George Orson Welles,
Shakespeare del
cine,
también tú borde
bardo bordador de metáforas,
ambos bordeáis
lo divino, inventores de la poesía y el cine
que los hombres
habrían creado en la torre de Babel,
como él eres
universal y a veces invisible, según Borges todos y nadie,
actor, autor,
director,
los dos de
rostro etéreo, venéreos, venusianos, marcianos,
embozados tras
una capa tejida de pétalos rojos y mariposas negras,
con el misterio
pululante en el brocal de vuestros párpados,
como pasó a
Charles Foster Kane, George Amberson Minifer o Hamlet
un extraño
usurpó tu sitio en el lecho de tu madre,
la ausencia de ella
te expulsó de niño del reino de los adioses
pero el dolor
convocó en tu mirada los espíritus de la emoción y la belleza.
Como Kane, Amberson,
Hamlet, empezaste en la cima de tu gloria,
y en el vértigo
de tu apoteósico descenso brillaste como un ángel caído,
primero artista
bendito y después maldito,
hijo prodigio y
pródigo de Hollywood,
Welles, tu
versión de Wells invadió el mundo con una pandemia de pánico,
y la meca del
cine te regaló una lámpara maravillosa, la RKO,
para que dieras
a la luz y a la sombra las mil y una historias que gestabas,
y para crearlas
podías frotarla y pedirle al genio tres millones de deseos,
solo que el
genio eras tú, Orson-Cagliostro-Ariosto,
que en los espejos
paralelos de tus ojos armabas el decorado de los sueños,
que con la
batuta de tu puro suspendías el silencio más allá del tiempo,
que con el
ángulo de tus contrapicados conquistabas el cielo,
que con la
profundidad de campo nos acercabas la línea del horizonte,
que en las
frases de tus planos retrasabas el punto y seguido del fundido,
que con la sed
de sombras de tu lente creabas el esplendor de un espejismo,
que con tu
sentido espacial pintaste escenarios que se precipitaban al vacío,
que con la
epilepsia de tu cámara escenificabas la muerte de tu padre,
hombre del
Renacimiento si no fueras tan barroco,
un artista tenebrista
que en el claroscuro componía imágenes ingrávidas,
vanidad de
arabescos que titubean en un escorzo de instantáneas sombras,
monumentos de sonido
que se desploman en el esplendor de su decadencia,
inventor del
gran angular,
tú deberías
haber sido el capitán Ahab
o la Ballena
Blanca, Leviatán,
Calibán,
o más bien el
demiurgo Ariel,
Orson-oso,
gigante, mastodonte, formidable, tótem de los hotentotes,
y también
dinámico y formidable, errante, ligero y trepidante
como si tu
querida catedral de Chartres fuera itinerante,
cuando para
financiar tu versión de Cervantes, cineasta andante,
caballero de la
genial figura, idealista en pugna con el tiroides,
alquilabas tus
inmensurables libras de carne para incorporar personajes
y cámara en
ristre salías por las carreteras de Europa o en yate
a liberar al
cine del encantamiento del pop y del cine de autor,
Orson, sensual
Falstaff, dionisíaco y afrodisíaco gourmet,
con la barba de
perlas y mandrágoras, corales y caracoles,
tu tristeza
tenía la sonrisa de un niño que juega a ser mago,
tu belleza tenía
el descaro de un joven que juega a ser malo
(Harry Lime,
bisnieto de Macbeth, que de haber vivido
se habría
convertido en Mr. Arkadin),
tu mente tenía
una lente que potenciaba cada imagen,
tu mirada tenía
una cámara oscura que hechizaba la vida.
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