Desde
los nichos de las ventanas y las lápidas de las puertas me escrutan los ojos
muertos del pueblo; interrumpiendo los lamentos por el fallo de sus previsiones
o la frustración de sus ideales, después de una ausencia de veinte años se
preguntan por mi estirpe, de quién seré bisnieto, de qué otra rama tataranieto.
No me han visto salir de la casa; como he ocupado un cuarto orientado al patio
interior, ni los vivos ni los muertos pueden saber que está habitada. Como un
ladrón he salido de mi propia casa; ahora advierto que ha sido una precaución
innecesaria.
Aunque
he exagerado al hablar de pueblo fantasma, pues en el centro viven decenas de
vecinos, no todos decrépitos, y la plaza está animada de cierta vida, en
apariencia la calle de mi casa a nadie vivo aloja. Es imposible que estos
caserones descascarados alberguen a nadie, parecen ruinas bombardeadas o
excavaciones arqueológicas, embarcaciones descuadernadas y desarboladas por un
pretérito naufragio de primitiva navegación a vela.
Tal
desolación recrudece las periódicas rachas de frío. El benéfico clima de la
altiplanicie parece dislocado, como si se hubiera averiado el regulador de la
temperatura –los intemporales veinticinco grados- o hubiera enloquecido el
encargado de programarla. Y es que el día ha amanecido aún más esquizofrénico
que los anteriores, hace frío y calor al mismo tiempo, según se pasa de la sombra
al sol, calma y viento. Lentos goterones de lluvia se traslucen en los rayos
ambarinos. El espectro de un arcoíris se tiende en el horizonte. Amoratándose y
esclareciéndose alternativamente las nubes viran de color y dirección, rotan
sobre sí y conectadas por madejas de hilachas como colas, se persiguen en
estampida.
Me
fustigan la cordura esporádicas ráfagas de un viento que suena a carcajadas de
bruja, de Ángela. Al compás de mi manía persecutoria avanzo por las calles de
piedra solapado y subrepticio, sin dejar de mirar atrás y pegado a las paredes
como una sombra. Me ahogo, pierdo el resuello como si a instancias de ella no
hubiera dejado de fumar durante más de un año. Me deshago a medio fumar del
cigarrillo. Sin embargo, para ahogarme, no sería necesario haber reincidido en
el tabaco o subir por una calle en cuesta, basta con la ansiedad, con la rabia.
Ante
las carcajadas del viento, conmigo se estremecen las cuadras desvencijadas, las
naves y secaderos desguarnecidos, los maderos tabletean y gimen óxidos y
herrumbres, a punto de ser arrastrados como un decorado de cartón piedra. El
viento me enloquece, me tapo los oídos y entre dientes le replico a Ángela que
me deje en paz, que ya no estamos juntos y no tiene porque atormentarme, y al
menos la discusión ahora prosigue solo en mi mente, aunque sus airadas
protestas suben de tono y pronto la subsiguiente racha sonorizará otro ladrido
de su perversa risa. Y eso que a lo largo de nuestra convivencia apenas
discutimos –la verdad, hablábamos poco- y su risa era de campanillas. Me temo
que estoy reinventándola. Acaso para escribir esta novela.
Pero
lo peor es que al salir me he descubierto hablando solo, síntoma de que al
menos hasta la noche no me desharé de esta pelea imaginaria, de la
dramatización mental de otra discusión a muerte, de un duelo a última palabra
en que esgrimimos nuestras férreas razones y las cruzamos sordos a las del
contrario. No me servirá haber salido de casa, nada me distraeré de estas
torturantes voces interiores. Hasta que no las sofoque, no recobraré el
equilibrio.
No
me está ayudando mi estancia en el pueblo, aunque hoy es ya mi tercer día de
escritura; llevo escribiendo casi desde que he llegado. Y ni siquiera en mi
escrito me concentro, vuelvo a armarme y a rearmarme de argumentos, me cebo
contra ella, la acuso de espiarme y a voces le achaco la ruptura. De su charco
de sol salta un perro mestizo moteado de manchas pardas, huye gañendo. Temo que
a este paso muy pronto impostaré la voz tenue, aflautada de Ángela, imitaré su
malignidad embotada por una calma engañosa, su serenidad afilada, acusándome de
ser un mentiroso, un aprovechado, y de haberle traicionado con la rubia. Al
menos en tal caso por una vez le daré derecho a réplica y escucharé sus
motivos, su voz será la mía. A la manera de los antiguos teleteatros radiofónicos
o de la versión de concierto de una ópera de dos personajes, ya esta mañana al
despertar en el paradójico lecho –noble dosel de caoba y lancinante colchón de
mazorcas- se ha trabado la disputa dentro de mi cabeza.
