martes, 29 de enero de 2013

LA SENDA TENEBROSA



           

                  

Dicen que yo, Madge Kapf, soy una metomentodo –los más cultos me llaman manipuladora- que enoja, chismorrea, malmete y a todo el mundo incomoda y aturulla, pero quien de veras tiene derecho a quejarse de mí es Vincent Parry. Justo esta noche he soñado que por descuido me caía desde la ventana de mi ático, acosada por él. Recién levantada, me ha parecido –por esa misma ventana- que el nublado del amanecer estaba preñado de malos presagios. Por el oeste se había formado un nubarrón morado con forma de gigantesca aleta de tiburón. Tenía el estómago encogido como si aún no hubiera acabado de caer por aquel abismo del sueño.

A media mañana, cuando al fin iba a poder desayunar, una última hora de la radio acaba de confirmar los augurios: Vincent Parry, el hombre al que mi falso testimonio condenó a cadena perpetua porque se había atrevido a rechazarme, ha huido de San Quintín y parece que esquivando los controles ya ha entrado en San Francisco. Debería cuidarme de alguien a quien, ya que por mi culpa es para el mundo un asesino, no le importará serlo de verdad a mi costa. Pero como la novedad me viborea en el estómago y no puedo domar unos nervios que me recomen la prudencia, me dirijo a contárselo a mi mejor amiga de esta semana, Irene Jansen, la sofisticada dibujante, una de tantas mosquitas muertas y moscones que tengo presos en la telaraña de intrigas que he tejido en la ciudad.

Más que mosquita muerta ésta es impetuosa y apasionada, pero tampoco dejo de manejarla a placer con los invisibles hilos de mi sutileza de araña. Me hecho tan amiga de Irene para asegurarme de que rechace a Bob. Éste pánfilo arquitecto ha sido mi último –penúltimo- novio; y aunque va contando que rompió conmigo cuando vio lo afilada que soy en el roce cotidiano, y que, indigna de confianza, siempre estoy dispuesta a conocer a otro hombre, la verdad es que fui yo quien lo plantó después de compartir nuestra única velada, primero al temblor de las velas y luego a la íntima luz de mi lamparita con pantalla de pergamino. En cuanto los tengo a mi merced, los hombres empiezan a aburrirme, con la peculiaridad de que después de abandonarlos no soporto que se consuelen con ninguna sucesora. Lo hago por su bien: la felicidad es una vulgaridad; y el amor, una cursilería. ¿Por qué se obstinan en abandonar la romántica tristeza a que mi indiferencia los ha condenado? Es como beber cerveza después de champán.

Por eso me resultaría intolerable que prosperara el zafio amor de Bob por Irene. Por suerte, a ella no le atrae un hombre tan gris, cuyo semblante parece borrado por una goma sucia, solo que es demasiado débil para decírselo de repente y prefiere ir demostrándoselo paulatinamente; Irene y yo somos como el día y la noche. O más bien la medianoche, tratándose de mí.

Con Vincent, el prófugo, me pasó algo distinto. Él se resistía, pretendió deshacerse de mi telaraña y por eso acabé picándole con todo mi veneno. Conocí a Gert, su esposa, en un cóctel, la invité a venir a cenar con su marido y la noche que me lo presentó una sutil vibración pulsó la telaraña como las cuerdas de la guitarra de un músico genial. No dejaba de reverberarme esa especie de pulsación en las venas que volvía a latirme cada vez que lo miraba; y aumentó días después, cuando paseando con Gert la oí hablar con escepticismo de Vincent y supe que, mientras que ella se fijaba casi tanto como yo en todos los pantalones que veía por la calle, él la amaba. Y por tanto, a mí me ignoraba. Por lo que Gert me suplantaba, había usurpado el trono de mi indiferencia, y era adorada por quien a mí no me miraba: ella despreciaba a un hombre que a mí no me preciaba.

Según me contó la propia Gert, sonriendo con una maldad envidiable, llegó a arrojarle –literalmente- a la cara el ópalo de mil dólares que Vincent le había regalado, y por el que yo habría pagado cien mil. El rasguño que días después le veteaba el precioso coral de su mejilla, era la prueba de lo ocurrido.

Pero llegó la tarde en que, solas en su salita, ella volvió a vanagloriarse del tormento al que sometía a Vincent, y para dejar de oírla me levanté a por el cenicero de cristal de roca con la excusa de no mancharle la alfombra y desde atrás se lo estampé en toda la cima de la cabeza. No solo fue un arrebato, sino un medio de liberar a Vincent de su demonio y hacerlo mío. Mientras lo buscaba por la casa, infinitamente más que el impacto en el cráneo de Gert, me resonaba en todo el cuerpo el acorde que solo él me pulsaba en la sangre. Lo encontré en el despacho, se lo dije y dado que, desanudándose de mi abrazo, me insultó y corrió a la salita, no tuve más remedio que decirle a la policía que con su último hálito me había dicho ella que Vincent la había asesinado.

Durante el juicio, me valí de mi telaraña. A mis amigos de la prensa les interesaba vender la imagen de carnicero parricida que yo les mostré de él, y con otro tirón del hilo (a través de mis contactos) le di a entender al fiscal que se jugaba su futuro. Todo lo intenté para que encerraran de por vida a Vincent y que hasta el fin de sus días, en mi lugar, solo tuviera entre sus brazos a la pura soledad.

Lo condenaron a cadena perpetua. Los pocos amigos y partidarios de Vincent aducían que Gert solo había resbalado y muerto por accidente. He urdido una telaraña tan tupida que entre estos últimos estaba Irene. Como su padre murió en la silla eléctrica condenado sin pruebas por el asesinato de su madrastra, se solidarizó con el acusado y hasta escribió algún artículo a su favor, pero es tan ingenua y mi personalidad tan descoyante, que hoy en día eso no le impide adorarme.

Aunque suele trabajar en su dúplex parece que ha salido: nadie responde al timbre. Sin embargo, oigo el roce de la mirilla, noto entre los ojos el odio de quien mira, un furor sordo parece emanar por las rendijas de la puerta y me grita que me vaya una voz nasal y furibunda que me resulta vagamente conocida.

¡Si no fuera un azar casi imposible, juraría que quien alienta al otro lado de la puerta es Vincent!                               

                         
                                                                                                                       

domingo, 27 de enero de 2013

CÓMO SER PAUL NEWMAN (II)


                   


