacuo –como Rajoy, estúpido , insípido como los siete cigarrillos que sólo puedo fumetear del trabajo a casa y viceversa, en cuarenta y un minutos de caminata, pues por razones obvias no puedo valerme del bus ni de taxi que valga, y la consorte prácticamente me obligó a apagar el cigarrillo poscoital que siguió a la concepción de nuestra despótica y lamentadora hija más lo parece de Job o Jeremías; pero he aquí que gracias a todo esto logro escribir que el tiempo, como en la música, es el auténtico protagonista de los dos Gatopardos.

Y eso que mi cuñado –el marido de la periodista, también del gremio y contagiado de nuestro mismo mal– insiste, en parte con razón, en que cada fotograma de Visconti parece un cuadro, lo que apuntaría al espacio, y no al tiempo, como lo esencial de la película. De modo que, para no incidir en paradojas borgianas y, sobre todo, llevarle la contraria –uno de los pocos placeres que me quedan-, me dispongo a esgrimir mi tesis como una escalera de color, si es que no me interrumpe algún autónomo ingenuo que haya visto algún anuncio del ICO ofreciendo préstamos de cienciaficción.

Cuanto acontece en las primeras escenas de la novela se nos presenta concluido, nada parece suceder en el presente que no sean recuerdos, elucubraciones o ensoñaciones del personaje, y para la misma caracterización del Príncipe de Salina se nos remite bien al pasado más o menos reciente, bien a esa suerte de pretérito tan propio de Proust cuando nos cuenta a qué se dedicaba Marcel en una determinada época, o de ciertos montajes-secuencia del cine que aspiran a la eternidad. Sospecho que a ese nulo –y voluntario– avance de la acción se debe que muchos editores inteligentes no pasaran de la lectura del primer cuarto del manuscrito, de modo que Lampedusa sólo vio publicada su obra desde la bruma de ultratumba.

De ese encantamiento y estancamiento del tiempo circular que se muerde la cola y parece tan disecado como acabará el perro del Príncipe, del círculo vicioso de las advocaciones del rosario, de los ritos de las comidas en familia, se denotan el inmovilismo estatuario y la monolítica arrogancia de una nobleza que teme caer de un pedestal agitado por Garibaldi.

Así como la irrupción de los nuevos tiempos en la villa principesca apenas es representada por el hallazgo en el jardín –un mes antes– del cadáver de un revolucionario, en la película las novedades empiezan siendo igual de intrascendentes para Don Fabrizio, insinuadas por una brisa que abanica los visillos translúcidos de la sala donde el paterfamilias no permite que  interrumpan el rosario. Será su sobrino Tancredi quien lo saque del círculo de su hechizo. A estas alturas puedo oír cómo mi cuñado rechina los dientes.

Una vez arreglado el matrimonio de su sobrino con Angelica, hija del nuevo rico Sedara, y asegurada la continuidad de su estirpe más espiritual que carnal –en vez de su opaco hijo, el genuino sucesor en quien de veras reconoce la apostura y la vitalidad de su juventud es Tancredi, como Visconti nos muestra en un plano en el que, afeitándose, Don Fabrizio se mira en el espejo del pasado-, el Príncipe afronta la disolución propia.



En efecto, ya siente la hemorragia lenta de un tiempo que se le escurre sin remedio, y que Lampedusa compara a la imperceptible caída de los granos por el cuello de un reloj de arena. Antes del baile final, Visconti lo sorprende de nuevo mirándose al espejo, ahora solitario y melancólico, pero también con burlona resignación, empezando a despedirse de sí mismo, irónicamente encantado de haberse conocido y sabiendo que pronto ya no volverá a encontrarse consigo.



Y de nuevo sublimará su instinto de supervivencia suplantando al celoso sobrino entre los brazos de su prometida en un vals que detiene el tiempo en el instante mágico y apoteósico en que vuelve a sentirse joven por última vez.

Y como todos moriremos algún día –incluso mi jefe–, acabamos por simpatizar, adorar, a un Príncipe de Salina que apreciaba más a su perro que a sus arrendatarios, del mismo modo que que al final de “Centauros del Desierto” amamos al racista EthanWayne, o igual que nos identificamos con los ladrones del cine negro (sobre todo con Sterling Hayden), o yo estimaría y hasta cooperaría con los atracadores de este maldito banco.

Y el tiempo también protagoniza mi vida: ha llegado la hora del cierre y todavía no he acabado con la cuestión del tiempo en sendos Gatopardos. Respiro hondo y emprendo mi maratón de cigarrillos hacia casa, dejando atrás los codazos y sonrisillas de los compis, que achacarán mi premura a la urgencia por aplacar cierta necesidad que me hayan suscitado las páginas porno.

