Ya
no esperaba que usted, Woody, un cineasta camaleónico, esta vez bajo la
condición de documentalista paródico, recurriera a mí, Mr. Allen, una de las
múltiples variaciones o escisiones esquizoides de su personalidad, el
intelectual comprometido –conmigo mismo, se burlaría usted-, el cronista de su
tiempo, el crítico que desde su eminente atalaya –sí, dígalo, a ser posible un
ático de lujo en Mantattan-, analiza los acontecimientos del siglo XX, recabara
mi opinión sobre Zelig; y ha constituido una sorpresa que me reclamara a dar mi
testimonio en este plató decorado como si fuera mi despacho, porque
paulatinamente he sido marginado de la icónica imagen que de sí mismo, Woody,
le ha interesado cultivar, el arquetípico judío neoyorkino, cómico y patético,
irónico e histérico, hipocondríaco y escéptico, que se burla del mundo
empezando por usted mismo.
Se lo diré de una vez, antes de que
me prive de metraje: en cuanto conocí el caso Zelig supe que usted se basaría
en la versátil personalidad de éste, en sus múltiples metamorfosis de
personalidad, en este Proteo –no Prometeo- moderno para indirectamente
referirse a sí mismo. Sí, ésta es la enésima prueba de su narcisismo
solipsista, Woody, de su ensimismamiento en sí mismo –valga la redundancia-.
Sostengo que Zelig es una metáfora del artista, y por ende de usted mismo. Por
favor, no me replique, estos siete minutos me pertenecen, y espero que mi
erudito, equidistante, ecuánime plano medio se sostenga en una secuencia continuada
y no sufra ningún corte, doblaje o trucaje típicos de ustedes los cineastas.
Mi declaración se articula sobre un
estricto criterio histórico crítico, pues por razones cronológicas –como le
consta a usted, exacto coetáneo mío- no viví la época de Zelig, la era del
jazz, y la primera prueba que aduciré como demostración de mi tesis finca en la
intimidad de Zelig con artistas como Fitzgerald o Gershwin. Desde el principio
me fue transparente la que para tantos analistas resultó opaca cuestión de
Leonard Zelig, aquel judío enclenque e insustancial, en apariencia tan feble y
ligero como una hoja al vuelo de cualquier otoño de Central Park, con ojos de
batracio tras el cristal de pecera de las gafas, y aire de Buster Keaton con
voz propia, que involuntariamente adoptaba el físico y se adaptaba al intelecto
de su acompañante de turno. Y así, si conversaba con un psicoanalista vienés,
perdía el pelo y le crecían perilla y un puro en una boca que emitía
consonantes forjadas metalúrgicamente al fundar su teoría de la masturbación
como sublimación de la frustración de los instintos creativos; si compartía
mesa con un boxeador, se le partía la nariz, varias tiritas le ribeteaban la
mandíbula y se le fortalecían bíceps y deltoides, al tiempo que su capacidad
expresiva se debilitaba; si jugaba al ping pong contra un chino, la tez se le
volvía cetrina, con la pala por primera vez blandida desplegaba un juego
demoledor, y los ojos se le rasgaban en rendijas. Y así sucesiva,
infinitamente… Voy por la mitad de mi argumentación, ¿cómo vamos de tiempo?...
Pues bien, según confesó él mismo en
una sesión de hipnosis a su analista, Eudora Fletcher –en el film tan
significativamente parecida a su musa de entonces, Woody, como Zelig parecía su
gemelo-, aquel síndrome psicosomático respondía a su necesidad de empatizar con
todo el mundo, a su inconsciente interés en caer bien a la gente para sentirse
seguro. Lo cual no es sino una alegoría de la facilidad del creador para
convertirse en todos sus personajes y fijar como propio, en un alarde de
imaginación y perspectiva, cada uno de sus puntos de vista. Esto es, tu propio
caso, permíteme que te tutee, ya que somos tan cercanos. Zelig eres tú. Y de
ahí que hayas tratado con tan entrañable piedad y evidente complacencia
–contigo mismo- a ese neurótico cuya enfermedad acaba salvándolo. Ya solo te
faltaba mostrarte indulgente con tus propias taras. Porque el peregrino
argumento del film debe su final feliz a una recaída en su manía de
transformarse, de suerte que gracias a que ocupaba el puesto de copiloto de
repente se convertía en un piloto genial que cruzaba el Atlántico en tiempo
récord y con el aeroplano bocabajo… ¿Cómo dices? ¿He revelado el desenlace
antes de tiempo? Pues aprovecha para incrustar mi testimonio en el momento
cumbre, tanto mejor para la película. Lo cierto es que con aquella anécdota te
estabas justificando a ti mismo, Woody, reivindicabas que de tus neurosis, de
tu talento imitativo, extraes tu panacea. ¿Me equivoco? Bah, ya cortarás mi
intervención según tu conveniencia. En el montaje todo se manipula, ya lo dice
su nombre.
Por lo demás, esa defensa de la
enfermedad se contradice con la adoración que Zelig rinde a su analista-esposa
por haberle curado. También a ti desde siempre te ha encantado ser un maníaco,
has defendido el inalienable derecho de todo neurótico a no ser importunado por
ningún metomentodo curandero, y aparentando ser un usuario compulsivo de los
divanes, y pocos quedarán en Brooklyn en cuyo cuero no hayas imprimido el molde
de tu canijo cuerpo, no has hecho sino caricaturizar a los terapeutas.
Ya que al parecer aún no me has
cortado, voy a seguir fundamentando mi teoría de que ese hombre mutante que es
todos y nadie –pues bajo tantas personalidades no subyace un carácter propio,
detrás de tantas máscaras carece de cara-, simboliza al creador. Y así, otros
rasgos que acercan a Zelig al artista, a ti mismo, serían la concepción de su
arte como medio de satisfacer su insaciable necesidad de ser querido; las
dispares interpretaciones y hasta apropiaciones que sufre por parte de
intelectuales, políticos o grupos religiosos; los destructivos traumas
infantiles revertidos a favor de su capacidad creativa; sus recurrentes accesos
de misantropía; la radicalidad con que pasó de darle la razón a todo el mundo a
practicar la contradicción sistemática; su soledad existencial; su tendencia a
la falacia y a la impostura, debida a las sucesivas transformaciones de
personalidad, y que le llevó a ser reo de poligamia e intrusismo, un farsante
involuntario; su falta de seriedad y formalidad, provenientes de su carácter
imprevisible… En fin, una oda a tu polifacético talento, Woody. Zelig se reduce
a una justificación de tu vida rodada a mayor gloria de tus instintos más
nihilistas y anárquicos, irónicos y aniquiladores –demoledores y
paradójicamente creadores- que han acabado por arrinconarme a mí, el
intelectual, el pensador lógico y constructivo capaz de estructurar el mundo en
categorías mentales. Y espero que ya no quede más cinta porque no tengo más que
decir y me temo que en vez de lograr mi secreto objetivo de que te fueras
asimilando a mi personalidad y procuraras imitar mi rigor, soy yo el que
empiezo a perderlo, a dejar que me fascines y en cualquier momento me reiré de
mi seriedad frígida e insoportable pedantería.
No hay comentarios:
Publicar un comentario