“Buenas tardes. Sí, he reservado la mesa de costumbre: la del cactus; me he acostumbrado a ella. Muy amable, gracias.” El maitre ha resoplado y me ha hecho una reverencia. No me extraña, después de la última propina. Me he arriesgado a pedir el Martini. Hoy es un poco más tarde que el jueves pasado; el rectángulo de sol ya toca una pata del piano. ¡Magnífico! En el menú han sustituido la lechuga por endibias; sin embargo, el plato del día es pato a la naranja. Espero que Paul no lo pida, porque desde que de niño veía a mi madre retorcerles el pescuezo a los pollos de la granja, no he superado mi repugnancia por la carne de ave. Un revuelo de plumas, algún espasmódico estremecimiento, el último cacareo del cuello agonizante, procedentes del regazo que me había dado vida, y todo había terminado. Pero tengo un prodigioso plan para que eso deje de ser un problema.
Me he permitido el lujo de llegar a La Scala antes que él porque, además de ser jueves, he oído claramente cómo invitaba a venir al director de la película, que ha declinado con la excusa de otro compromiso. Mejor. Ni a Paul ni a mí nos ha importado nunca comer solos; nos tenemos uno al otro. De hecho, lo acompañaré en su última cena, en el avión. A veces pienso que debería darle la oportunidad de aceptar un intercambio de nuestros destinos. Él sería yo y yo sería él. De mutuo acuerdo y sin violencia. Me pregunto si en ese caso también él se dedicaría a perseguirme a mí, como yo ahora a él. Podría ser que, descontento de su ajetreada vida y deseoso de intimidad, aceptara, aunque no tardaría en arrepentirse. Quizá tenga arrebatos en que maldiga su suerte y jure dejar el cine, o a veces se sienta cansado y crea que ya ha ganado suficiente; pero nadie puede renunciar a ser Paul Newman para siempre, sobre todo después de haberlo sido. Por desgracia, el mundo no es lo suficientemente ancho para los dos, como le decía a su rival en el último western.
Ya se está llenando La Scala. Pero cesa el rumor de las conversaciones; unos aplausos han estallado en el vestíbulo, y entre flashes se abren las compuertas de cristal donde oscilaban unas sombras dementes: Paul Newman se dirige sonriendo a su mesa de costumbre, junto a la mía. Pienso con alivio que, como esta vez me verá ocupar mi sitio antes que él, se disiparán sus sospechas. El maitre resopla en mi oreja. Aunque estén acostumbrados a los famosos, los hombres detienen los cubiertos y las mujeres siguen su paso con húmedas miradas. Se me enrosca al cuello la serpiente de la envidia, así que, aprovechando que nadie me mira y él viene de sport, me quito la corbata. Todas las comensales querrían hacer el amor con él o que fuera su yerno, o mejor, ambas cosas a la vez. ¿Qué se sentirá al suscitar tantas emociones? Ya puedo respirar, pronto lo sabré.
Lo cierto es que ha transcurrido otra semana y aún no he desvelado su último secreto, recuerdo, tensando la corbata debajo de la mesa. Lo peor de todo es que no sé por donde empezar, o más bien que ya lo he intentado todo. Hoy hasta me he probado las lentillas azules y me he hecho esa limpieza facial. Quizás sólo lo descubra a última hora, al trabar conversación con él en el vuelo transoceánico. O aún más tarde, cuando vea en mis ojos la inminencia de su muerte. Aprovecharé la excusa de cualquier turbulencia, el tópico del cambio horario o alguna menudencia del menú de a bordo –ojalá no haya pollo-, para dirigirle la palabra. Será la última vez que me presente bajo el nombre de Arthur Davies. Maldita sea, pato a la naranja, lo sabía… “¡Por favor, ya puede tomarme nota!”
Aunque sólo he permitido que me viera aquí, en La Scala, y siempre que se ha vuelto en la calle o de repente ha mirado por la ventana del apartamento o el retrovisor del auto, había yo desaparecido de su vista una milésima de segundo antes, dejando en el aire instantáneamente vaciado el molde de mi silueta, a esas alturas, sobre el Atlántico, sabrá quién soy y se habrá resignado a su suerte. No debería rehuirla, sino estarle agradecido por sus veintisiete años anteriores. En algún momento de esas nueve horas, reconocerá en mi frente el pliegue de la determinación y la sombra de un presagio velará sus ojos. Seguiremos hablando de asuntos intrascendentes, pero ambos sabremos lo que está en juego. Teniendo en cuenta nuestra inteligencia, quizás crucemos un diálogo tan sembrado de sobreentendidos como un campo de minas, que sería el orgullo de cualquier guionista genial. Cuando se agote la conversación, abatiremos nuestros asientos y simularemos dormir. Tal vez se quede un poco adormecido y recueste su cabeza en mi hombro, pero no me dejaré ablandar por su encanto. Tarde o temprano, tendrá que ir al lavabo: ése será mi momento. Lo seguiré por el pasillo, entre los ronquidos de los guardaespaldas, y mi pie derecho impedirá que la puerta se cierre. Quizá crea entonces que mi propósito sea otro muy distinto y hasta me sonría compasivamente, denegando con la cabeza. Lo empujaré contra la pared y le rodearé el cuello con esta corbata negra que ahora estiro. No reaccionará, porque al pronto creerá que sólo está rodando una escena en la que el héroe no puede morir; ésa será mi ventaja: ningún director me mandará parar. Sentiré entre mis manos cómo se obstruyen las venas de su cuello y apretaré y apretaré, viéndole el rostro contraído en una convulsión que mostrará sus dientes, hasta que la retorcida laringe emita su último graznido de ganso sacrificado. Se oirá un sordo zumbido, y Paul Newman saldrá del lavabo esbozando una sonrisa de alivio. He pensado que ésta será la mejor forma de superar mi repugnancia: si estrangulo el cuello de Paul con la misma saña con que mi madre retorcía los pescuezos de los pollos, exorcizaré mis demonios. Podré pedir carne de ave aquí en La Scala y no despertaré sospechas con un repentino cambio de dieta. De todas formas, envolveré este revólver en las ropas del equipaje, por si a última hora no me atrevo con el estrangulamiento. Incluso ahora me tranquiliza su peso en el bolsillo, como al pensar en aquel último recurso que les dije.
Ahora Paul levanta la vista de los restos de su pato a la naranja, nuestros ojos se encuentran y me sonríe con la boca llena: ha debido notar en el entrecejo la ventosa de mi mirada. Espero haber contenido ese obsesivo movimiento rotatorio de mis pupilas en torno a la órbitas. Ya deja de masticar y parpadea, a punto de dirigirse a mí; le habré recordado a un viejo amigo. Vuelve a llenarse la boca con el tenedor, pero me mira de soslayo y acaba por atragantarse: a nadie le gusta encontrarse con su doble.


“Hola. He reservado por teléfono mi mesa de costumbre. Sí, a nombre de Arthur Davies. A propósito, la semana pasada me dejé una corbata… ¿La tienen? Oh, gracias” Hoy tengo la última oportunidad antes del vuelo de despejar la incógnita de su secreto. La película ha terminado a gusto de todos, ya me he teñido el pelo y mañana su avión sale muy temprano, si estas tormentas lo permiten. Para no despertar sospechas, yo lo seguiré la semana que viene o la otra. Queridos amigos, creo que Paul Newman volverá muy cambiado de sus vacaciones de París. O más bien no vendrá cambiado en absoluto: será él mismo más propiamente, su mejor versión, inconfundible y único, y más en forma que nunca. Especialmente si le sonsaco ese rasgo indefinible, ni siquiera sé si físico o psicológico, que me resta para convertirme en él.
 Hoy he vuelto a adelantarme, e incluso no sé si ya he pedido mi Martini. Tengo que reportarme. Miro ansiosamente a la puerta, temblando al imaginar a un fantasma de Paul acodado a la mesa de cualquier restaurante de comida rápida, para volver cuanto antes a casa y hacer las maletas. Ojalá tenga que pedir ganso a la pimienta, después de todo. Ya no consigo aburrirme ni siquiera contemplando el suelo, donde hoy no hay ni rastro del rectángulo de sol; al fin oigo el vocerío del vestíbulo y los chasquidos de las máquinas fotográficas, y suspiro.
Paul ha entrado seguido por un rufián de nariz de boxeador y mentón altanero que, ahora de espaldas a la barra, no lo pierde de vista. No me cabe duda de que ha empezado a sospechar de mí; injustamente, me decepciona esa falta de confianza. Sin embargo, al pasar junto a mi mesa, me ha saludado por primera vez, aunque con cierta frialdad, como si yo fuese un lejano conocido; ha torcido la mejilla, murmurando por la comisura izquierda de los labios un nombre que me ha parecido “Smith”. Claro que igual ha podido ser “Jones” o “Philips”. No, ahora que lo pienso, me ha llamado Davies, estoy seguro. Me admira su clarividencia; creo que reconoce e, inconscientemente, acepta su destino. Le he sonreído con franqueza; pero noto que recela de mí, pues al levantar la vista de la carta, he encontrado sus ojos fijos en los míos. Después, ha desviado la mirada a su acompañante, como significándome o advirtiéndole sobre mí. Obviamente es un guardaespaldas, eso lo hará todo más difícil. Paul no deja de mirar el reloj, inquieto. Tengo que prepararme para una persecución con el obstáculo de ese tipo, porque a lo mejor querrá despedirse de varias chicas antes de las vacaciones. “Ganso a la pimienta también para mí.”

