Después
de hacerme de rogar accedí a enseñarle a Ángela un francés de lujo. Al final de
cada jornada recogiendo sus cosas se hacía la remolona en el estudio de
grabación. Me hurtaba la mirada, pero como a una mariposa la sorprendía posada
en la mía cada vez que inesperadamente deslizaba a ella mis ojos. Sus pupilas
irradiaban sedientas, toda ella se esponjaba como una flor que esperaba la
lluvia, hasta los corales de sus pendientes o las perlas de su collar se
agitaban de impaciencia. Yo contemporizaba, evitaba hacerle la invitación que
ella esperaba, y me escabullía con la excusa de la novela.
La
última tarde la invité a una copa en un tugurio donde los clientes no dejaban
de fotografiarse con ella. Del bolso Ángela extrajo un paquete envuelto en
papel de fantasía: una primera edición de Albertina Desaparecida. Había visto
por Internet que era mi cumpleaños. Le di las gracias, no sin advertirle que no
tenía costumbre de celebrarlo. Me dejó en la esquina de casa camino de la suya.
Varias
semanas después le envié a la productora otra primera edición, la de mi novela
Esperando en el Excelsior, dedicada: “Para que gracias a Albertine tu versión
tenga un final feliz”. Ambientada en localizaciones reales de la ciudad, la
ilustración de la portada mostraba una instantánea del lujoso hotel tomada
desde la calle; a través de las fugaces sombras y reflejos del crepúsculo
exterior, en la cristalera del local se transparentaban como en un invernadero
o en un acuario los helechos y ficus del interior, flanqueando el espectro de
un único cliente que parecía esperar a la nada alumbrado por la araña con un
resplandor anaranjado y violeta, la luz de la soledad.
Al
día siguiente empecé a releer Albertina Desaparecida en la cafetería del
Excelsior. La segunda tarde, no llevaba terciada la novela cuando noté que algo
cambiaba en la calle, levanté la vista y con una pleamar en las venas parecida
a cuando en las timbas obtengo la quinta escalera de corazones identifiqué la
gentil figura de Ángela cruzando la calle. Aceleró con un revuelo de la falda
azul eléctrico; estalló un claxon que no era de admiración, solo al llegar a
esta orilla de la calle el semáforo cambió a ámbar.
Gracias
a Albertine no tuve que anular por segunda vez la reserva de la suite.
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