-Parece
que has visto un fantasma o que te han echado de casa. No eres el único. El año
que viene procuraré no estar aquí el 17 de Abril. Está claro que es una fecha
nefasta para la ciudad… Creo que necesitas uno doble de vodka.
Tal
fue el diagnóstico de Jaime, el probo camarero del Jim, cuya chaqueta blanca,
palabra florida y redondas lentes lo confirmaban como facultativo o
farmacéutico que elaboraba sus fórmulas a la vista de los pacientes, náufragos
depositados por el oleaje nocturno en la resaca de la mañana. Los cuales,
hurtándonos la mirada en el local aséptico y luminoso, mal encarados y
miserables como los bebedores de las penumbrosas cantinas de Lowry, nos
alineábamos en la barra cromada con la lúgubre resignación de paracaidistas que
aguardaran la apertura de la compuerta para arrojarse a la liberación del
abismo. Llegó el turno de mi vecino: la copa aterrizó ante sus fauces.
Entre
tanta ofensa, señoras y señores, pasé por alto la alusión de Jaime. Por
entonces ni siquiera podía plantearme que camino del plató se hubiera Ángela
ocupado de encomendar al camarero clavarme tal puya, por eso ahora me dirijo a
ustedes, para darles mi versión de los hechos y que no se dejen manipular por
ella, la favorita del público. En todo caso, me sobraban motivos para
enfurecerme.
Incrédulo
de rabia, estupefacto de indignación, no sabía por qué sentirme más ofendido
por Ángela. Por un lado me enervaba su escarnecedora delicadeza a la hora de
expulsarme sin palabras de casa –tuve la primera intuición de que ella
utilizaba contra mí sus habilidades de guionista- y dar por cancelada la
relación el día de nuestro aniversario (al menos me ahorré la molestia de
comprarle un regalo o de recibir a sus absurdos amigos en otra abstrusa
velada). Por otro lado me dolía que creyéndome capaz de tomar represalias
contra Lía la hubiera alejado de casa, como si la gata no fuera capaz de
cuidarse por sí sola con sus uñas letales y maldad eléctrica.
Pero
lo más intolerable era que su patológica desconfianza de celosa compulsiva la
hubiera llevado no solo a hackearme –ponerme en jaque- la cuenta de Twitter y
de correo electrónico, sino también que para arrojarme a la cara la superioridad
de sus habilidades en el manejo de las nuevas tecnologías y la impunidad que le
valía el cargo de Jefe de Policía de su padre, se permitía hacérmelo saber con
un furor vindicatorio más digno de un Otelo con faldas que de su versátil
inteligencia.
No
conocía realmente a Ángela, hasta entonces no advertí hasta qué punto podía su
sofisticada inteligencia dar cabida a los rasgos más arcaicos y telúricos, cómo
podía su postmodernidad alternar con el primitivismo de la venganza. Después de
una sola infidelidad en todo un año, tanta suspicacia por su parte estaba
injustificada.
El
primer trago de Bloody Mary, demasiado ácido –ahora me pregunto si también a
instancias de Ángela-, me inspiró una idea. Dado que no me gustaba que mi
inteligencia quedara por debajo de la suya, le escribí por mail que hacía
tiempo que sospechaba que me espiaba, que no había amor sin confianza y que por
tanto haríamos bien en separarnos. Le expliqué que con mi aparente infidelidad
solo había querido confirmar su fisgoneo y demostrarle que su espionaje había
sido contraproducente al provocar justo lo que quería evitar. Me impidió
enviare el mail (olvidé que de todos modos era posible que lo leyera) la idea
de que tal vez ella desde el principio había pretendido que yo sospechara que
me espiaba con el propósito de que me abstuviera de engañarla. En tal caso su
inteligencia volvería a imperar sobre la mía. Salvo, pensé al mediar con
desagrado la copa, que le hiciese saber que yo sospechaba que ella sabía que yo
sabía que me espiaba, y que si había subido con la rubia había sido para
burlarme de ella y que no habíamos pasado del salón, y que con su mensaje
directo pretendíamos mantener ante ella la ficción de la infidelidad, y la
intensidad de mi pensamiento en mi estado me estrujó el cerebro y hube de
asirme a la barra. Intenté recobrarme con un trago: el Bloody Mary cada vez
sabía peor.
En
todo caso se habría abstenido de contestar el mail, tal y como hacía con la
llamada y el WhatsApp. Había querido despedirme sin explicaciones,
demostrándome indirectamente su hostilidad y encono. Ángela todo lo hace con
sutileza atravesada, con sobreentendidos oblicuos, con la torcida maldad de una
Lucrecia Borgia que entre sonrisas te invita a una copa. Miré la mía con los
ojos entrecerrados.
No
ocultaré mi ridícula reacción al saberme espiado. Antes de exaltarme por el
hecho de que probablemente desde el inicio de nuestra relación hubiera ella
profanado mi intimidad –y pese a lo que ella les haya predicado, damas y
caballeros, no puedo sino defender tal derecho incluso en la vida de pareja-,
antes de indignarme por su espionaje, me avergoncé de que ella hubiera
supervisado mis visitas a páginas de contenido erótico. A ello me condenaba su
cicatería sexual, su inapetencia insultante, la frigidez que yo le instaba a sorprender
en inesperados rincones y lechos fuera de contexto.
Recordé
que antes de bajar la maleta al coche extraje mi americana de alpaca –regalo de
Ángela- y como si fuera un fantasma de mí mismo la dejé tendida en el sofá.
Quería estar a la altura de su escenografía y devolverle alguno de sus más
significativos regalos. Cerré tras de mí la puerta como quien pasa la última
página de una novela mediocre. Clausuraba una época de mi vida. A la espera del
ascensor el fresco del rellano me transparentaba los pezones a través de la
camisa. Volví a casa –no acababa de irme- y me impuse la americana de alpaca.
No hacía día de ir en mangas de camisa.
Con
la momentánea lucidez de algún desahuciado personaje de Carver recordé dejar la
llave en el velador con incrustaciones de lapislázuli del vestíbulo, supe que
nunca volvería y, dado que un artista maldito por sus medios nunca podría
retozar en un piso tan lujoso, intenté lamentar que así fuera. Pero me dije que
con Ángela siempre hubo más pena aunque con ella había esperado la gloria,
sobre todo la literaria.
-Invita
la casa, hoy te hace falta.
-Gracias,
pero segundas partes nunca fueron buenas.
Nunca
hubiera imaginado que rechazaría un Bloody Mary. Me pareció que tras la gruesa
lente el ojo de Jaime me guiñaba en son de burla. Se deshizo del intacto cóctel
sin remilgos, como si supiera que sabía más amargo que el primero.
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