“Buenas tardes. ¿Me ha reservado mi mesa? No espero a nadie… ¡Oh! ¿Está ocupada? ¡Esto no quedará así! ¡Habrase visto, no volveré por aquí!... Un momento, usted está confundido, ¿no ve que la ocupada es la del cactus, junto al piano, donde siempre se sienta ese mismo señor? La mía es la de al lado. Mírelo bien: a nombre de Paul Newman. ¿Es que no me conoce?” Es increíble, dejo de venir unas semanas y ya se olvidan hasta de mí. Resulta que han confundido a una celebridad con ese desgraciado, pero tranquilo, Paul, contrólate; después de todo has vuelto a tu restaurante favorito.
 Por lo demás, veo que todo sigue igual por aquí, y yo tampoco he cambiado: me gusta lo mismo de siempre. No hay nada como la cocina de La Scala en Europa entera, ni siquiera en París. El maitre continúa resoplando como de costumbre, y más después de la confusión que ha tenido; los jueves el plato del día sigue siendo carne de ave, mi preferida; los mismos camareros corretean, tan serviciales como siempre; y, cómo no, aquí tenemos a este admirador que todas las semanas consigue una mesa junto a la mía y no deja de observarme, tan aturdido que ni siquiera prueba bocado. Quizás sea vegetariano; debería pedir otra cosa. ¿Habrá seguido viniendo estos jueves? Se alegrará de verme. Debe costarle un dineral sobornar a los camareros; imagino la cara que pondría antes de saber de mi viaje, cuando haya visto a algún desconocido ocupar mi mesa. Incluso he llegado a verlo los últimos días por París, y hasta se hizo con un asiento junto al mío en el vuelo de vuelta. Pero es tan tímido que no paró de revolverse todo el tiempo; apenas me miraba de lado y ni siquiera se atrevió a pedirme una fotografía o un autógrafo. Me divierte contemplar al pobre diablo, aunque confieso que desde la segunda o tercera vez que lo vi tuve por él un interés profesional. Y es que me llamo Davies, pero en realidad soy Paul Newman… Je, je, queridos amigos, espero explicarles este embrollo. En mi última película para la MGM he interpretado a un hombre que quiere ser como yo. Igual que éste de aquí, en la ficción me sigue y persigue a todas partes, se viste en mi sastrería, apuesta por mis caballos y se cuela en restaurantes tan exclusivos como éste, para observarme detenidamente e imitarme con exactitud. No, no les contaré más del argumento: quiero que vayan a verla.
Así que durante el rodaje yo no dejaba de mirarme en los espejos para sorprender mis gestos más imperceptibles, esos que todos hacemos inconscientemente, y poder caricaturizarlos en mi actuación. ¡Este pavo asado está tan exquisito como siempre! Me fijaba hasta en mi manera de comer; siempre interiorizo mis papeles: es el método del Actor’s Studio. Vaya, hoy lo estoy devorando todo de mala manera, sin masticar lo suficiente; tengo que cuidar mis modales. ¿Ven? Aún no me he deshecho de la maldita costumbre de vigilarme; sospecho que tanto desdoblamiento ha podido escindirme la personalidad. También me volví un poco vanidoso de observarme a todas horas, pero creo que en la película conseguí lo que tanto quería, ser como Paul Newman, o más bien ser el propio Paul Newman, parecerme a mí mismo.
 Pues bien, ese hombre que cada jueves comía a mi lado era ideal como modelo para el personaje que yo tenía que interpretar, mucho mejor que ver una y otra vez mis demás películas, en las que no he dejado de enmascararme en personajes, o que agotar las horas delante de un espejo, donde uno no puede captar sus ademanes característicos o involuntarios, porque además, no sé si de tanto mirarme, el infeliz me da cierto aire… ¿Qué hace ahora? Quizás lo haya intimidado de fijarme tanto en él, cuando se supone que sería él quien debiera mirarme y admirarme. Al final no sé quién de los dos estaba más fascinado por el otro. Lo cierto es que yo no dejaba de mirarlo mirarme y él me miraba mirarlo mirarme, y hubo veces en que sucumbí a la sensación de estar observándome en un espejo, aunque es mi mesa la que tiene uno veneciano detrás. El guionista ideó atribuirle un nombre corriente, como Jones o Smith, y al final se decidió por Davies. Me pregunto si no hubiera sido más honesto contratarlo para la película. Nadie hubiera podido asesorarme como él, o incluso podría haberse interpretado a sí mismo; me imagino la ilusión que le hubiera hecho. Reconozco que quizás no lo propuse en el estudio para no descubrir a los periodistas mis fuentes de inspiración o no cuestionar mi doble protagonismo: nunca me habían pagado tanto por una sola película, el doble de lo habitual; era lo justo. Pero también puede que temiera plantearme quién interpretaría a quién.
Sólo me quedó por dilucidar un detalle de mi personalidad para ser yo mismo por entero, pero por suerte creo que, sin darme cuenta y quién sabe si por última vez, acabé aportándolo a uno de los dos personajes, y me pregunto a cuál; aunque ahora que lo pienso me temo que más que al original o a su doble, le hubiera correspondido al tercero, yo mismo. Gracias a ese factor la película no ha perdido su tono de comedia; ahora sé de qué se trata. No he sido consciente de esa pérdida hasta que hace un rato he sorprendido mi rostro en el espejo del vestíbulo: el reflejo de un hombre triste, anublado; una pálida versión –no he tomado el sol parisino- de mi aspecto de siempre. El rasgo perdido no es sino mi antigua sonrisa; de pronto, he advertido que había olvidado sonreír fuera de la pantalla. Me había metido demasiado en mi personaje, tan identificado con él y su imposibilidad de ser Paul Newman, que su patética frustración acabó por atenazarme. Sospecho que la próxima vez seré yo quien ocupe la mesa del cactus. Ahora mismo, me siento algo mareado y hasta me parece que las restantes mesas, menos una, se alejan de la mía, como satélites a los que la fuerza centrífuga expulsara de la órbita gravitatoria de su planeta, y ya está bien de tanto darle vueltas a la cabeza...
 Enciendo un cigarrillo, aparto el pavo, que de pronto ha empezado a saberme fatal, como si en verdad no me gustara, y veo las pupilas de mi vecino fijas en las mías. No sabía que el rodaje de esta película me hubiera afectado tanto; espero que al menos funcione en la taquilla. Querido público, tenéis que comprender todo lo que he puesto en ella, y no me refiero a que también la haya coproducido. Ni siquiera me he recuperado en las vacaciones, que he pasado encerrado en habitaciones de hotel con las ventanas cerradas, cegado por una cuestión: cómo es mi cara bajo las máscaras de mis personajes. He llegado a plantearme una retirada temporal o hasta definitiva del cine.
Pero debo olvidarme de todo eso, porque esa maldita película ya es historia, aunque me temo que nunca dejaré atrás el más problemático de mis papeles. Mañana empiezo el rodaje de un thriller y esta noche ceno con una chica guapísima, también actriz, que se llama Joanne. ¿O era Joan? Al fin logro sonreír, algo forzadamente. Pero espero que este desgraciado, que apenas prueba la comida en la mesa de al lado y me persigue a todas partes, como reconozco que yo, Paul Newman, lo seguí a él, es decir, al hombre que quería ser yo, pegado como una sombra, unas veces delante y otras detrás suya, según la hora, la calle o la estación del año, para incorporar con brillantez a ese dichoso personaje que quería ser Paul Newman, se canse de una vez de mí y me olvide, como yo lo olvidaré a él ahora que la película está a punto de estrenarse, aunque puede que la suya aún no haya terminado.
 Hum, tendré la amabilidad de levantarme para firmarle un autógrafo, a ver si se conforma y deja de venir cada jueves. De dos pasos me acerco a él; sobre la carta al revés, sus pupilas aún me enfocan -veo en ellas mi reflejo-, y tiene la corbata en la mesa ondulada como una serpiente, y la mano derecha dentro del abultado bolsillo de la chaqueta, sosteniendo algo a escondidas. Me quedo paralizado, esperando que en cualquier momento el estallido de la explosión acalle los fúnebres acordes que una espalda ha empezado a tocar en el piano; pero, al comprobar que su mano al fin sale del bolsillo para tenderme una fotografía que podría ser suya o mía, suspiro y, a mi vez, extraigo, temblando aún, la pluma del interior de la americana.
 Lo más horrible es que al disponerme a garabatear la foto, veo que ya está firmada.

