lunes, 16 de febrero de 2015

BULLITT


Dichoso Bullitt de helada sangre, voz de cubitos y ojos invernales. Es capaz de sudar carámbanos. Tiene la piel anfibiana, nervios de pedernal y un aspecto linfático y apático que disimula su deslizamiento de anguila y esa sutileza de lagartija que se escurre por el resquicio de la menor ocasión. Con razón me decía Sally que desconfiara de los tipos resecos y recomidos, parecen pulidos por el odio, hambrientos de muerte, limados de pura maldad, concentrados de rencor y resquemor. Pero pese a su distante frialdad y aunque la opinión pública lo halague, a causa de su constante roce con el hampa, a Bullitt acaba por salpicarle la sangre de la violencia; empantanados en el mismo cieno, el policía y el delincuente chapalean en la misma charca, se abrazan en la muerte unánime. No hay diferencia entre ellos y nosotros. Aunque parecemos distintos, bailamos la misma danza.

                                
  
Por su culpa aquí me veo, entusiasta y pesimista, padeciendo en manga corta hawaiana el relente nocturno de Frisco y esta humedad más fría que la caricia de una puta, debido a mi hipotensión y al nivel del mar al abismo de un mareo, y trasegando un perrito caliente después de que él haya alternado en un restaurante de postín, con la vista fija en la ardiente ventana de su dormitorio, aún lamentando que me haya abandonado la golfa de Sally y temiendo que en esta ciudad tan liberal me aborde algún joven sensible en busca de comprensión, mientras que tras los visillos ese maldito Bullitt se refocila con su morena castaña de bandera izada. Aún no he superado que me deje una mujer que no tiene más opción que hacer la calle. Ahora que están regando el asfalto me la imagino a estas horas desprendiéndose con la ducha de las huellas del último cliente. Me consuela que de un momento a otro una llamada interrumpirá la faena de Bullitt. Espero que Dick cumpla con la suya y en estos momentos esté liquidando a ese traidor de Johnny Ross en el hotel Daniels.

                   

Gracias a mi seguimiento de Bullitt he avisado a Dick de que esta noche no le toca turno de vigilancia en el hotel, es la mejor coyuntura para hacerlo. Cuando haya perdido al testigo protegido, Bullitt, hasta ahora favorito de la fortuna, caerá del pedestal en que lo tienen la prensa y el público. Y me he librado de presenciar el asesinato de Ross, me repugna asistir a la efusión de sangre, y que pare este maldito viento de una vez. Ya que no hay aparcamiento, debería haberme quedado en doble fila, en el interior del convertible, pero quizá hubiera llamado la atención.
Y a un salto de mi corazón la luz del dormitorio de Bullitt se transmite a la ventana de abajo, han debido avisarle de que acaban de ejecutar a Ross. Y no bien lo veo precipitarse escaleras abajo –ya impecable en su jersey negro de cuello vuelto, americana de mezclilla y tejanos de rodeo-, me desparramo hacia mi convertible de tercera mano, doy un traspiés y a contrapié mi pie derecho zancadillea al izquierdo, desmadejado me abrazo a un semáforo, se me parte el puente de las gafas, y con la miopía desnuda, ciego de furor, tras intentar forzar la puerta de otro auto, doy con el mío, arranco y logro seguir la estela de gases del Mustang de Bullitt porque sé la dirección del hotel Daniels. Es un hostal de tercera donde esperaban que Ross pasara desapercibido, ya que les consta que en los lujosos tenemos oídos en la moqueta y ojos en los espejos.

                  

Chalmes, el político que según nuestro confidente le ha encomendado la misión a Bullitt, no podrá presentar a la comisión del Senado a su testigo estrella y con su cólera derretirá los ojos de hielo azulino sin cejas ni pestañas de mi bestia blanca. Degradado, Bullitt acabará por hacer la patrulla y detener a prostitutas como Sally. Los dos harían buena pareja, a mí que me deje a su castaña.
En el trayecto, y a pesar de que hasta este semáforo no me he puesto las lentillas de emergencia, apenas he atropellado a un motorista y embestido a una furgoneta mal aparcada. A la puerta del hotel ya se ha concentrado un parque de ambulancias y coches de policía, los agudos de las sirenas rasgan el silencio de la noche y los pilotos deslumbran la curiosidad de los vecinos. Salgo a por noticias. Del vestíbulo asoma Delgetti, el colega de Bullitt, junto con la camilla donde yace su compañero, el que estaba de guardia con Ross. Espero que esté fiambre; cierro los ojos para evitar el horror de la visión de las heridas. Un poeta como yo no debe mancharse ni la mirada de sangre.

                                

Al poco ha aparecido la camilla de Ross, y entre los periodistas se rumorea que solo está malherido. Ese Dick está perdiendo facultades, ya le advertí al Jefe que pese a su aspecto glacial y mirada letal ahora falla incluso con su rifle de cazador de elefantes. Ni la vileza ni la ruindad garantizan exacta puntería. He visto que Bullitt subía a la ambulancia con su colega herido, más que para confortarlo, a fin de sonsacarle la descripción de Dick; con su inhumano temple, no le repugnará la sangre. El conserje se guardará de identificar a nadie de los nuestros. Desde una cabina llamo al Jefe y me ordena dirigirme al hospital para ayudar a Dick a rematar su trabajo.

                                    

En la puerta automática de urgencias atisbo un reflejo astillado de mi oronda silueta, blanda de ondulante grasa, y me pregunto por qué mi corpulenta prestancia va a ser menos cool que esa sabandija de Bullitt. Resollando de ansiedad remoloneo a la escucha de noticias. Oigo rumores de que el policía se va a recuperar y de que el estado de Ross no pasa de ser muy grave. No encuentro un asiento libre, sin café ni comida –la cantina está cerrada- voy a desmayarme, y solo me recobro con la indignación de ver que una enfermera le trae un refrigerio a Bullitt. Pero pronto le va a mudar la suerte: a través del pasillo se acerca Chalmes, encorvado de ira, la furia le encrespa el pelo de camello del abrigo. Se detiene frente a Bullitt, que ha dejado de comer. Hablan sin gestos, parecen serenos, pero están hipnotizados de mutuo odio, filamentos eléctricos se tienden entre sus miradas. Los ojos de Bullitt parecen de serpiente, ¡ese tipo me da grima!
Veo que el amigo Dick ha llegado, al menos su atuendo respetable y edad provecta le valdrán la confianza de las enfermeras y con la excusa de ser un familiar podrá acceder a la habitación de Ross y rematarlo con la lezna que porta en la pantorrilla. Salgo a estacionar el coche en la salida de atrás, donde tengo orden de esperarlo. Soy el rey del volante, ¡si Bullitt nos persigue lo perderé arriba y abajo por las rampas y toboganes de las calles de Frisco, al ritmo del toma y daca que a Sally tanto le gustaba en el sofá!       
             
                                    
             
                                                                                                                                 

2 comentarios:

  1. Uno se queda quieto admirando a los personajes que tienen vida en la pantalla..mientras Bullit hace su conspiración propia..se envuelve de misterio y su objetivo es lo principal..
    Con tu relato vibrante la he vuelto a ver como si fuera en mi living una mas de las sin cuenta restantes.
    Brillante escribes
    Un abrazo desde el sur

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  2. Muchas gracias, me alegro de que te haya gustado. Es un enorme thriller con secuencias antológicas. Adoptando el punto de vista de un personaje marginal e imaginario, lo he tratado con un tono de cariñosa parodia.
    Saludos también desde el sur, en este caso el sur del norte.

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