Desemboco
en la plaza donde agonizan el minimercado y el cibercafé, herederos del colmado
y la taberna de antaño. Remoloneo en la esquina rumiando mis pensamientos. Por
suerte hoy mi mente no ha conectado con las ondas de la eterna discusión con
Ángela. Damas y caballeros, puedo imaginar cómo al leer el pasaje
correspondiente al desventurado ayer se torcerán vuestras bocas en malévolas
sonrisas, cómo se arquearán irónicas las cejas, os guiñaréis o propinaréis
codazos cómplices, alusivos a mi neurosis. Pero antes de precipitar ningún
juicio, esperad a conocer los hechos que me han reducido aquí. Porque si ella
os ha dado noticias de ellos, los habrá tergiversado y embrollado, a no ser que
para obtener vuestro crédito y favor le hayan bastado su belleza y
predicamento, su desparpajo y fama de buen juicio y talento. Por ahora me
conformaré con asentar mi mejoría y levantar defensas que me protejan el ánimo
en el próximo asedio, aunque no hay enemigo más insidioso que sus fuerzas de
zapadores que con túneles y excavaciones socaban la ciudadela de mi mente.
Quizá logre hacerme el fuerte en el pueblo al menos mientras me dure el dinero.
Aunque
carece de ayuntamiento propio, en la plaza se filtra la escasa animación, el
fluido vital que por destilar queda a los vecinos. Antes de romper la inercia
de silencio y soledad de mi reclusión, callejeo en torno a la plaza. Enclavado
el pueblo en medio de ninguna parte, en el ubérrimo valle o más propiamente
circo cercado por las gradas de la serranía –antigua sede de bandoleros y
rebeldes-, constituye su cordón umbilical con el presente una abrupta comarcal
escasamente transitada, que serpentea por las estribaciones hasta desembocar en
una carretera como una cremallera abierta en los sembrados, flanqueada por
moteles y bares cerrados.
El
último local sobreviviente es una estación de servicio donde a mi llegada me
atendió el único amigo que hice en los veranos de mis vacaciones estivales, un
tal Alfonso. Lo reconocí a través de la distensión de su máscara de apatía y
resentido tedio porque al pitar el claxon lo vi en su garita cerrar un libro.
Nos había unido la afición a la literatura. No me di a conocer, no solo por
venir de incógnito. Mientras cambiaba el aceite pensé que si a sus veinte mi
madre no se hubiera mudado a la ciudad me habría convertido en alguien muy
parecido a él.
Pasa
a mi lado una anciana de luto balanceando una redecilla de compras. Le impide
devolverme el saludo su demudado interés, el asombro de hallar un forastero petrifica
su rostro, de facciones evocadoras de hortalizas. Ejerzo una acuciante
curiosidad sobre los lugareños. Tantos años después, los desconozco tanto como
ellos a mí. Me he dejado una hirsuta barba que me enmascare y que en
combinación con las raídas camisas del abuelo, llevadas con el descuido de un
literato rural, Faulkner redivivo, me atribuyen un aspecto bohemio.
En
el minimercado y el cibercafé he dejado caer que me dedico a pintar y que subyugado
por estos paisajes he alquilado como vivienda uno de los antiguos secaderos de
tabaco. Para confirmarlo, cada vez que dejo la plaza salgo del pueblo y me alejo
por la cañada real aparentando dirigirme al camino del molino, de modo que
aprovecho para desentumecerme con el paseo, y al arribar a la vega, más allá de
las alamedas, dejo a un lado los secaderos, me aparto de la cinta brillante del
riachuelo, giro por las peñas y subrepticiamente vuelvo al pueblo. Me adentro
por la parte trasera, a la altura de la clausurada vaquería, y a largas zancadas
por la calle fantasma vuelvo a encerrarme sin ser visto.
Por
suerte la sofisticada Ángela, nato animal ciudadano, cosmopolita y urbanita de
pro, como hasta ahora yo, nunca ha manifestado el menor interés por conocer ni
tan siquiera la ubicación de las propiedades rurales de mis ancestros, así que
sus matones tardarán en dar conmigo. Desde luego, su desprecio por la
naturaleza convive con sus convicciones ecologistas, su aversión por los
animales –excepto por su gata Lía- no desmiente su preocupación por la
extinción de las especies, su manía de tener todas las luces y la televisión
prendidas no cuestiona su obsesión por el ahorro de energía, su afición a
encabezar manifestaciones a favor de la extensión de zonas verdes no la llevan a disfrutar de más parques que
los raquíticos parterres de flores o que los arbustos enraizados en el cemento
que alberga parkings subterráneos, pero ya basta de todo esto porque si vuelvo
a deslizarme por la fácil pendiente de críticas y denuestos me precipitaré,
como ayer, en la vorágine de otra discusión con un fantasma. Así que me desvío
de la peligrosa callejuela cuesta abajo y accedo a la laguna de sol de la
plaza.
Me
aturde la explosión del aroma a rosas y el hedor a boñiga de cabra, celebrados
por los clarines de cacareos. Aunque no se vean rebaños por ninguna parte, el
inmemorial olor excrementicio de las cabras se halla incrustado en las hendiduras
del empedrado, emana e impregna el ambiente de la plaza. También hiede la
vaquería, pese a que lleva tiempo cancelada, y a veces el viento trae mugidos
procedentes del antiguo matadero, o un rastro de leña quemada, a pesar de que
dudo que ningún lugareño carezca de calefactores. Son los últimos latidos del
pasado, reflejos de una realidad demasiado densa e intensa para que se diluyan
aunque no quede nada que los sustente.
