Por
desgracia la sospecha que reptaba en mi conciencia era real, y ganaba en
consistencia, coherencia y verosimilitud. ¿Por qué Ángela me había hecho la
maleta? Intenté ocultar la respuesta a mis propios ojos; procuré convencerme de
que el destello de aquella cola entre las hojas del cantero de mi jardín fuera
un efecto óptico. Y así, diciéndome que por cuestiones de trabajo necesitaba
conocer las fechas de nuestro viaje de aniversario, fui en busca de los pasajes
que ella debió dejar cerca de la maleta. De hecho, podría haberse ahorrado
hacérmela y limitarse a dejarme los billetes sobre la mesa de mi escritorio o
en la cocina. No los encontré, lo cual alimentó la sospecha. La viborilla se
convirtió en serpiente. Pero cuando terminé de afeitarme me inquietaba otra
cosa.
Percibía
en el piso la falta de una presencia tan enojosa como ineluctable. Y justamente
era su carácter de compañía habitual, inevitable, lo que sobreponiéndose al
alivio de su ausencia hacía que su defección me incomodara. Sin duda el malestar
de mi resaca me embotaba la percepción. Lo cual no fue óbice para que esta
última inquietud se entreverara con la otra preocupación, la sospecha previa,
la cebara y se retroalimentara de ella. La serpiente ya era una boa
deslizándose a la luz del sol entre las flores.
Para
recuperarme decidí pasarme por el bar de Jim, dos esquinas más abajo, antes de
coger el coche camino de la redacción, y probar uno de sus Bloody Marys,
mágicas pócimas del día después. No iba a seguir torturándome, el escozor del
corte era expiación suficiente para mi desliz, el primero de un año de vida en
pareja. Y los efectos secundarios del whisky eran penitencia digna del pecador
más impenitente. A cada paso creía precipitarme a través de alguna grieta
abierta por el terremoto.
De
nuevo ante la maleta, eje de mis descerebrados movimientos, mi desconcierto fue
en aumento. Me enfundé los Levis negros y la camisa azul Massimo Dutti,
desalojados de la maleta. La visión, junto a la aspidistra, del plato llano de
plástico con pienso me recordó que era la gata Lía quien faltaba. Lo confirmé
siguiendo por el piso el rastro dulzón y rancio, como de cadáver perfumado, y
llamándola por su nombre. Me alarmaba la falta de aquel sibilino bicho de mal
agüero, constituía una desgarradora paradoja –la enésima de mi vida- echar de
menos a la culpable de haber dejado al cuidado de mi madre a Lion, mi cocker
spaniel, noble enemigo de la perfidia felina. Después de aquello me sentí
Lacoonte, maniatado por una camada de venenosas sospechas portadoras de una
muerte cierta.
Tan
desesperado estaba que telefoneé a Ángela. No respondió, estaría confesándose
con Don Fermín de Pas. Le escribí un WhatsApp. Después de calzarme los
Martinelli de lengüeta a la espera de una respuesta tranquilizadora, revisé el
resto de aplicaciones. Entre varios mails sin importancia destacaba uno de
Silvio Malatesta, el emperador del póker, apremiándome a abonar “las pizzas”
atrasadas.
La
mañana se mostraba tan huraña y hostil como la dichosa gata o la timba
alcohólica de varias semanas atrás, cuando a la luz lívida del alba, sobre un
tapete jalonado de ceniza y vasos con hielos derretidos, perdí doce mil euros
que aún no me había atrevido a pedir a Ángela. Los zapatos me apretaban como si
de noche me hubieran crecido los pies. Eché un vistazo a Twitter. Encontré dos
mensajes directos. El primero, de Victoria, me convulsionó el canario del
corazón espoleándolo en torno a la jaula de las costillas: “Felipe El Hermoso,
quiero que esta noche vuelvas a follarme como una perra con tu polla de perro”.
El posterior mensaje de Ángela me fulminó el corazón con una vaharada de grisú:
“Felipe El Feo, quiero que esta noche vuelvas a invitarme a pizza con tu cara
de pizza. Y no olvides pagar las que debes”.
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