Me
roen las ratas grises del frío. Hasta el clima se burla de mí. Aislado como un
preso o un loco, asediado por el ansia de una mujer y por mi propia ansiedad,
acechado por sus asechanzas, hoy, dos o tres de Mayo, creo que miércoles, según
la altura del sol cerca de mediodía, en la casa de pueblo de mis ancestros,
donde casi todos nacieron y algunos han muerto, vuelvo a escribir después de mi
caída en desgracia, mi caída de ángel maldito, de valido desvalido, mi caída al
otro lado del espejo, mi defenestración virtual.
Por
culpa de Ángela todo lo que me era favorable ahora me es adverso. Todo lo
familiar, hostil. Lo tranquilizante, inquietante. El sabor de la vida se me ha
desazonado. Ni siquiera aquellas Furias griegas podrían dañar tanto como una
celosa encelada en tender celadas. Al menos he convocado fuerzas para emprender
un escrito rompiendo mi bloqueo mental, correlato del cerco de peligro, del
círculo de fuego que me acorrala. Terribles sucesos me impedían emprender una
nueva obra. Los acontecimientos me han obligado a cambiar mi portátil por esta
libreta escolar de anillas, hallada en una gaveta, en la que el lápiz traza
hileras de letras parecidas a las filas de hormigas pululantes en el patio. Un
delirio del orgullo de Ángela me ha condenado a cambiar mi despacho en un
rascacielos por este desvencijado porche de madera podrida. La capital por este
pueblo fantasma. La civilización por la barbarie de la naturaleza. El bienestar
por una amenaza ríspida y perenne.
Lo
cierto es que nunca habría creído lo fluido que se escribe con el miedo.
Crepitan las hojas de la parra y los rubíes de la glicina que coronan la tapia,
y no sé si los agita el guante de un sicario o los dedos del viento, la garra
de un policía o la pezuña de alguna alimaña. Pero aún no han tenido tiempo de
localizarme, me he deshecho del teléfono zombi y por aquí no fluyen las tóxicas
ondas de Internet. No sé si tendré tiempo de tranquilizarme, si al resignación
me anestesiará antes de que me encuentren, si dejando atrás mis lamentaciones
–jeremiadas- por tantas ofensas recibidas, podré alcanzar la desesperación
tranquila de un Walter Herzog cobijado en la granja familiar de Conneticut, y
dejar de parecer un histérico judío que salido de alguna novela de Philip (o
Henry) Roth o de Malamud, fustiga con sus protestas las calles de Nueva York.
Damas
y caballeros, a no ser que Ángela también haya hablado con ustedes, pensarán
que soy un paranoico, un neurótico, el típico lúcido alucinado, otro creador
que se ha excedido en fomentar su esquizofrenia con tal de escuchar voces
interiores –narrativas- que le dicten otras tantas historias. Es lo que ella
pretende, desacreditarme ante el mundo. Porque si ya les ha hablado, se
burlarán de mí; no sé qué será peor. Para desmentirla escribo. El agotamiento
de mi inventiva es garantía de sinceridad. No me hallo en condiciones de
inventar episodios ni de estructurarlos, de cambiarlos o de combinarlos, me
limitaré a narrar los hechos con verdad y naturalidad, sin artificio, tal y
como han venido sucediéndome. En aras de la verosimilitud me he planteado
atenuar la gravedad del caso, mitigar la lóbrega crudeza y crueldad con que he
sido herido y zaherido, vapuleado y vilipendiado, hostigado y hostilizado,
moderar la maldad de Ángela, mi némesis, la autora de estas maquiavélicas
maquinaciones y sutiles perversidades. Pero tales desajustes condicionarían el
resto del relato y so pena de incurrir en incoherencias me obligarían a
remodelar la realidad, a retocar la verdad, y reincidiría en el abuso de
recursos y artificios de mis anteriores novelas. Me limitaré a contarles lo
ocurrido. Para mí será un experimento: el experimento de la falta de
experimento.
Les
diré cómo empezó todo, el día de nuestro primer aniversario. Escribir me
desentumece los dedos y el espíritu. El ciruelo ha dejado de parecerme un
pérfido espantapájaros que se me acerca un paso cada vez que dejo de mirarlo.
Los restantes árboles han dejado de jugar a las estatuas. Ningún monstruo se agazapa
al fondo del pozo. Ya hace menos frío. Pero hay algo que nunca cambiará: esa
mujer y yo nos hemos convertido en las dos caras de una moneda. Y por supuesto
ella es la cara.
La
fuerza de la costumbre me hecho detenerme a censar y recensar los
acontecimientos iniciales, y he de violentarme para ponerme a escribir sin
planificar nada, y así lo hago porque además he de simular que escribo a ojos
del espía apostado tras las vides. Mi precaria ventaja estriba en que siga
creyendo que aún no lo he descubierto. Emprendo la narración de mi pavoroso
despertar el día de nuestro aniversario, mientras otro revuelo de hojas y el
beso de ventosa de la muerte en mi frente, la inequívoca caricia de una aviesa
mirada, me confirma que me vigilan. Vuelve a hacer frío. Es un frío afilado,
fúlgido, metálico. El frío de un arma blanca esgrimida por el enemigo. Este
espionaje me recuerda al sufrido por otro escritor, John Shade, el poeta
protagonista de Pálido Fuego, de Nabokov. No puedo sino mirar a los ojos de la
amenaza: de la parra y las glicinas sobre la tapia asoma un gato negro. Las ágatas
electrificadas de sus pupilas se encuentran con las mías: es Lía, la
inconfundible gata de Ángela. A través de mi asombro y de mi espanto, de mi
recuerdo de las lecturas juveniles de Poe, camina eléctrica y equilibrada sobre
los hierbajos de las bardas, la cola y los bigotes luciferinos, el paso artero.
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