El solipsismo del artista.    

miércoles, 25 de abril de 2012

DE VIENA A HOLLYWOOD

Una reivindicación de la música de cine (que acabará por denigrarla).

  
          ¿De qué película habría podido componer Beethoven la banda sonora? ¿La “Guerra y Paz” de Bondarchuk? Demasiado obvio: hasta él oyó los cañonazos de Napoleón. ¿Del “Adiós a las Armas” de Borzage? Ya lo hizo Wagner sin querer (y lo que para él era peor, sin cobrar). Me lo pregunto por varios motivos. Primero: porque estoy aburrido; por las tardes he de clausurarme en el banco a telefonear a los morosos y de los cuatro que entre más de treinta me han respondido, dos han colgado, uno me ha insultado y el otro me ha enviado con la música a otra parte. Cualquier día nos quedaremos sin fondos en la caja y afrontaremos un pánico digno de Frank Capra. Segundo: por mi vertiginoso respeto a montar el caballo de batalla del Gatopardo (tentado estoy de hacer como el astuto Alain Delon, que eludió una pregunta sobre Visconti respondiendo al periodista que la cuestión no se podía despachar a la ligera). Tercero: porque no tengo ningún libro a mano ni me acostumbro al ebook; se parece demasiado a trabajar. Cuarto: para reclamar una mayor presencia de los músicos de cine en las salas de concierto. Porque, sin entrar en la injusticia de trazar fronteras que acoten las músicas como si fueran países en guerra (¿acaso John Lennon no cantaba lieder?), podrían elaborarse miles de suites de unas composiciones que, reducidas a una duración apta, merecerían por su riqueza inventiva, capacidad melódica o vigor orquestal un pasaporte que les permitiera pasar aquella estricta aduana y refrescar el aire rancio de los auditorios, y voy a poner un punto y aparte porque mi hermano el informático me exhorta a emplear párrafos más cortos si quiero que alguien me lea (gracias, gentil chileno, tú has sido el primero en tenderme un vaso de agua en el desierto de mi soledad espiritual) .

          Y en cuanto al prejuicio de que esas músicas no se sostienen sin la muleta de las imágenes, a mí me parece todo lo contrario –cuántos efectos fílmicos no se deben a la música-, y nadie se queja de que muchas obras clásicas fueran en su día escénicas o de ballet, ya que más allá de paparruchas programáticas el único tema de la música (incluida la de cine) es ella misma.

          Quinto: porque el otro día dijeron en la radio que se cumplía el centenario del nacimiento del gran Miklos Rosza (algo increíble en una emisora generalista, pero es que fue mi hermana –periodista infectada de mi mismo mal quien lo metió con calzador), y al recordar a Sherlock Holmes interpretándolo al violín según Billy Wilder (un aplauso para la versión del año pasado de Mariana Todorova), no pude sino compararlo con Bruckner. La misma impetuosidad trepidante, la creciente amenaza de ritmos obsesivos, el diseño de un monumento de sonido consagrado al Mal haciéndolo pasar por sagrado. Clavadito nuestro húngaro al eunuco de Linz.

          Pero lo peor de todo es que entonces se me ocurrió trazar una de esas inextricables genealogías que desde la primera página nos quitan las ganas de leer el novelón de turno. Hela aquí:

          Bajo los auspicios de Haydn y MozartBeethoven es el Dios Padre de la música sinfónica (asentimientos con la cabeza de mis lectores). A su diestra se sientan su vástago –pese a la barba patriarcal Brahms, cuya primera sinfonía es la décima del padre, y a la izquierda Wagner, su otro hijo, más rebelde pero que después de las nueve de papá no se atrevió a escribir ninguna (puedo oír vuestros murmullos de aprobación). Aunque era todo menos generoso, Richard entregó la antorcha encendida a Bruckner, que a su vez transmitió a Mahler el fuego sagrado y secreto de los tempos lentos, intensos, sublimes (bostezos, carraspeos, suspiros). 



          Y así llegamos al soleado día vienés –fulgurante el Prater en una tormenta de pétalos en que Gustav se aparta de las rodillas la mantita estilo Dick Bogarde arribando a Venecia y le abre la puerta de su aprecio a un niño prodigio, Erich Wolfgang Korngold. El cual, veinte años después, desembarcó en Hollywood para inventar la música de cine. Y desde luego había cruzado el Atlántico con todo el bagaje del aparato orquestal romántico, los metales y las maderas impulsados por los vientos soplando sobre las cuerdas –también del velamen.