Solo
mientras escribía unas líneas han dejado las voces de resonar en mi bóveda
craneal, y eso porque a modo de eco se han solapado a las respectivas
intervenciones del diálogo que entre nosotros estaba transcribiendo. La
discusión se ha reanudado en el desayuno. Hasta que el agua no ha empezado a
bullir en la cafetera al ardor de mi furia, no he advertido que había olvidado
añadir el café. Engolfado en la retahíla de recriminaciones, las tostadas se
han chamuscado, y también de eso la he culpado.
En
la figura de Ángela convergen tantas fuerzas invisibles, aureolada por
partículas de imantación y vectores de energía como aquellos monarcas exaltados
en el trono por un transversal rayo de sol, de ella emana una autoridad tan
carismática, que además de concitar en mi contra la opinión general, a más de
dos semanas de distancia a mí mismo es capaz de dominarme o al menos
condicionarme, como un demonio grande me hace rabiar como un pequeño demonio,
me atormenta tirando de hilos invisibles me tuerce y retuerce, contorsiona la
marioneta en que me he convertido.
Y
yo alimento su poder magnificándola, satanizándola como ahora, y me posee como
un espíritu al médium que ha tenido la imprudencia de invocarlo. Es como si
también me hubiera hackeado el cerebro o instalado en los sesos un chip determinante.
Puede que con su hipnosis a distancia ahora me haya ordenado perderme en las
cuatro calles de este pueblo; este corral, el caserón derruido, me son desconocidos.
No sé por dónde voy.
Salvo
escribiendo –de ella- no puedo librarme de su aura. Se ha convertido en mi
bestia negra. Y en un enemigo omnisciente, omnipotente, de poder omnímodo. Un
poder que paradójicamente –la paradoja se ha convertido en la constante de mi
vida- ha asumido desde que nos separamos, pues durante nuestra convivencia
empatábamos en una relación igualitaria, en todo caso de intensidad tenue, un
empate a cero. Al principio llevaba yo cierta ventaja, ella se había
encaprichado conmigo y yo me dejaba querer.
Pero
al separarnos ella ha escapado a mi embrujo y yo cedido a sus poderes mentales.
Si bien aquí, en el pueblo, he huido de sus sicarios y gracias a que salvo en
la plaza no fluye el WIFI, me he sustraído a la visión de su insomne ojo, que
imagino inscrito en un triángulo, más divino que tecnológico, mentalmente sigo
supeditado a ella, soy esclavo de mi obsesión por Ángela. Mientras en la ciudad
estaba en su punto de mira me sentía un monigote, un pelele, una rata de
laboratorio o el personaje de su video juego favorito, tal vez el protagonista
de su primera novela. Puede que por eso se negara a mostrarme su manuscrito; no
avanzaba hasta que no descubrió mi potencial como personaje.
En
tal caso materializará otro de mis miedos ancestrales, en vez de novelista
acabar siendo el personaje de una novela, el inspirador de la más odiosa rival
también en el campo de las letras. Un personaje, por lo demás, amilanado y
acorralado, pusilánime y exánime, derrotado, pues doy por seguro que ella me
estará desmitificando –se ha desenamorado- en la misma medida que en mi escrito
yo la mitifico a ella. Si paralelamente ambos escribimos uno del otro somos
cuatro, y acaso en estos mismos instantes nuestros alter egos se encuentran
consumando nuestros amores negros. Está por ver si los destinos de nuestras
sombras imaginarias serán condicionados por los originales o si nosotros mismos
cumpliremos los designios de nuestras imaginaciones.
Me
detengo, un muro erizado de vidrios me corta el paso: todos mis pensamientos
vienen a parar al callejón sin salida de mi delirio. Si pudiera dejar de pensar
en ella, al fin lejos de su alcance podría creer que estoy remontando la
partida. Pero a veces me temo que ella misma me haya permitido huir de la
ciudad y aún tardará en mandar a buscarme pues de momento prefiere que aquí solitario
me convierta en la víctima de mí mismo y como un personaje de Thomas Bernhard
me tuerza y retuerza en mis propios desvaríos.
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