            

CÓMO SER PAUL NEWMAN (I)


                  


“Buenas tardes… Sí, no espero a nadie. Verá, me gustaría que fuera la mesa de siempre, por favor, la de la esquina, entre el piano y el cactus… Gracias.” ¡Uf, he vuelto a conseguirlo! El día que dejen que cualquier estúpido ocupe mi sitio, quemaré el restaurante. Perdón, ya estoy con ustedes. Estaré encantado de contarles todo lo que quieran acerca de mí. Todavía me llamo Arthur Davies, pero quiero ser Paul Newman, es decir, voy a serlo. Sí, han oído bien. Es que tengo que hablar bajo y me he llevado la mano a la boca para disimular el movimiento de los labios porque si no, los camareros van a creer que hablo solo y esas tonterías.
Todo empezó aquella maravillosa noche en que vi “La Gata sobre el Tejado de Zinc” y me dejó mi novia de siempre. A la salida del cine, me tragó un abismo azul que resultó el reflejo de la marquesina en la acera, y aturullado por los cláxones y las voces y las luces me sumí en el torbellino de transeúntes. Los hombros y los brazos del gentío me hacían dar bandazos; un empellón me escupió de la vorágine como un borracho, y a mis pies gimieron unos frenos. “¿Cómo?...  Por favor, tráigame otro como el que bebe aquel señor de al lado, con aceituna y todo… Martini muy seco, eso es.”
 Como les decía, aquella noche llovía igual que en las películas y el atasco de los vehículos reproducía mi caos mental, pero la realidad de la calle se oscurecía al fulgor de la personalidad que desde la pantalla había atravesado las sombras de la sala y me había deslumbrado: yo sólo quería darle la vuelta a la manzana para volver a ver aquella película. A sacudidas iba chapoteando en un charco tras otro, y ni siquiera miré a Kim cuando me tocó el hombro para detenerme, porque me hallé frente a un cartel de la película. No entendí muy bien lo que dijo acerca de que ya se había cansado de mis locuras y que no podía soportarme más, aunque ya hiciera nueve años de lo nuestro; algo de que a qué venía aquello de salir disparado al final de la película y dejarla tirada, y no sé qué más sobre que sería la última vez y que no quería volver a verme. Lo cierto es que me dejó solo en la esquina, las manos en los bolsillos de la americana empapada y el agua goteándome bajo el sombrero abollado, y para colmo se llevó mi paraguas. Un truco de guionista barato, que Paul hubiera exigido eliminar. Los peatones volvían la cabeza y algunos conductores me miraban extrañados de verme anclado allí sonriendo bajo la lluvia; pero no podía dejar de pensar en el enigmático joven de ojos celestes que recorría el crepúsculo de aquel porche en una bata azul marino y muletas, sin parar de beber ginebra y despreciando las vertiginosas curvas de Liz Taylor. Entonces pensé que yo mismo había desplantado a Kim de un modo muy parecido.
 “Yo también tomaré el plato del día: filete de pollo con lechuga. Nada más de momento; hoy no tengo mucha hambre. Luego le diré el vino, atienda primero a ese señor, gracias.”
Sí, como suena, soy Davies, al menos por ahora, y ya les digo que no sólo quiero ser como Paul Newman, ni mucho menos suplantarlo, sino llegar a ser él mismo. De otro modo estaría actuando, y sólo quiero hacerlo cuando protagonice alguna de sus películas. Por eso lo sigo y persigo a todas partes, pisándole las huellas –calzamos el mismo número-, sin permitir que me descubra y deje de comportarse con toda naturalidad. Necesito saberlo todo sobre él. Consigo asientos cercanos a los suyos en las carreras de bólidos; me entrometo en el equipo de rodaje de sus películas, sobornando a los vigilantes y a los invitados del productor a cambio de alguno de sus pases; he alquilado un apartamento frente al suyo; apuesto a sus caballos favoritos en los mismos garitos; me he abonado a su equipo de beisbol dos palcos más arriba; y almuerzo, como ahora, en la mesa de al lado de su restaurante preferido de Hollywood, La Scala. Estoy tan cerca de él, casi en frente, que a veces oigo su respiración; y si me inclinara al máximo con la diestra extendida, y para no negarme el saludo o como acto reflejo, él me imitara con la suya, -igual que en un espejo-, tampoco faltaría demasiado para tocarnos con la yema de los dedos. Viene todos los jueves que está por aquí, rodando en los estudios. Venimos.
“Sírvame otra copa de ese mismo burdeos, ya que acaba de abrirlo”. A veces pienso que debería rehuirlo, pues donde esté Paul no tengo ninguna oportunidad de hacerme pasar por él y me estoy quedando sin dinero por culpa de su nivel de vida. Él puede permitirse el lujo de perder todas las apuestas, con tal de seguir teniendo tanta suerte con las mujeres. A la última, una rubia de cara soñadora y pechos maternales, la conoció en una cafetería de Sunset Boulevard donde tuvimos que refugiarnos de una tormenta. Entraron a la vez, descubriéndose las cabezas, él de un periódico y ella de un pañuelo, y sus cuerpos se rozaron en la puerta. Aún no había escampado y me había terminado la cuarta cerveza, imaginando cómo harían el amor arriba, al resplandor intermitente de los rayos, cuando bajaron del reservado, cogidos de la mano. Me juré recuperar cuanto antes el paraguas del apartamento de Kim, y tengo que dejar de arrugar la servilleta en el puño, porque ese camarero no me quita ojo. Lo máximo que le ha durado una mujer ha sido una ola de calor californiana; tengo que encontrar alguna sustituta de Kim o me volveré loco.
Pero debo fijarme en todo lo que hace. Ahora dejo de masticar este horrible bocado de pollo para contemplar cómo ataca su filete con los codos muy separados y los cubiertos toscamente apretados en los puños; encorva demasiado la cabeza para engullir y mastica cuidadosamente, sin cerrar del todo la boca y mirando al vacío. ¿En qué estará pensando? Puedo imaginármelo: está repasando el guión de esta tarde. Aunque me han decepcionado sus modales a la mesa, lo imito, puesto que me he hecho con una copia del guión y también he aprendido su papel.
Como preliminar a mi objetivo, aún no he empezado a hacerme pasar por él. De momento sólo soy su sombra, una subrepticia sombra que se desliza tras él, como una sombra era antes de todo esto y una sombra será él cuando yo lo sustituya. Ya estoy harto de ir a todas partes a ras de las paredes, de enroscar mi sombra por ellas y desenroscar mi reflejo de los charcos; muy pronto seré Paul Newman y podré andar por el medio de la calle, sobre la alfombra roja. Se acabarán los muebles del rastro y los coches de segunda mano, las mujeres serias y la ropa de imitación. Pero por ahora paso desapercibido allá donde vaya, eso me conviene. Sólo soy una sombra a la que nadie puede tocar ni oír, perfectamente invisible en una ciudad superpoblada de celebridades -a este paso los famosos tendrán que disputarse admiradores que les pidan un autógrafo-. He renunciado a mi peso, con ocho kilos de menos; a mi altura, encorvándome para acortar la diferencia, e incluso a la violencia. ¿Veis lo pacífico que parezco, aquí sentado solo en este restaurante caro y con la boca llena de lechuga? Miro los pinchos del cactus y recuerdo las antiguas aristas de mi ánimo.
Levanto la vista del plato y veo un cabello ensortijado, el resplandor de unos ojos de estambres por pestañas que ahora parpadean de asombro, los altos pómulos, esas mejillas de esmalte como distendiéndose, y una barbilla de neto perfil, que se ha puesto a temblar. ¿Qué lo habrá puesto nervioso? ¿Se le habrá olvidado una parte del diálogo? ¿Seguirá dudando acerca de cuál elegir entre todos los guiones que tiene tirados en la mesa de su despacho? Como todas las cabezas están vueltas hacia él, mi atención pasa desapercibida. ¿Y ese tintineo? Oh, se me ha caído el tenedor al suelo.
 Odio mis toscos rasgos, la frente dentada de pelo oscuro, los ojos noctívagos y mi tez de aceituna con anchoa. Pero aunque todavía no quiero que se note y ni siquiera me he teñido el pelo, parece que ese cirujano sin título ha hecho un buen trabajo: me ha retocado lo necesario. Alguna jovencita que otra ya ha vacilado y ha estado a punto de extenderme un papel para que le firmara un autógrafo; y ayer un fotógrafo alzó su máquina y sólo dudó en el último instante, ladeando la cabeza. Acabo de mancharme la camisa de presunta seda con unas gotas de vinagre. Vuelvo a mirarlo y de repente oscilan sus hombros, las mejillas se le congestionan, los ojos parecen acuosos y se arrugan los cincelados labios… ¡Pero si soy yo el que tose! Acabo de atragantarme al comprobar que no estaba mirando a Paul Newman, sino a mi propio reflejo en el espejo sin marco que tiene detrás. Lo estoy consiguiendo; uno debe sentir esta misma exaltación al interpretar una escena cumbre.