Del
campanario despega un estornino que trina un tritono, sobrevuela el abrevadero
estancado de musgo y líquenes, el corro de ancianos amojamados, momificados,
sordos al presente, un galgo pardo que deja de sorber el aire y parece
disecado, el inmortal tonto del pueblo que babeante y balbuciente de un cordón
arrastra una lata estruendosa, y silbando otro tritono aterriza en la espuma de
los cerezos. Enfilo a la derecha y al dejar atrás el cibercafé sobre mí se cierne
una oronda sombra:
-Buenos
días. ¿Cómo estamos? ¿Nos acostumbramos?
Se
trata de Salus, debe ser el nieto de Sebastián, antiguo propietario de la
taberna. En el probable caso de que llegue algún forastero preguntando por mí
puede resultar un peligroso informador. Si Ángela valiéndose de sus inagotables
recursos técnicos –la localización geofísica- conoce mi localización aquí, sin
duda que conectará con él. Pelirrojo y rozagante, la tarta de su cara muestra
guindas de pecas y está ribeteada por cabellos de fresa y barba de frambuesa.
Su timbre de castrado contradice el rollizo corpachón de tenor, que ni sus
prédicas a favor de la vida sana logran adelgazar, y habrá de lucir, blando y
adiposo, en sus prácticas naturistas.
-Me
voy adaptando. Busco clima seco, pero noto humedad en el ambiente –como de
costumbre, a mi paso atrás responde con otro adelante, por lo que fuerzo una
cavernosa tos que, temeroso del contagio de algún virus, lo hace retroceder ese
mismo paso. Su camiseta lila, tirante sobre el opulento vientre, exhala un olor
agrio, avinagrado, de coliflor rancia.
-Eso
quisieran las viejas del pueblo, notar humedad… Ahora en serio, la humedad es
por el viento.
-Tenía
entendido que aquí no soplaba tanto.
-A
la hora de soplar aquí sopla todo el mundo… Tenemos que probar el tinto del
país… Ahora en serio, es verdad que con las montañas el valle está a resguardo
del viento. Hace un tiempo raro desde que llegamos.
Con
su plural confianzudo o cuáquero, si es que no propio de alguna secta
naturista, me está acusando de traer trastornos al pueblo. Lo que más me
preocupa es que tenga en cuenta la fecha de mi llegada. Los inquisitivos
ojuelos de cerdo con pupilas color pepitoria del regente del cibercafé escarban
en mis pensamientos, se frunce su nariz, husmeadora y redonda como la bola de
billar postiza de los payasos.
-Hemos
tenido una buena idea cogiendo un secadero. Pero mucho cuidado, no vayamos a
quedarnos secos… En serio a mí sí que me vendría bien perder algo de peso,
orearme un poquito, quedarme más seco. Allí tendremos buenas vistas. ¿Cuál
exactamente hemos cogido?
-Uno
de los de la derecha, o de la izquierda, según se mire, los de la ciudad no
sabemos orientarnos –al no sonsacarme más, la tarta de la cara se le divide en
porciones.
-¿Y
qué, nos aburrimos allí? ¿Hemos hecho amigos?
-He
venido a estar solo –y para demostrarlo lo dejo atrás, frotándose las manos
como si amasara los escasos datos acopiados o intentara calmar tanta curiosidad
insatisfecha. Para desahogar las ganas de propinarle un sopapo, me aplasto en
el cogote el imaginario mosquito de su mirada viscosa. Sin volverme, me burlo
de su manera de hablar:
-Si
podemos, luego nos pasaremos.
-Ojalá,
te espero.
En
el minimercado me recibe con un saludo cantarino, casi un balido, una cajera
nueva, sustituta de cierta matrona hombruna, una rubia pajiza de ojos gris nube
subrayados por eróticas ojeras e inscritos en una cara ovejuna, la cual, en
contraste con un cuerpo de vertiginosas curvas, ceñidas por un uniforme verticalmente
rayado de verde con albo delantal, le da un aspecto de personaje mitológico,
una diosa de la concupiscencia con cabeza de oveja. Acariciado por su lánguida
mirada a lo largo del único corredor alojo en el carrito una caja de cereales,
dos paquetes de jamón y uno de queso envasados al vacío, un racimo de plátanos,
dos latas de espinacas y otras tantas de espárragos, un bote de aceitunas, dos
barras de pan y un tarro de mermelada de ciruela.
Al
tenderle uno de mis últimos billetes de cincuenta, enfoco el dadivoso escote,
impropio del oficio, y al imaginar que celebro con ella otro tipo de
transacción un ardor me punza la yema de los dedos. Ella parece leerme el
pensamiento y las mejillas se le tiñen de remolacha.
-Muchísimas
gracias. ¿Sabes? Eres mi primer cliente.
-No
lo hubiera creído.
-Dímelo
a mí. Esto es un aburrimiento, el pueblo está muerto.
-Vendré
más veces. Puedes contar conmigo.
-Eso
espero.
En
la plaza, al confirmar que me queda tabaco hasta la próxima salida, aprecio la contundencia
de mi erección, casi dolorosa después de más de dos semanas con la libido
pisoteada por el estrés y las carreras de la persecución sufrida en la ciudad.
Desde
el umbral del cibercafé Salus me escruta. No hace falta que tal personaje
regente el negocio para que me conste que Internet es mi principal enemigo a la
hora de seguir desaparecido. Y aun así no puedo sino seguir utilizándolo. Para
desahogarme y desfogarme escribiré un mail a alguien muy querido, y por otra
parte famoso, un mito, si bien en su día incomprendido, sin duda ahora conocido
y reconocido por todos ustedes. ¿No se dedicaba Walter Herzog a escribir cartas
a celebridades desde el retiro de su granja abandonada?
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