          De Korngold desciende la generación dorada (ronquidos, gemidos, resoplidos): Max Steiner, Franz Waxman, Bernard Herrmann (en “Vértigo” clavadito a su bisabuelo Wagner) o Miklós Rósza, cuya herencia se disputan los decadentes herederos actuales (abucheos, chiflidos, un tomate).



          Y recapacito en que, para no atreverme a tocar El Gatopardo, he acabado por cosquillear intocables bronces con el plumero osado del ignorante. Para castigarme por semejante profanación observo cómo los reflejos de la lluvia se ahogan en las paredes y afiches publicitarios –familias felices con perro de concurso de la oficina, con aquella melancolía fatal que lo hacían en el cielorraso del apartamento de Fred Macmurray en “Double Indemnity”. Me convenzo fácilmente de que no hay nada tan miserable como apremiar a un moroso una tarde de lluvia, ni nada más solitario que un banco cerrado al caer la tarde, y proponiéndome acometer de una vez El Gatopardo, me inspiro silbando el tema de amor de Nino Rota. Y ya me parece que llueve menos, que no estoy tan solo en la oficina, que el siguiente deudor me prometerá pagar. Dime que me quieres aunque sea mentira, le pidió Joan Crawford a Johnny Guitar.


lunes, 23 de abril de 2012

LECTOR CLANDESTINO


  Sobre el “El Gatopardo” de Lampedusa y el de Visconti (I).

Soy tímido y pedante, oscuro y lúcido, desgraciado y feliz: la semana pasada leí a escondidas “El Gatopardo” en el banco, con el mismo truco del que me valía en casa o el colegio, cuando los carceleros eran mi padre y el profesor, y no el director de la sucursal: ocultar el libro bajo un palio de papelotes delante del ordenador. Cada vez que chillaba el teléfono, dejaba que lo consolara algún gentil compañero, y los clientes de la caja atribuirían mi embobamiento al estudio de los ingresos de algún aspirante a un préstamo inverosímil, y no al seguimiento de la melancólica trayectoria del Príncipe Salina hacia su primer vals con la muerte, esto es, con la belleza dolorosa, demoledora, inevitable, de Angelica Sedara.



Y a todo esto, quién me iba a decir que sería Rajoy el que me inspirase –un involuntario, inédito brillo chispeando de sus gafas– despabilar al gran Lampedusa del sueño de mi biblioteca, cuando farfulló en un telediario que había que reformar el sistema si queríamos mantenerlo: cambiarlo todo para que todo siga igual, que decía el Príncipe, parafraseando a su sobrino Falconeri en referencia a la supervivencia, tras la unificación de Italia, de la nobleza como clase social.

Un viernes de varias semanas atrás, esquivé por una vez a mi consorte y, lo que es más, a mi anarco–existencialista hija de medio año (no deja de quejarse de haber venido al mundo), con la excusa de haber quedado con el jefe, para ampararme bajo los fueros universitarios de una sala de la Facultad de Periodismo donde se proyectaba El Gatopardo según Visconti. Como aún no había leído la novela, ni por ende imaginado a ningún personaje, no pudo defraudarme la visión del director, que por contra sí que ha usurpado mi fantasía durante la lectura, imponiéndome la suya: ¿cabe imaginar a otro Príncipe que no sea Burt Lancaster?



Tres horas después, de vuelta a la ordalía de lloros, papillas y pañales, aún estaba tan anonadado, dilatadas las pupilas tras la oscuridad luminosa, que Ana me acusó de venir de engañarla con otra. Y en parte lo había hecho, con el fantasma de Claudia Cardinale.



Ya que nada hay más fácil que teclear haciendo que trabajo, ni nadie se me sienta enfrente solicitándome un buen consejo para sus inversiones que solo beneficiaría al banco y a mi conservación de esta butaca tan inestable, en próximas entregas me gustaría hablaros de varios aspectos de la relación entre la novela y la película –así tendréis tiempo de revisitarlas–, y a ver si deja de sonar por ahí el maldito teléfono.

Le he enviado este proyecto de blog a mi hermano, un novio formal de la cibernética, y se queja de que en lugar de tanto aperitivo ya debería haberos servido el primer plato –si es que en verdad hay carnaza comestible–, porque no se ha visto ningún cocinero que nos cuente su vida en vez del menú, pero es que como buen admirador de Tristam Shandy a mí lo que me gustan son estos preludios, circunloquios, extravíos, desviaciones del camino recto y perversiones de la versión directa. Lo que sí me convence es su idea de que lo mejor para leer en horario de trabajo es hacerlo en formato ebook.

Cambiarlo todo para que todo siga igual.