 La alegría me anubla la mirada, o quizás sólo haya sido efecto del ahogo, pero silencio por favor, que Paul acaba de hacerle señas al camarero. Me ajusto el nudo de la corbata, tomo un sorbo de agua y me recompongo al momento, porque ahora soy un tipo normal. “¡Camarero! Disculpe, también tomaré una merluza a la plancha. No, ese tenedor no es mío, gracias.”
Ya nunca pierdo los nervios, ni me arrastran aquellos arrebatos de furia o euforia. Tampoco me paso los días tumbado bocarriba en la cama, observando el avance de las arañas o de los reflejos del sol en el techo, retorciéndome las manos y pensando que yo seguía siendo yo y no otro, hasta que me preguntaba quién era yo, porque yo me sentía otro que nunca comprendería quién es yo. Y a todo esto, ¡cómo disfruto hablando de mí mismo o de Paul Newman, que viene a ser igual! Después de todo, no es tan difícil imitarlo. Hasta ahora apenas he intentado acostarme con algunas de las primaverales bellezas que él ha ido descartando. La pelirroja de la semana pasada puso los ojos en blanco y me dijo que le recordaba a alguien, pero se me escapó por poco. ¡Maldita sea, de algo tendrá que servirme perder tanto dinero en las carreras! Ya podrían darle un soplo de vez en cuando. Pero dentro de poco, al fin compartiremos la misma chica, como quien dice. Es una francesita maniática que no cesa de telefonearle y nunca enciende la luz de su habitación de hotel cuando el puntual Paul irrumpe de noche; y lo primero que perfeccioné viendo su cine fue la imitación de esa voz atiplada de suaves inflexiones, quizás algo húmeda o blanda, que sube y baja de tono tras unas pausas un tanto dramáticas. Espero que en la intimidad emplee el mismo tono que en las escenas románticas.
Ya casi lo he aprendido todo de él; me he acostumbrado a sus manías, y que se lleven de una maldita vez este hediondo pollo. Ahora dejo de respirar para oír la entonación de su voz. Está hablando en voz baja al maitre, que por fortuna ha ignorado mi exabrupto y lo escucha inclinado, sin dejar de resoplar y asentir a sus palabras. En el silencio perfumado oigo sus murmullos, que siempre me suenan a felicidad y a éxito. Quizás se esté quejando de mí y de una patada me arrojen por la puerta trasera. Aunque a él no parece molestarle el suyo, me desabrocho el último botón de la camisa. Medio asfixiado, de repente me parece que la estancia se ha oscurecido, como si los camareros hubiesen pintado de negro las paredes color crema, y que el único foco alumbra mi mesa y la suya, alternativamente. Debería observarlo con más disimulo, pero al fin y al cabo es un famoso, y cuando el maitre pasa de largo, la sala resplandece de nuevo y al fin respiro. Tendría que comer algo para evitar estas visiones que a veces me ensimisman. Ahora observo, emocionado, que se desabrocha el último botón.
Mientras desmenuzo la guarnición de la merluza, que, a pesar de mis advertencias, me han hecho más que la suya, atisbo sus movimientos deliberados y precavidos en la mesa; cómo extrae un cigarrillo de su pitillera y, por todos los demonios, se me han acabado los míos; con qué viril elegancia, sosteniéndolo con el pulgar por un lado y los otros dedos por el contrario, se lo enciende con una cerilla, tuerce levemente el cuello y expele el humo por el circunspecto pliegue de los labios, como si lo enfocara la cámara para un primer plano. ¡Con qué prestancia se desprende ahora una brizna de tabaco de la punta de la lengua! Dejo de registrarme los bolsillos, y en la boca noto el corazón en lugar del cigarrillo imposible: he perdido la cartera. En ella guardo mi carnet de identidad y no puedo recurrir a las autoridades.
Un gordo se le acerca de puntillas, se enjuga la frente con un pañuelo parecido a una bandera y, extendiéndole un vacilante papel, le suplica un autógrafo. Los cortinajes de raso dejan pasar un oblicuo rayo de sol que proyecta un rectángulo amarillo en el mármol. Hum, ahora tendré que acabarme la dichosa lechuga. Pero todos los sacrificios son pocos, ¡estoy tan cerca de conseguirlo! Tomo un bocado y mis esperanzas y la impotencia se entremezclan en las líneas abstractas de los cuadros que desconciertan el estuco.
 Tan sólo me queda por aprender una cosa de él; no sé de qué se trata exactamente, y quizás ni él mismo sepa que lo tiene, pero necesito saber a toda costa qué puede ser. Quiero todo lo suyo. Es como si lo llevara escondido en la cartera, entre los documentos y las fotografías de sus seres queridos, o formara parte de su carácter, porque no será de esas cosas que se confíen a un cajón o una repisa. Quizás lo lleve oculto en un zapato, debajo de una manga, en el bolsillo de los pantalones, o mejor en el de la camisa, que está más cerca del corazón. Sí, es más que posible que lo tenga en la cartera, y me pregunto cómo pagaré la comida si no encuentro la mía. Creo que sólo lo utiliza en caso de apuro, como último recurso o arma secreta que lo salve, como yo hacía pensando en el suicidio. No, no puede ser el mero dinero.
 La verdad es que siento más estima y admiración por él que por cualquier otro hombre, pero cuando desentrañe ese último misterio tendré que asesinarlo: no puede haber dos Paul Newman en el mundo. Aún dispongo de un par de semanas, lo que le queda de contrato en la MGM. Entonces habrá terminado el rodaje de esta película y se tomará unas vacaciones en París. Lo tengo todo planeado. He sobornado a un empleado de las aerolíneas para asegurarme un asiento a su lado en el vuelo de vuelta.
Bien, querido público, ahora ya saben cuál es mi vida: ser la sombra de Paul Newman, unas veces delante y otras detrás suya, según la hora, la calle o la estación del año. Si entra en algún edificio, yo lo espero abajo; y cuando sale, lo veo desde una esquina limpiarse el carmín de los labios. Si se para en algún escaparate, me camuflo tras un periódico, y él verá cómo estría los maniquíes el reflejo de una sombra. Cuando coge un taxi, yo lo sigo en otro. Al llegar a casa, me aposto en la ventana con unos prismáticos y vigilo sus sucesivas siluetas recorriendo los visillos translúcidos del apartamento. Sé cuál de esas ventanas corresponde al sueño, cuál a la lectura o a los ensayos. La otra noche vi sorprendido, a través de las lentes, que yo mismo, desdoblado en observador y observado, me acostaba en pijama debajo de su cama mientras él se ponía el suyo, hasta que me espabiló el golpe de los binoculares en el suelo y vi la figura de Paul contonearse al ritmo de una música muda. ¡Se había puesto a bailar mientras yo me quedaba dormido! ¡Qué energía la suya, teniendo en cuenta que dormimos las mismas horas! No, no estoy loco. Aunque ya veo alguna sonrisa torcerse en sus labios, puedo asegurarles que soy una persona sensible: ahora que escucho un espeluznante solo de saxo en la música de ambiente, se me pone la piel de gallina. “Oh, muchas gracias. Sí, es mi cartera; ha debido caérseme del bolsillo.” Pensándolo bien, me desharé de mi carnet de identidad en cualquier papelera.
La silla de Paul cruje, levanto la vista del maldito rectángulo de luz dorada, que él por fin ha dejado de mirar y ya está muy cerca de las patas del piano, y a una señal suya el maitre acude entre resoplidos con sus andares de pato. Deniega con la cabeza y, sin dejar de aletear con las manos, no admite traerle la cuenta. No tiene que pagar en ningún sitio; esa es otra ventaja, pienso, frotándome las palmas de las manos. A mí no van a invitarme, pero a pesar del agravio dejaré en el platillo una suculenta propina para seguir contando con la complacencia del servicio. Por nada del mundo puedo perder esta mesa. Advierto que el saxo ha enmudecido, pero yo sigo con la piel de gallina. Después de todo, quizás se deba a que la temperatura del aire acondicionado sea demasiado baja.
 Pierdo las formas y doy una voz y una palmada para que me atiendan, porque veo que voy a perder a Paul a la salida. Noto que la sangre se me agolpa en la cara cuando el maitre se vuelve hacia mí, adoptando una expresión glacial; en una décima de segundo la hipócrita sonrisa se ha desdibujado de su boca y la frente se ha estrechado contra mí. Me agarro a los bordes de la mesa, refrenando el impulso de salir sin pagar para que Paul no se me escape. Pero me consuelo observando la manera en que avanza sorteando las mesas, muy erguido, aunque bamboleándose un poco a la derecha y dando flexibles pasos, al tiempo que impulsa impetuosamente los brazos, como si luchara contra el viento, pero en realidad succionado por las mullidas alfombras. “Puedes quedarte con el cambio… ¡Oh! ¿No es suficiente?”

