La
belleza suave y distante de Ángela, su tímida distinción, su atractivo
retraído, la palidez de ópalo de su cutis bajo las sombras del cabello que yo definiría
de medianoche en el poema de mi declaración, su melancólica delicadeza que
parecía madurada a los gélidos oros de los otoños más bellos, sus rasgos finos,
coralinos, las mejillas flameantes al ardor de los carbones de los ojos, la
pasión cristalizada en sus pupilas como lava fría de un volcán que en cualquier
momento podría entrar en erupción, sus sueños soterrados, concentrados al fondo
de tantas horas de perfeccionamiento de su arte, la convertían en la perfecta
Madame de Renal. Aún no había aprendido lo difícil que para un actor resulta
hacer de sí mismo.
En
un descanso del rodaje se levantó el negro velo calado de encaje para beber el
aguachirle de un café de máquina. Le temblaba imperceptiblemente la mandíbula
diamantina, cortada como el risco de un acantilado. Miraba sin parpadear al
rocambolesco director, que calado con una gorra de jockey y en bombachos
aprovechaba para encuadrar con las manos tomas imaginarias de una glorieta de
hierro forjado. Los carbones de los ojos se le habían encendido observando a
Pommer, que en cada corte le afeaba su deficiente pronunciación, aún ignoraba
yo hasta qué punto la ceniza fría de su venganza ocultaba ascuas y rescoldos
incandescentes. Su conciencia profesional triunfaba sobre su secreto y
vehemente orgullo, y me pidió que me sentara a su lado en el banco y le leyera
el siguiente diálogo del libreto. Se trataba de la escena en que sentados allí
mismo Julián a hurtadillas tocaba con el suyo el pie de Madame de Renal. Me
extrañó, pues el director concluyó que sus intervenciones serían dobladas.
-Me
doblaré yo misma. Me parece deshonesto utilizar una voz ajena.
-¿Tendrás
tiempo de perfeccionar tu francés?
-Será
en postproducción, anularé mis vacaciones. Ensayaré frase por frase hasta
hacerlo bien. ¿Podrías ayudarme tú mismo?
Un
demonio interior me convenció de rechazar la oferta para hacerme el interesante.
Sobre todo, me fijé en el imperceptible temblor del vaso de plástico en su
mano.
-Será
cuestión de varios días. ¿No das clases particulares?
No
sé si por accidente su muslo tocó el mío, lo cierto fue que no lo separó. Me
excusé con que estaba escaso de tiempo porque mi editor me urgía a entregarle
una novela, cuando lo cierto era que yo lo apremiaba a él a leerla tras
habérsela remitido una semana atrás.
-No
me digas que escribes. ¿Y de qué va?
Le
expliqué que se trataba del monólogo interior de un escritor que leyendo a
Proust cada tarde aguardaba la aparición de su amada en el bar de cierto hotel,
y va entreverando sus reflexiones sobre el amor con las del Marcel, el alter
ego del autor en su monumental obra. Al infortunado le daba tiempo de concluir
todos los volúmenes antes de que ella acudiera. Con una risa de campanillas de
cristal celebró mi ocurrencia y el tropezón con las raíces de un plátano del
director, distraído por sus encuadres imaginarios.
-Me
encantaría adaptar al cine tu novela. Envíamela, puede que recibas una oferta
de mi productora.
Aunque
nunca me había atrevido ni a soñar con tal posibilidad, le devané mi teoría
acerca de que lo genuinamente literario no se puede traducir a imágenes. El
tejido verbal de una buena novela, la poesía subyacente en sus frases, su
sintaxis, no se podrían trasvasar a los planos de ningún film. El Ulysses de
Joyce, por ejemplo, era inadaptable. Como mucho, acaso un plano secuencia de
Visconti podría reproducir el dilatado período de alguna frase proustiana.
Mientras le endilgaba aquella pedante perorata me sentí más que nunca Julián
Sorel recitando de memoria algún pasaje de
las Sagradas Escrituras en griego. El contacto de sus sedas y tafetanes
me transmitía el calor febril que a partir de la pierna me circulaba por todo
el cuerpo, por momentos sufría accesos de vértigo e intentaba que la palabra de
mi discurso salvara aquel abismo por el puente de la lógica. La conciencia de
todo lo que me jugaba me permitió mantener el control y sostener la coherencia
de cuanto decía.
-Puede
ser –me dio la razón-. Y sin embargo Rojo y Negro sí es adaptable… ¿Y al final
de tu novela ella llega al hotel? Te lo digo por si tengo que reservarme un
papel.
Para
reforzar mi artificio le respondí que aún no lo sabía; la novela no estaba
concluida.
-No
sé si queda tiempo para otro café –miró la máquina expendedora de aquella
pócima ponzoñosa-. Está riquísimo, debe ser de Colombia o Brasil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario