Sobre
la mesa de cerezo tallada por el abuelo, percibiendo bajo el papel los nudos de
la madera, apunto la fecha de aquel encuentro, febrero de 2012. Luego anoto
otra, en este caso sí que recuerdo el día exacto: lunes, 30 de Enero de 2012,
cuando en los estantes de algunas librerías apareció Esperando en el Excelsior,
y aun otra: martes, 13 de Noviembre de 2012, día en que la perspectiva de la
vidriera de la cafetería del hotel, digna de Hooper, pudo verse en los
escaparates de novedades de las principales librerías del país. Esta vez el
representante del célebre editor Luis Rey obtuvo del gerente del hotel una cantidad
en concepto de publicidad. Hizo mal negocio, pues la novela apenas se vendió.
A
lo largo del vibrante tintineo del despegue de una alondra, vuelvo a
preguntarme a qué se debió la decepción de las expectativas del departamento
editorial de Atlántida Ediciones. El sonsonete de este aleteo reverberante se
burla de mis aspiraciones. Íntimo de Ángela y su constante asesor en la
redacción de su primera novela, el bueno de Luis había propulsado Esperando en
el Excelsior desde todas sus plataformas literarias y por amistad invertido en
la promoción más de lo razonable. Había pagado a mi primer editor, Juan Blanco,
de Blanco Ediciones, una cifra exorbitada por los derechos de la novela. Al
principio, aunque la crítica se mostró tan escéptica como el público, pude creer
que Luis se consolaba con el prestigio de haber publicado una obra cuyos
méritos serían con el tiempo reconocidos. Pero a estas alturas, inmunizado
contra todo engaño, alérgico a las mentiras después de haber estado atrapado en
un entramado de ellas, recién desenredado momentáneamente y por milagro de la
telaraña de embustes urdida por esa araña venenosa, esa mantis –ella se
reconocería abeja reina con tal de apostrofarme como zángano-, no puedo sino
reconocerme como un escritor mediocre. Lo cual es una contradicción en los
términos, un escritor no puede ser mediocre. O es genial, o al menos
excepcional, o más vale que no lo sea; o a partir de de su obra reinventa la
literatura, o mejor que no escriba. Si no es experimental, o ni siquiera
comercial, es inútil que erija la escritura en justificación de su vida. Como
mucho será un pasatiempo o una defensa contra la neurosis. Pero no una
enfermedad en sí misma, excrecencia, tumor o pus, como en el caso de un
escritor genuino.
Miro
sin ver, con las pupilas dilatadas, los renacientes arreboles y tornasoles del
aire, translúcidas pinceladas que se disuelven en la retina; la acuarela del ambiente
aclarado por la reciente lluvia; el brillo difuso de los geranios a la luz
lacada, recién lavada; la irradiación húmeda de la hierba y las flores, de la
madreselva y los aligustres; el resplandor espectral, blanco opaco, de la tapia
del fondo que parece limitar mi tiempo, cercar el futuro. Y no solo porque en
estos pueblos no haya futuro, solo pasado.
Quizá
por eso, en un receso de la escritura me he entregado a un ejercicio de la
memoria, a una de mis típicas fiestas de nostalgia, uno de los precarios
paraísos que con nadie he compartido salvo ahora con ustedes en el striptease
de este escrito, y adonde después de mi convivencia con Ángela y de que el
horario ajustado me hayan cerrado el paso, he vuelto para matar el tiempo. Aquí
resulta tan arduo gastarlo como para un multimillonario enfermo dilapidar todo
su dinero.
Ni
siquiera recién escapado del laberinto donde me perseguían varios minotauros
soy capaz de valorar la paz familiar de este recinto seguro, de este refugio
enclaustrado, casi uterino, el paraíso perdido de los veranos de mi infancia,
el jardín asilvestrado del pasado. Tras el ajetreo ciudadano me cuesta adaptarme
al nuevo ritmo. Tendré que salir más a menudo por los aledaños del pueblo,
encerrado en esta casa es difícil soportar la concentración de tanto tiempo en
tan reducido espacio, varios siglos desbordan un solar de trescientos metros
cuadrados, de más de tres siglos cúbicos; me desoriento como un viajero
estático a través del desierto del tiempo. Y ahora el presente de este tiempo
lento permanece quieto en las soleadas horas de la primavera. Parece haberse
abierto el día, hasta el aire se ha ensanchado, y aunque aburrido estoy más
tranquilo. Supongo que paulatinamente el tiempo me irá hipnotizando, como
antaño, y la arena del desierto desgranándose en la clepsidra. Pero me temo que
en el mundo de Internet no hay secretos ni escondites recónditos.
Miro
una de las entradas anotadas esta mañana en el amarillento papel de cartas:
“Verano 88, sobremesa, porche, Baudelaire, abuelo, tabaco”. Una fecha y varias
palabras que como hitos del pasado o nostálgicos versos crípticos, claves que
cifran toda una época, evocan una de tantas tardes de julio o agosto de aquel
año, una tarde en la que se concentran todas, una tarde quintaesenciada que es
todas aquellas tardes y tal vez ninguna, transcurrida justo aquí, en este
porche, desde la hora del café hasta la anochecida, en compañía del abuelo, que
con la vista fija en algún periódico retrasado se balancea en esta apolillada
mecedora al ritmo de los acontecimientos, pausado a lo largo de la lectura
sobre algún trámite parlamentario o del proceso de algún juicio mediático, y
acelerado por la invasión de algún territorio rebelde o la crónica de algún
disputado partido, mientras que yo alterno Los Paraísos Artificiales de
Baudelaire con las Confesiones de De Quincey, él y yo sumidos en el más
confortable de los silencios, en el silencio radiante de las cuatro o las cinco
de la tarde, un silencio jalonado por el zumbido de alguna abeja entre las
prímulas o las azaleas, el pasar de las páginas, el gorjeo de algún gorrión
feliz en el manzano o algún comentario de él alusivo a cualquier noticia,
apenas una expresión, una frase como mucho, sincopado por el mío, con el
aromático humo de su pipa y el más denso de mis primeros cigarrillos fluyen
entre nosotros ondas de armonía, las volutas se entrelazan bajo la techumbre de
la madera vieja, esporádicas ráfagas de un suave céfiro traen una caricia de la
abuela, el tiempo no se detiene sino que se retrotrae varios años, y entonces
se embalsa o embalsama como un aroma, satura el patio el perfume de los
jazmines de la abuela, ella no ha muerto, el abuelo no morirá, nadie morirá
nunca, este instante de gloria permanecerá en la novela que escribiré algún
día, no seré expulsado del paraíso de aquella tarde cuyo recuerdo conjuro con
el sortilegio de ese puñado de palabras escritas en el papel ajado, palabras
que a nadie más convocarían tales imágenes, el recuerdo de un recuerdo, y con
ellas la inocencia y la desesperación de la adolescencia, la rebeldía y el
ensimismamiento de la adolescencia, su fatalismo y tristeza congénitos, mi
desprecio por el convencionalismo y la moral establecida, por las obligaciones
y por el futuro, representados por mis padres, y mi inclinación al desorden y a
lo extravagante, a lo grotesco y a lo sublime, al pasado, personificado por los
abuelos, mi espíritu de contradicción, mi irrenunciable amor por la libertad,
mi tendencia a lo oscuro, mi vocación por lo misterioso y lo ambiguo, lo
peligroso y enfermizo, aún solo entrevisto, la literatura.
Miro
la mecedora vacía, se ha desvanecido el septuagenario calvo y cenceño de perfil
patricio. La estela de jazmín se ha desvanecido.
Recobro
la libreta de anillas, procedente de aquellos años –ingenuos y entusiastas
versos enardecen las primeras páginas-, en la que he emprendido la nueva
novela, escrito autobiográfico, ensayo vital, o lo que sea. Leo la última
frase, sobre la suite exitosamente alquilada en el Excelsior –me gasté todos
mis ahorros pero fue la mejor inversión de mi vida-, y a un chasquido levanto
la vista. Me pregunto cómo continuar, olvidado de nuevo de escribir sin plan,
según los recuerdos me vayan sobreviniendo; no hay mejor filtradora de datos
que la memoria. No hay mejor material narrativo que la memoria. No hay más
poesía que la memoria.
Un
diminuto gorrión se desplaza a saltitos sobre la hierba, toma impulso y tras un
corto vuelo rasante esquiva el tronco de un peral y vuelve a corretear con
nerviosa ligereza. Me recorre el espinazo el calambre de un escalofrío. Estoy
cierto de que vuelve a vigilarme un espía armado de arma blanca y de sangre
fría. La sombra de mi miedo se proyecta sobre las superficies rectilíneas: los
pilares del porche, los roncos del ciruelo y de los perales, el brocal del
pozo, las cornisas y canales de la cuadra, el borde de las tapias. En el norte,
de entre las hojas de parra vuelve a emerger el gato negro, tal vez el espía y
sus uñas una suerte de arma blanca. Pero ahora las ágatas de sus ojos enfocan
golosamente al pajarillo, que sin poder despegar prosigue su convulso,
impotente correteo al bies. Por supuesto que el gato solo se trata de un
congénere de Lía, solo mi paranoia me hizo creer que se trataba de ella,
resurgida a través de cuatrocientos kilómetros y de una relación truncada.
Me
decido a escribir algo sobre mi estancia en el pueblo, llegué anteayer y más
allá de mis temores compulsivos hasta ahora nada ha sucedido. Aquí todo
movimiento tiende a ser del espíritu, toda aventura interior, todo conflicto
interno. Pero tarde o temprano me encontrarán. Una agitación entre las matas de
geranios señala el refugio del gorrión alicorto o desalado. El gato se le
acerca, equilibrado sobre la tapia. Como la contemplación del sufrimiento ajeno me resulta intolerable,
me levanto a expulsar al gorrión de los geranios y arrojarlo a la calle. Si
tiene que agonizar o ser devorado, que ocurra fuera de mi vista. Ya en la
infancia lo que ocurría en el exterior de este patio me parecía ilusorio, tan
lejano como lo que contaban los libros de Historia.
Sin
embargo, he de salir a proveerme de lo necesario. Tengo que salir o me volveré
loco.
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