                                   (continuará…)


viernes, 25 de enero de 2013

SOLO LOS ÁNGELES TIENEN ALAS



                   


Solo porque me gustaba cantar y bailar en el patio de nuestra casa en Boston, los vecinos vertían sus rumores en el sumidero y murmuraban que yo le había salido a mi padre -¡un trapecista!- y sería una aventurera. Así que en cuanto cumplí los veintiuno me apresuré a darles la razón. Me fui de casa, y fue oírme al piano y contratarme en un club; pero como hasta en mi apartamento seguían filtrándose los chismes procedentes de mi encopetada familia materna, le pedí al jefe que me pusiera en contacto con un colega suyo de Panamá.

En Boston me oprimía el ambiente enrarecido de hipocresías y represiones, y entre tanto sepulcro blanqueado me sentía como aquel gorrión que de niña vi debatirse con un ala herida en el fango del prado comunal. También yo quería echar a volar. Mi padre había seguido haciéndolo en el trapecio, pese a que mi madre lo amenazó con divorciarse si no abandonaba el circo. Presentía que cualquier ciudad americana sería otro pozo bullente de las culebras de las hablillas y no dejarían de considerar escandalosa mi profesión.

Pero por aquí, en la esbelta cintura de las dos Américas, las cosas no son muy distintas. He tenido que abandonar el último espectáculo, cerca de la frontera, porque el dueño insistía en invitarme un fin de semana a su rancho. Igual que en Boston, toman que yo sea “alegre” por algo muy distinto y creen que porque sea artista pueden robarme mucho más que unas cuantas risas o que no voy a advertirles que dejen las manos quietas. De todos modos, por borrachos o atraídos que se sientan, hay un rasgo en mí, en parte infantil o familiar, y en parte glacial, que al final los obliga a respetarme.

Lo hicieron esos dos aviadores que conocí nada más desembarcar en Barranca, quizá porque vieron en la mejilla del contramaestre –o en mis uñas rotas- que éste había tardado en comprender que “corista” no es un eufemismo de ninguna otra profesión. Como Joe y Les me cayeron bien dejé que me invitaran a un trago en el bar del dueño de la compañía aérea, el Holandés, un tipo entrañable. Aunque eran muy simpáticos, no me gustó la vehemencia con que se disputaron el honor de pagar, como si esto les diera derecho a algo más, y al final invitó el Holandés, que les advirtió que no siguieran bebiendo porque alguno de los dos tendría que sustituir al encargado de llevar el correo. Lo echaron a suertes y perdió Les.

Sin embargo, por orden de Geoff, el jefe, fue Joe quien acabó haciendo el trabajo. Geoff es un moreno serio y taciturno, que me recordó a alguien que no acababa de identificar, con la mirada fanática de quienes cumplen una vocación y con toda la atención y la energía concentradas en su labor, como si lo único que hubiera en el mundo fuera esta flotilla de aviones que comanda. Fue conocerlo y enfurecerme con él: cuando supo que era corista, me miró como el contramaestre.

Ya que se accedía al aeródromo por la puerta trasera del bar, salimos a presenciar el despegue. Llovía, la niebla se enroscaba a ras de suelo y en las alturas aullaba el viento dispersando los cendales como gatos a la carrera. Me emocionó ver despegar en tales condiciones a ese cacharro de dudoso fuselaje, exhibiendo el precario orgullo y el tesón de los seres humanos; me recordó a aquel gorrión herido que a pesar de todo logró levantar vuelo y a mí misma, cuando me fui de casa y logré desertar de Boston. Aquel avión era el pájaro que siempre he soñado ser.

Desgraciadamente, las condiciones empeoraron y por radio Geoff ordenó a Joe que volviera. Encendieron los focos en la pista, pero a través de la ciega niebla Joe apenas veía nada y al primer intento casi se llevó dos árboles por delante. La segunda vez una palmera le segó un ala y el avión se estrelló en una bola de fuego. De nada sirvió la ambulancia.

En un principio Geoff y yo nos zarandeamos, infligiéndonos la culpa uno al otro, ya que como le quedaba combustible puede que Joe de veras hubiese intentado aterrizar con tal de cenar conmigo. Luego nos quedamos petrificados en la pista él y yo, el Holandés y Kid –el segundo de Geoff-, como cuatro estatuas de la desolación. Y aun así advertí que la inmovilidad de Geoff era de una cualidad especial, estaba dotada de una dureza diamantina capaz de cortar cualquier superficie, de doblegar toda resistencia que obstaculizase la consumación de su objetivo: hacer funcionar la compañía aérea. Aquella era su misión en el mundo.

Y lo increíble es que la niebla se ha desleído un poco y ya se dispone a despegar otro avión. Estos hombres tienen gasolina en las venas y están dispuestos a prenderla al fuego de su pasión por volar. Me disculpé con Geoff y él casi también. En el bar todos se pusieron a beber y bromear como si nada y Geoff hasta tuvo estómago para comerse el filete que habían reservado para el pobre Joe. Ante tal insensibilidad rompí nuestra tregua y salí enfurruñada.

Sin embargo, Kid, que lleva veintidós años volando, me lo acaba de explicar. Desafortunadamente, para ellos la muerte no es una visita rara, sino casi familiar, y por tanto, en vez de recibirla con solemnidad, la aceptan con desenfado y la tratan con desenvoltura. Después de eso, he empezado a mirar a Geoff de otra manera. Y acabo de descubrir a quién me recuerda: su seriedad y tensión eran las de mi padre antes de saltar al trapecio, incluida aquella noche fatal. Ambos sienten la misma indiferencia por el pasado (no hace ni media hora que Joe murió) y por el futuro, ya que para los íntimos del aire el tiempo adquiere una dimensión diferente.

 Corren tan deprisa que no les queda ningún futuro.                   

                         
                                                                                                                                                                                                                                                     

martes, 22 de enero de 2013

EL SÉPTIMO SELLO


                   


Después de acompañarlo diez años de fiebres y hambres, heridas y picaduras, penas y espantos, debo decir que me estoy hartando de sufrir a mi señor, Antonius Blok. Porque después de ese rosario de penalidades en Tierra Santa, mientras que otros regresan opulentos de saqueos y despojos, nosotros volvemos derrotados a casa, arrastrando el pellejo de lo que fue vejiga hinchada de ideales, a través este itinerario de cadáveres que la peste negra va dejando por una Europa que, como dicen de las brujas en la pira, supura horror y condenación.

Mi señor no asimila que la peste haya sido el premio que la Cristiandad haya obtenido de esta Cruzada de donde venimos, y mella las horas atormentándose por el telón de silencio y oscuridad que vela a Dios. ¿Acaso puede brillar o hablar lo que no existe?, me atreveré a preguntarle cualquier día, hastiado de su taciturna compañía, del espectáculo de su austera desolación, de su aspecto recomido y reconcomido, y del laconismo y la adustez demacrada de un rostro que parece de piedra tallada por un escultor cicatero, intentando no contagiarme del rictus mustio y de la escualidez de espíritu de este albino de mal agüero.

¿De qué le sirve ser caballero y haber cursado Teología si ignora lo que yo, un simple escudero, sabe, que no hay virtud tan noble como el vicio, que toda metafísica se reduce a la carne y lo único cierto de la liturgia es el vino? Que tenga que cargar con sus armas y escudos no implica tener que arrostrar sus silencios –más plúmbeos que aquéllas-, pucheros y perplejidades. Al fin y al cabo hemos participado en la misma bacanal de sangre, nos han contagiado idénticas infecciones, y, gemelos que hemos sido en la desgracia, no puede achacar sus tristezas a las atrocidades que hemos visto, pues yo sigo pletórico de vida y sediento de placeres.

