Mis
amigos más cercanos –peligrosos- y sinceros –envidiosos- ya me advirtieron que
como a todos los recién casados los primeros meses nos enlazarían como alianzas,
pero que al cabo de un año perderían su redonda plenitud para atarnos a la
rueda de una noria de rutinas. Hasta entonces mis relaciones sentimentales no
habían durado más de una ola de calor o una temporada de tormentas. Me jactaba
de que un soltero se lamentaba de su estado el mismo número de días al año que
el casado se felicitaba por el suyo, unos diez.
Frisada
la cuarentena, seguía retozando con la vida como un cachorro; mi aspecto
lozano, no desmentido por la vida desordenada, y espíritu juvenil, el pelado a
cepillo o el estilo de vestir me señalaban como el típico estudiante rezagado
que en verdad había sido veinte años atrás. El curso escolar seguía rigiendo mi
ciclo vital. Cada septiembre me mudaba en el barrio universitario. Salía muchas
noches, cambiaba de jóvenes compañeras de cama, escribía y comía en los bares
cuando no lograba renovar mis vales en el comedor universitario, y mi vida
laboral era tan esporádica como la sexual, tan casual e informal como mi
guardarropa.
Circunscrito
a un reducido espacio, carecía de automóvil, no portaba cartera ni reloj, y
rehuía como a una enfermedad venérea toda responsabilidad. Vivía al día,
despreocupado y feliz. Solo al inicio de los puentes o de las vacaciones,
cuando los estudiantes volvían a su lugar de origen y en los locales se iban
apagando los ecos de las risas y las voces, me embargaba una tristeza
depurativa, benéfica, inspiradora de una nueva novela. Amanecía uno de aquellos
curiosos días en que me sentía nostálgico de recuerdos falsos y lamentaba la
pérdida de lo que nunca había tenido. En los parques me quedaba pensativo ante
los juegos de algún padre con su retoño, observaba el diálogo corporal de las
parejas en la cola del cine, o me detenía ante alguna unifamiliar con su
diminuto porche sombreado por algún raquítico magnolio, junto a la verja una
bicicleta de ruedecitas traseras y un columpio, y un semisótano de angosta
rampa. Suspiraba, me planteaba hacerme con un perro y apretaba el paso camino
de una cita galante con alguna profesora que me compensara de ausencia de las
alumnas. No parecía una mentalidad propensa a la estabilidad emocional y en mi
fuero interno tendía a darles la razón a los malos augurios de mis amigos. En
opinión de mi madre, incluso ansiosa como estaba de que me asentara y orgullosa
del prestigio de mi pareja, no auguraban nada bueno el contraste de nuestras
condiciones socioeconómicas.
El
nombre de Ángela Mayo encabezaba los títulos de crédito de films de culto y
titulares culturales, se inscribía en las invitaciones a selectos eventos y
brillaba en los neones de los teatros, era elogiosamente presentado en actos
mediáticos, figuraba en programas de conferencias, tarjetas identificativas de
mesas redondas, y durante unos instantes al pie de la pantalla en sus
intervenciones televisivas. Y por si fuera poco ahora aspiraba a que ese mismo
nombre encabezara la lista de los libros de ficción más vendidos. Musa de un
país, encendía las ilusiones y habitaba los sueños del imaginario cultural –pero
también la imaginería fetichista- de dos generaciones. Un año menor que yo,
desde los veinte se le abrían las rosas de todas las oportunidades, y ella
había sabido cortarlas y prenderlas en el azabache de su cabello. Actriz
vocacional, su belleza e inteligencia eran dos yeguas destacadas con las
cabezas parejas en la recta final, dos gráciles veleros con las proas igualadas
y las velas henchidas a favor de viento rumbo a la felicidad. Y lejos de
dejarse llevar por las alas de la fama, acreditaban su talento y sensatez la
licenciaturas en Letras e Informática.
En
el último año inevitablemente había reflejado en mí el resplandor de su éxito.
Pude abandonar mis eventuales actividades en el departamento de Románicas, las
clases particulares de francés y la alimenticias traducciones comerciales.
Gracias a uno de mis nuevos amigos, el editor Luis Rey, en horas perdidas de la
redacción, aparte de escribir, me dedicaba a traducir a Balzac o a Perec, mis
favoritos. No obstante, la reedición de mis antiguas novelas en mi flamante
editorial y la publicación de la última habían pasado tan desapercibidas como
en mi anterior y minoritario sello. Se me resistía el éxito como una mujer,
aunque tan bella y afortunada como Ángela, ornada por todas sus gracias, aún
más difícil, casi inaccesible. El mundo parecía resentido por mi suerte con
Ángela, a veces creía que los camareros aprovechaban la sonrisa que le
dedicaban a ella para enseñarme los dientes.
En
todo caso, mi unión con Ángela me había catapultado a un status que ahora, envalentonado
por el Bloody Mary y la fulminante conquista de una rubia cinematográfica,
estaba seguro de conservar. Todo me lo debía a mí mismo, la ayuda de Ángela había
sido circunstancial. Los transeúntes dejaban paso a mi viril determinación y
seguridad en mí mismo. Solo vacilé ante la imagen, transparentada en una
cristalera a través de los destellos del tránsito, de una rubia y una morena
inconfundibles secreteando con las cabezas juntas y los codos apoyados en el
velador de una cafetería. Me detuve atónito, y mientras me acercaba, al móvil
reflejo del paso de un autobús y de las ramas de un plátano al viento, Ángela
se inclinó a hacer alguna confidencia a Victoria, se interpuso momentáneamente
una fila de turistas, y con el último bamboleo de regocijo de los pechos de
Victoria empezó a descomponerse el espectral prisma de tal imagen, pasaron
varios japoneses retrasados y cuando más próximo estaba hallé la mesita
desierta, dos tazas vacías, una con la bolsita de una infusión, un platillo
poblado de migas, y un pañuelo arrugado con un pétalo de carmín. Había sido
otro de mis espejismos, esas cristalizaciones de mis miedos y deseos, pulsiones
y obsesiones.
Como
digo, confiaba en no volver a ejercer oficios como el desempeñado cuando conocí
a Ángela en el rodaje de Rojo y Negro. El castellano de Laurent Pommer, el
laureado cineasta de la suiza francesa, resultó lo bastante fluido para
degradar mis servicios de traductor en proveedor suyo de café, coñac o tabaco.
Sin dignarse a dirigirme la palabra, restallando sobre las botas el látigo de
barato imitador de Cecil B. de Mille, el muy ruin me transmitía sus deseos con
la mímica del pulgar, índice y medio que asían una taza, copa o cigarro
imaginarios. Por suerte, a las pocas semanas, con las llaves del piso de Ángela
en el bolsillo, me sentía como el Julián Sorel o el Eugene de Rastignac de mis
traducciones.
Un
año después, incluso tras la ruptura, seguía envanecido por la conquista de
Ángela. Y ahora también me pavoneaba por la rendición de Victoria. Envié a ésta
un WhatsApp para vernos cuanto antes. La música del pub, la tórrida melodía del
deseo, había hecho casi ininteligibles sus palabras; creí entender que era una
pediatra recién separada. Había recobrado mi libertad de pájaro, el halcón
volvía a sobrevolar la ciudad avizorando presas factibles. Aunque Ángela
proyectaba el resplandor de su encanto y prestigio sobre sus acompañantes –suponía
que a ello se debían la ruptura con sus anteriores parejas, que no resistieron
el asedio de otras mujeres, atraídas por el hechizo que había seducido a la
novia del país-, yo nunca había necesitado aquella luz indirecta para subyugar
a las mujeres.
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