sábado, 28 de septiembre de 2013

EL LEÓN DE LOS ACTORES



Solo se mueven las cortinas caladas de encaje por las que se infiltra la radiante luz de Sicilia en la sala donde la familia Salina celebra el rito del rosario: a la izquierda las mujeres, la consorte y las dos hijas mayores, de rigurosos rasos, precediendo a la institutriz y a las niñas, y en último término las criadas; a la derecha el primogénito y los parientes, delante de los mayordomos; y presidiendo el Padre Pirrone y el Príncipe de Salina, un gigante con testa de león, todos reclinados y a la vez altivos, perfilados contra el lujo lóbrego, estatuarios, componiendo un cuadro digno de algún viejo pintor, apenas desgranando las cuentas entre los dedos y sin dejar de salmodiar las preces como los grillos hilvanan su rosario nocturno, monolíticos en el tiempo embalsamado, apenas los reflejos de la luz ondeando en óleos y tapices, hasta que se rebulle el Príncipe, y una voz que no es la suya, airada y tajante, interrumpe los rezos.

Tampoco ha sido la voz del Padre Pirrone, que desde su sórdida astucia observa al nuevo personaje que, investido de una autoridad superior a la del Príncipe, irrumpe en el salón y, aunque viste un atuendo muy distinto al del resto, tampoco se trata de ningún casaca roja de Garibaldi que haya venido a combatir la religión y a la nobleza, sino que por contra ostenta su aristocrático origen en el aguileño perfil, en el ademán imperioso y en el placer con que se entrega a la ira:

-¡Corten! –repite por última vez Luchino Visconti, el director de la película, furibundos los ojos de halcón, resollando de furia, la cara descompuesta en las piezas de un puzle destruido cuando solo faltaba por ajustar la última de aquéllas, y de eso se trata, de que un pequeño detalle acaba de arruinar su meticulosa puesta en escena y por vigésimo cuarta vez habrá que repetir el rodaje de la secuencia y ahora por culpa del actor principal, según Visconti se lo hace saber encorvado de cólera contra éste, que aún mantiene reclinados sus ciento noventa centímetros, pues en el rodaje se ha movido demasiado pronto y ha mirado a destiempo a la entrada.

Aunque de momento el actor leonado parece sereno –o tal vez estupefacto, como quien recibe su primer puñetazo, solo que en este caso es su orgullo el apaleado-, sus transparentes ojos ya reflejan la misma ira del director y todo apunta a que en cuanto reaccione se negará a repetir la escena por tal minucia y quién sabe si desatará contra el italiano la tormenta de una energía durante mucho tiempo acumulada. Seguro que lamenta haber dejado los Estados Unidos, donde hace poco ha ganado el Oscar al Mejor Actor y él mismo oficiaba de productor de prestigio. Allí nunca nadie ha intentado domesticarlo a él, el león de los actores, y justo era él mismo quien a veces devoraba a algún que otro director. Con una llamada a Los Ángeles podría amilanar a este insolente domador italiano; él entiende de eso: en sus inicios había trabajado en un circo.

Del trapecio había saltado a Hollywood y se había labrado una extraordinaria carrera para que ahora viniera a criticarlo este maniático director que para colmo era comunista (después de todo tenía mucho de casaca roja) y homosexual.

Nunca se acabaría el desfile de sus personajes por la pasarela de los más míticos del Cine. Entre otros, había incorporado a un boxeador en declive que, tras birlarle la novia y el botín a un gángster, espera resignado y tendido en la cama como ensayando la muerte, la inminente llegada de dos asesinos a sueldo. También había dado vida al ambicioso marido de la dueña de una fábrica de productos químicos que, postrada en cama por una minusvalía psicosomática, oye en un cruce de líneas cómo él trama su asesinato. Le había dado el Oscar el papel de un buscavidas que se hace predicador y, con el apoyo de una ferviente evangelista, estremece en su provecho a medio país con sus sermones sobre el demonio, hasta que las equívocas sombras de su pasado vienen a despojarlo de su fama y fortuna. Y también estaba su personaje más querido, el de aquel preso condenado a la perpetua que atenuando su soledad con la compañía de un gorrión lo cura de una enfermedad y con los años se convierte en una autoridad ornitológica.

Y después de todo aquello viene este Visconti a humillarlo delante de aquellos actores jóvenes, Alain Delon y Claudia Cardinale (¡qué morena!) y a exclamar que por su culpa habría de nuevo que repetirlo todo. Así que por fin el león –el rey- de los actores que hasta ahora ha seguido reclinado como si aún rezara el rosario, erizado de arrogancia se erige en toda su estatura, soberbia y majestad frente al insolente noble que pretendía destronarlo, y cuando todos esperan que le responda con un rugido o hasta le dé un zarpazo –como mínimo que lo desplante abandonando el plató-, recuerda sus orígenes en el circo, piensa que la humildad es el privilegio de los mejores y, prometiendo esmerarse, por primera vez olvida que se llama Burt Lancaster.     

                                                                                                                     

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