Ayer nos detuvimos en una iglesia donde un pintor retocaba sus frescos, que representan la Danza de la Muerte. Nos dijo que ésta atrae a más público que los desnudos y las pinturas obscenas. Parece que a los peregrinos les gusta aterrorizarse y disfrutan con el miedo, y los curas negocian con eso y con el sentimiento de culpa de quienes toman la peste como castigo de sus pecados. A esos cuervos les conviene el aturdimiento con que, al modo del vino, el terror y la fascinación de la muerte paralizan a todo el mundo, y que se siga ignorando que la Providencia tiene la lógica de los dados. Entre los hombres la culpa y el miedo se contagian más fácilmente que la peste. En cada aldea asistimos a procesiones de penitentes que entonando el Dies irae se flagelan y laceran en un cuadro no menos lamentable que los enfermos arrancándose las pústulas, dislocando los miembros o mordiéndose las llagas entre chillidos de agonía. Europa toda se ha convertido en un ensayo general para el Infierno.

A la salida de la iglesia, algunos se disponían a quemar a una pobre adolescente con la excusa de que había tratado con el Maligno, como si ofreciéndole aquel sacrificio a la manera de los paganos antiguos pudieran aplacar la ira de Dios y la peste amenguase. Ante crueldad tan disparatada, cerca estuve de acompasarme al pesimismo de mi amo, que salió cataléptico de silencio y palidez, atónito de incredulidad e incomprensión ante la ignorancia y la maldad de aquella gente.

Tomamos el camino del norte, aunque los cuatro puntos cardinales llevan al mismo punto, gritaba el silencio de mi señor, como un eco de aquel otro silencio mayor. El ciego y blanco pájaro de la muerte sobrevuela el continente, ciertamente, pero ya que cuando nos atrapen sus garras nos trasplantará al imperio de las sombras, al país de la nada y la ausencia, ¿por qué no usufructar lo que de bueno nos queda? Bastan un giro del gozne de la voluntad, un esguince del ingenio, para desertar de la melancolía. Ya que ninguna rosa exhala el perfume de la eternidad, me conformo con que me deslumbre el fulgor del instante o el relámpago de una alegría, con atisbar el efímero perfil de la belleza. Cada mujer que nos cruzamos en el camino promete al menos media hora de felicidad sobre el heno y cada pellejo de vino contiene tres horas de olvido, y sin embargo mi señor se obstina en hundir esa cabeza de galápago suya y prolongar la marcha al ritmo de su bayo, tan descarnado y decrépito de mataduras como su misma alma. Lo veía más espiritado que nunca, con la convicción de que su vida entera había sido una búsqueda sin sentido, un tanteo en la oscuridad, ya parecía más allá de la desesperación, en el horroroso páramo de la indiferencia.

Sorprendí saqueando una vivienda abandonada al muy digno Raval, el seminarista culpable de mis desdichas en Tierra Santa, puesto que fue él quien abarrotó la imaginación de mi amo con fantasías y embelecos que lo decidieron a abandonar a su recién tomada esposa y a embarcarse en la Cruzada. ¡Horrísona palabra que equivale a hierro y muerte, estandartes y sangre! Y habituado a eso, a punto estuve de marcarle a Raval la cara a cuchillo, pero me conformé con arrebatarle de las manos la doncella que iba a violar, la muchacha blonda y rubia que se ha acogido a mi amparo. Aunque es bella y modesta, por desgracia no ayuda a llenar los incómodos silencios de mi amo, por lo que no puedo sino consolarme con mis tonadas obscenas y blasfemas.

Más adelante se nos unieron una simpática pareja de cómicos con su pequeño. Al marido lo había rescatado en la taberna otra vez del cuchillo de Raval, al que ahora sí le tajé la mejilla para que no volviera a entreverar sus pasos con los míos. La compañía parece haber animado algo al amo, aunque de vez en cuando se queda aparte, como alucinado o ebrio de melancolía, y hace un rato lo he sorprendido en el claro mascullando solo, entregado a un diálogo imaginario con un personaje cuya voz gutural él mismo imposta, y con quien aparenta jugar al ajedrez como si no lo hiciera contra sí mismo.

Aunque no sean doctos en escolástica ni peritos en San Agustín, estos titiriteros parecen expertos en alegría y no merecen compañía tan lúgubre. Ambos poetas y cantantes, malabaristas y juglares, sueñan despiertos, su arte los hace aptos para la maravilla y los une el amor por la vida al viento de su libertad y trashumancia. Y esta misma noche empezamos a cruzar el bosque que dicen plagado de lobos y ladrones, espectros y demonios, ya cerca del castillo, pero no por eso más seguros a través de este sendero traicionero en donde se adensan sombras y amenazas.

Pero aquí y allá también brillan luciérnagas, esas luces diminutas que parpadean y también pueden deslumbrar como chispazos de eternidad.         

                                                                                                                                                                   

sábado, 19 de enero de 2013

SOLO SE VIVE UNA VEZ


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Ya lo decía mi madre: la vida nunca abrocha el botón al ojal que le corresponde y, paticorta y despareja, siempre luce desaliñada, inexacta, insatisfactoria. O te deja la camisa abierta o incluso sin ella, para que te mueras de frío. Y así, el mismo desajuste que ha hecho que todo el mundo crea culpable a Eddie Taylor ha provocado que Joan ignore al hombre que mejor puede cuidarla, yo, Stephen Whitney, Defensor del Pueblo, y prefiera a Eddie, como sintiéndose solidaria con su desgracia, ya que los partidarios de la mala suerte nos enamoranos de aquello que más puede herirnos y perseguimos nuestro daño y destrucción como al más deseable de los amantes.

¿Quién no ama lo que más le perjudica? Sin ir más lejos, nada me duele tanto como esta misma reflexión. Nada salvo pensar en los ojos rasgados de Joan, que parecen irradiar toda la luz y tristeza de la noche, en su pálida delicadeza, que casi le deja las venas a la vista, en su vulnerable ternura y en ese aire absorto que le hace parecer tan lejos de mí. La expectación y la felicidad la alejaban en la oficina la tarde previa a que liberasen a Eddie. Había cumplido su tercera condena. Aunque Joan lo había conocido en un baile antes de que lo juzgaran y él le había mentido con sus protestas de inocencia, ella acabó por convencerme de que lo representara y para entonces, tres años después, le había conseguido la libertad bajo palabra. Estaba seguro de que era un buen chico que solo se había equivocado de barrio y compañías.

En todo caso es típico de mí utilizar en mi contra el escueto poder que tengo y estrangular mis últimas posibilidades con Joan liberando al hombre que ama. Aquella tarde a que me refiero, antes de ir a recogerlo a la puerta de la cárcel, mientras ella chispeaba de alegría y abrazaba en el aire el fantasma de un Eddie que no tardaría en materializarse, yo me ahogaba de tristeza y el cadáver de mis ilusiones ni siquieta era aún capaz de ascender a la superficie. Nunca habría creído que pudiera entristecerme así la alegría de Joan y con tal de penalizarme le concedí dos semanas de vacaciones para que celebrasen su simulacro de luna de miel. Justo el tiempo que él tardaría en incorporarse al puesto de transportista que le había encontrado; solo me faltaba comprarles la cama de matrimonio.

Estaba seguro de que estaban condenados a la felicidad: para Eddie no había mejor reinserción social que el amor de Joan. La única sombra que los perseguiría como una maldición sería la de los prejuicios contra los ex convictos. Y así, en aquellos primeros días, con Eddie recién salido de la prisión y yo ingresado en la soledad –cómo la odio desde que conocí a Joan-, principiaron los problemas. Los expulsaron sin motivo de una pensión. Ella me lo contó de vuelta, pero de lo que los dos tardamos más en enterarnos fue de que a Eddie su jefe lo insultaba, vejaba y hasta lo despidió por un retraso de media hora en una ruta de varios días con el camión.

Es imposible que un ex delincuente se reforme si quienes lo rodean siguen considerándolo un criminal; al final todos nos comportamos según lo que se espera de nosotros. Lo cierto es que Joan y Eddie ya habían abonado la entrada por una casita en el campo. Y a Eddie, sin dinero para afrontar el primer plazo y sin encontrar otro empleo, después de suplicarle en vano a aquel tipejo que lo readmitiera, debió acosarle la tentación de volver con sus antiguos correligionarios cuando por casualidad se cruzó con ellos.

