lunes, 6 de mayo de 2019

LA MÚSICA AMBULANTE (Relato)


                Resultado de imagen de mark rothko obras

En la salita Carmen ensayaba la pieza de violín que debía aprender su hija. Se trataba de unas variaciones sobre Rule Britania. Después de varios intentos la melodía fluía clara y nítida de su arco. A las once se vistió para salir a comprar al mercado. Salió a la mañana serena y soleada y por el lado de la sombra se dirigió al centro de la ciudad. Por la acera los peatones evolucionaban alegres y elásticos. Le devolvió la sonrisa una niñera filipina, de la mano de una niña rozagante y sonrosada. El sol se ocultó tras la nave pirata de una nube. Tronó como un cañón, una marea de papelitos reptó por la calzada a silbidos del viento y olió a chamuscado. Le llamó la atención una melodía de violín procedente de un rincón. La música evocadora y nostálgica le transportó a un mundo puro y transparente. En la esquina una música callejera tañía su violín. Una boina vacía de monedas yacía en la acera. La gente pasaba de largo sin fijarse en las frases musicales tocadas por la artista. Era el tema principal del concierto de Max Bruck. Cuando Carmen le atisbó la cara, una astilla de hielo se le clavó en el corazón. Le resultaron conocidos los ojos verdes que le comían la cara, la nariz respingona, la boca jugosa y llena que temblaba con vida propia. Se reconoció a sí misma en tales rasgos, una doble perfecta tocaba el violín en la esquina, y salió despavorida de allí. Levantó la mirada y no identificó la calle tumultuosa y en cuesta donde se hallaba, había equivocado su camino al mercado. Al cruzarla provocó el pitido de un claxon. Dejó atrás a una pareja de turistas con los pantalones cortos, volvió la cabeza, y al reconocer a la artista callejera siguiéndole casi atropelló al adolescente en camiseta que le precedía. Herida de pánico echó a correr. Los latidos del corazón le ensordecían sus pasos. Estaba segura de que si la violinista, su doble, la alcanzaba, caería víctima de un infarto masivo. Sí, si su doble la atrapaba y se fundía con ella como un reflejo en el espejo, moriría. Se ahogaba. Adelantó a una pareja de ancianos y vio a su doble precipitarse tras ella calle arriba. La melodía que le había oído tocar le repercutía en el oído, en su cerebro, pertinazmente. Reconoció el portal del mercado y entró entre el gentío, esperando darle esquinazo. Por fin respiró.
                 Hizo dos colas, en la verdura y en la fruta, y otra en el pescado. Cuando salió vio a la violinista aguardándola en la otra acera y una garra de hielo le apretó el corazón. Echó a correr, con la bolsa golpeándole en las pantorrillas. Jadeante, dejaba atrás a los peatones. Un rayo iluminó las sombras de la mañana. Contra el viento, se dirigió a una cafetería que tenía salida trasera. El trueno hizo retemblar los adoquines de la calle, pero no llovía. Seca y estruendosa, la mañana ladraba como un perro sediento. Carmen llegó a la cafetería, entró, dejó atrás la concurrida barra y salió por la puerta de atrás. Sin aliento, sintiendo el corazón como un reloj dislocado, galopó por la calle. Reconoció las casitas con flores en los balcones de su barrio. Volvió la cabeza y vio a una pareja abrazada junto a una farola, la sonrisa bobalicona de un joven rollizo y el tic en la mejilla de un canoso con gafas, sin rastro de la música ambulante. Se dirigió a casa, tranquilizada y segura de haberla despistado. Alcanzó el portal sin novedad y subió a su piso. Después de embocar la cerradura con problemas, apoyó la espalda en la puerta cerrada. Respiró hondo. Se sintió a salvo.
                 Recobrada, se puso a limpiar los boquerones, los enharinó y encendió el fogón para freírlos. Sobre el chisporroteo de la sartén un timbrazo rasgó el silencio. Era la hora de la llegada de su hija. Fue abrir y en el vano de la puerta se recortó la figura no muy alta pero aguda de la violinista. El horror la dejó como una estatua, sin reaccionar. La música se llevó la mano al corazón y cayó exánime en sus brazos. Su violín cayó al suelo y el arco le acarició los pies. Ella abrazó el cuerpo y lo llevó al sofá. Estaba pálida y rígida. La tendió y no le encontró el aleteo de ningún latido en el corazón.
            Le quitó la boina y se la caló en la cabeza. Como un autómata Carmen se dirigió a la puerta y cogió el violín y el arco. Cerró y se encaminó a la calle. A paso ligero y ciego fue a la esquina de la artista callejera. Depositó la boina en el suelo y se puso a tañer el tema principal del concierto de Max Bruck. Las primeras gotas pusieron en fuga a los peatones. De su arco fluía la melodía pura e hiriente, nostálgica y maravillosa, que tanto le martilleara en la cabeza. Un hombre de mediana edad dejó una moneda en la boina. La lluvia redobló pero la música triunfaba sobre los chapoteos. Un nutrido grupo se empapaba oyendo la música viva y prodigiosa. Las monedas llenaron la boina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario