He
sufrido una recaída; mi ánimo se ha resentido. Mi madre se ha ido de viaje a
Bélgica con mi hermano y hago en solitario los paseos de la tarde. Y no hay
remedio: me he convertido en uno de ellos. Desde que no puedo leer en el parque
me he hecho miembro de una especial tribu del parque García Lorca. Por
supuesto, no me refiero a los voyeurs ni a los que toman el sol –los mirones y
los mirados-, ni a los vagabundos ni a los turistas, ni a los paseantes de
perros ni a los jubilados –con o sin júbilo-, ni a los bebedores ni a los
deportistas, ni a los paseantes ni a los sedentes, ni a los enamorados ni a los
abandonados, ni a los poetas ni a los fumadores de hachís, sino a una
particular casta de maduros componentes del sexo masculino, cuarentones como yo
y cincuentones que durante horas y horas fatigan el parque y pasean sin norte
por los senderos, desesperados y solitarios de raza blanca y sin trabajo, poco
agraciados y con el semblante devastado por tics, desaliñados y poco
variadamente ataviados, que encuadran en la geometría regular de las avenidas y
en los rectángulos de los parterres las curvas de su mente y los meandros de
sus neurosis, y animan la grisura de sus existencias con el colorido de las
rosas y el fulgor de las lilas. Apenas se sientan unos minutos para reemprender
sin pérdida de tiempo su deriva, su marcha o derrotero que es un desfogarse,
para seguir conteniendo su locura o desengaños en los paseos cuadriculados del
parque.
Hasta
ahora me llamaban la atención, distrayéndome brevemente de la lectura, y hasta
llegué a planteármelos como protagonistas de alguno de mis escritos, pero
también los observaba con incomodidad, sobre todo a uno de ellos, bigotudo como
yo, como si una parte de mí atisbase mi transformación. Me admiraban su
impaciencia, tan feroz que era una forma de la paciencia, y su resistencia, su
orgullosa tristeza y su soledad irremisible, manifestada por el vacío de su
mirada.
Dos
de ellos, un barbudo enclenque y un fortachón de pantalones cortos de
camuflaje, no se sientan jamás aunque siempre parecen a punto de hacerlo,
pasean rumbo a algún banco pero en el último instante se desvían, cuando parece
que tras horas de marcha su cuerpo al fin va a vencerse dejan atrás el banco y
prosiguen su derrotero como si no pudieran parar, condenados a no detenerse en
ningún sitio, errantes víctimas de la maldición del eterno movimiento. La culpa
les impide un descanso o una molicie que les daría ocasión de recaer en sus
pecados. A veces se detienen, sin motivo aparente, en medio del camino, los
brazos en jarra o colgantes a los costados, mirando a un punto indeterminado
del paisaje, quién sabe si del pasado o del futuro. Nunca hablan, ni entre
ellos ni con los demás.
Empiezo
a entenderlos, soy uno de ellos, tengo una fiera que me devora por dentro y
solo la apaciguo agotándola con largos paseos. El del bigote permanece siempre
atento a mi presencia, lo cual no deja de desasosegarme, como si ya detectara
en mí las condiciones de un semejante. Tenía una enorme curiosidad por conocer
su historia, qué lo había condenado al desastre, de qué o quién se escondía,
qué intentaba olvidar o superar con sus incesantes paseos. Pero ahora la
curiosidad ha dado paso a la solidaridad. También yo tengo un secreto
vergonzoso que me magnetiza al parque. Ayer lo visité, provisto de un libro, El
Asiento del Conductor, de Muriel Spark, que ni siquiera intenté abrir, y al
cruzarme con el del bigote me dirigió una mirada ávida y alentadora, una mirada
de reconocimiento y bienvenida, una mirada acogedora, una mirada de compañero o
hermano. Estuvo a punto de dirigirme la palabra.
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