Ahora él jura y perjura que no ha participado en el atraco al furgón que aquéllos perpetraron a las puertas del First National Bank, y que aunque le pertenece, el sombrero que con sus iniciales fue hallado en el lugar del crimen lo colocaron sus antiguos compañeros para achacarle el golpe. Y yo creo que dice la verdad: la vida es lo bastante chapucera para que sea así. Como decía mamá, la camisa siempre está coja, despareja o desabrochada. Y rehabilitado por el amor, es imposible que se haya arriesgado a una cuarta condena que en este estado lleva conlleva la silla eléctrica. Ojalá pudiera creerlo culpable.

Desde luego, para Joan también es inocente. De hecho, confiando en que le harían justicia, lo instó a entregarse. Por mi parte, le guardo a Eddie una especie de confianza de segundo grado. Confío en él porque la persona que amo así lo hace, y los ingenuos creemos en la clarividencia del amor. De todos modos, es imposible seguir siendo un criminal si Joan te ama. En ese caso hasta yo me rehabilitaría de mi resignación y me reformaría de mi tristeza.

Y sin embargo, acaban de declararlo culpable. Los miembros del jurado han mirado a Eddie con la misma actitud de los dueños de aquella pensión o el gerente de la empresa de transportes. En realidad esta situación se parece a una enfermedad contagiosa, a una cadena de sufrimientos o una cuerda de presos. La desgracia se ha enamorado de Eddie, para librarlo de ella Joan lo ama cuanto más lo acosa la otra –celosa-, y mi amor por Joan aumenta conforme mis posibilidades con ella tienden a cero.

Y los tres apreciamos demasiado a nuestra mala estrella como para que alguna noche deje de ensombrecernos el camino.   

                                                                                                                                                                 

miércoles, 16 de enero de 2013

DÍAS SIN HUELLA




                   


Conmigo, Wick Birnam, el hermano menor de ese borracho de Don, hasta ahora la vida se ha portado como una mujer fatal que se entrega a todos menos al que la ama de veras.  Justo al revés de Don, que todo lo desgrana sin haberlo cultivado. Predilecto de nuestra madre, aunque a los quince ya volvía a casa en zigzag, trazando arabescos con los pies y dejando una estela alcohólica, papá lo envió a la universidad porque, aunque sacaba peores notas que yo, decía que tenía más posibilidades, y nada menos que a Cornell, porque un tal Nabokov impartía allí clases de escritura creativa. Don quería dedicarse a la literatura y creía que bebiendo como Faulkner o Hemingway lograría un estilo parangonable al de ellos.

Antes de irse lo eximieron del servicio militar y yo ingresé en el mundillo de los seguros. En la facultad debió prolongar su idilio con la botella, pues apenas aprobó nada en dos años y volvió a casa con la excusa de que quería escribir a tiempo completo. Seguro que emborrachando al editor de turno logró publicar un cuento, “La Botella”, en no sé qué revista, y la familia toda lo coronó de laureles y pámpanos como a Baco mientras yo no paraba de rellenar pólizas en la oficina y recibía palmaditas de consuelo por no tener su talento. El cual se reducía a escandir y libar todo tipo de licores.

Sin embargo, después del accidente que mató a nuestros padres, aquel joven tan brillante vivía a mi costa y hasta le daba yo dinero suelto para cigarrillos, asistir a algún concierto (su aria favorita es el brindis de “La Traviata”) o, por supuesto, mantener a su querida –la botella-. Don no paraba de llenar papeleras y vaciar copas. La verdad es que si me ofrecí a mantenerlo hasta que publicara, fue para demostrale que nunca lo conseguiría y enseñarle al mundo cuál de los dos hermanos era el realmente inteligente. Hoy en día su imaginación se reduce a encontrar sitios donde esconder botellas.

Pero se me apretó la primera tuerca del tormento cuando me enamoré de Helen, la novia de Don, que por supuesto no la merece. Y mientras ella se afana en dilucidar el inconcebible movimiento que lo libre del jaque mate, ni siquiera se habrá fijado en el otro jugador. Dudo de que sepa el color de mis ojos. Y eso que desde el principio, aparentando encubrir sus borracheras y darle cobertura en las resacas, intenté presentarme ante ella como el hermano abnegado y generoso, lo cual también me valió para retrasar su conocimiento del problema (Helen debe tener embotado el olfato). Al seguir idealizando a Don durante más tiempo, yo esperaba que al final su imagen caería de un pedestal más alto y se rompería en un millón de añicos. La primera vez que ella vio rodar una botella debajo de la cama., aparenté que el borracho era yo para hacerme el noble a sus ojos, sabiendo que la verdad no tardaría en aflorar.

Eso fue hace bastante. Esta tarde, en teoría para coronar una cura de diez días de abstinencia, habíamos quedado él y yo en irnos a la granja familiar y pasar allí el fin de semana. Íbamos a coger el tren, pero Don aprovechó que a Helen le sobraba una entrada del concierto para animarme a acompañarla con la excusa de que no fuera sola y de que a mí me gusta Brahms más que a él (su músico favorito es aquel borrachuzo hermano de Haydn). Aunque ella no era partidaria, para darle ocasión de recaer aparenté admitir sus protestas de sobriedad y le hice jurar –yo sabía que en falso- que tomaríamos el tren de las ocho. Antes de salir le encontré una botella colgando del marco de la ventana como del último hilo de esperanza. Mientras me aseguraba que la había puesto allí antes del último período de abstinencia, disfruté observando los sedientos ojos con que me vio vaciarla en el lavabo. Si la pobre Helen se hubiera estado desangrando, no habría él puesto esa mirada de sorda desesperación.

En el ascensor tranquilicé a Helen diciéndole que no le quedaba dinero, que todos los camareros del barrio estaban advertidos y en el piso no quedaba ninguna botella más. Por supuesto, una sonrisa invisible se esbozaba tras mi clásico rictus de responsabilidad. Seguro que en aquellas tres horas Don apuraba litro y medio de cualquier parte, quizá hasta se pusiera a gritar viendo culebras y murciélagos, y a la vuelta el espectáculo que nos encontraríamos convencería a Helen de que la partida estaba perdida. Abandonaría y por fin yo me comería a mi reina. Despiés de haber tolerado a semejante cafre le resultará irresistible alguien como yo, que desayuna cereales, va al gimnasio y a la iglesia, trabaja en la misma oficina de seguros desde hace quince años y no bebe más que un vaso de leche antes de acostarse a las diez –los fines de semana a y media.

Lo mejor del caso es que le he dejado a Mrs. Foley, la limpiadora, los diez dólares de su paga en el azucarero sabiendo que él los encontrará y que el dueño de ningún colmado va a perder la ocasión de hacer una venta. O dos, porque como ya no le importa la calidad del whisky, tendrá para un par de botellas. Y si no encuentra el billete, ya se las arreglará. Ni un general ante el campo de batalla, ni un inversor en la Bolsa, ni siquiera el escritor que nunca será ante la hoja en blanco, despliegan la energía y la astucia de un alcohólico para procurarse el siguiente trago.

De vuelta del concierto no lo hemos encontrado en casa. ¡Estará acoplado a cualquier barra creyéndose un poeta o ahogando en whisky su frustración por no serlo! Así que ante Helen me he hecho el ofendido, he renunciado a la menor responsabilidad respecto a él y cogido un taxi hacia la estación. Oficialmente he desamparado a Don. Ella estará buscándolo por los bares del barrio; para el lunes, cuando yo esté de vuelta, ya se habrá desengañado del todo.

En estos días de borrachera espero que a Don se le prendan las sábanas con un cigarrillo o se ahogue en su vómito. Aunque estos años he disfrutado viéndolo humillarse y degradarse, y varias veces, con la excusa de que reaccionara, le he atizado cuando más indefenso estaba, la verdad es que ya estoy tan harto de la situación como si de veras hubiera intentado que se curase. El problema de los hipócritas es que nuestro trabajo a tiempo completo es agotador y hasta en sueños hemos de disimular lo que hablamos junto a invisibles compañeras de cama. Helen también está harta y no tardará en olvidarlo. Los seguros ya se me han quedado pequeños y sus padres son millonarios.

Teniendo en cuenta  el estado en que estaba Don el día que lo conocieron, seguro que ellos me prefieren a mí. Sería la primera vez que alguien lo hiciera.