Despego
los párpados y en espiral me precipito por el agujero de mi muerte. Me engulle
el sumidero de una náusea, con giro de aspa me abalanzo por un tremor que me
succiona, hélice humana, en un vértice de vértigo, en el vértice del tiempo. Mi
cama es la boca giratoria de una taladradora, una tuneladora que a través de
cinco plantas y los cimientos cava un túnel hacia el horror del infierno. Hasta
que advierto que es todo el mundo menos yo el que se mueve y remueve. O que yo
me muevo porque el mundo se remueve. La lámpara de brazos tubulares se balancea
como el sahumerio de una celebración religiosa. Tabletea el cabecero de la cama
como un entrechocar de dientes. Patalea el armario, epiléptico. Histérico,
oscila el espejo: refleja un dormitorio desenfocado. No se trata de una
borrachera ni de una pesadilla. Paralizado en el instante estupefacto, vibro
con el rumor cóncavo. Ruge la tierra y se agita en el espasmódico orgasmo de
algún dios telúrico. El tiempo vuelve a transcurrir y el monstruo se oculta a
hibernar en su guarida del centro de la tierra.
Había
tronado la tierra. Pronto se acallaron las voces de quienes bajaron a la calle
por temor a una réplica. O los rumores de siempre colorearon el silencio de
espanto. La ciudad se había desayunado con un traumático susto. Salí del
dormitorio a conectar la radio y en el umbral tropecé con una maleta. Supuse
que Ángela había preparado el equipaje para a la vuelta del rodaje coger un
vuelo sin pérdida de tiempo. Su vida está jalonada de compromisos, aquellos
días se encontraba adaptando La Regenta para una miniserie televisiva. La
resaca me retrasó a la hora de reconocer la maleta como mía, todo lo percibía
como con vía satélite, con tres segundos de retardo. De cuero marroquí me la
había regalado Ángela con ocasión de nuestro primer viaje, a Suiza,
aprovechando que ella debía impartir un ciclo de conferencias sobre Amiel.
Mientras que ella viajaba cada semana, hasta conocerla yo ni siquiera en verano
salía de la ciudad, para mí amurallada por la costumbre y la escasez de fondos.
Pero
junto a la maleta había enfundado mi ordenador portátil –regalado por mi
cumpleaños- en su maletín. En la primera había embutido mi guardarropa, los
últimos meses tan nutrido, y hasta el neceser. De éste extraje mis útiles de
afeitado. Concluí que había pensado celebrar nuestro aniversario con un viaje
sorpresa. Mientras que a Ángela le encantan las sorpresas, yo las detesto. A
los maníacos depresivos nos aturullan las sorpresas, nos descabalan y
descalabran; si no apresamos las horas en las jaulas de la rutina, como fieras
los imprevistos y la impaciencia nos devoran. De momento, no podía salir de
dudas: ni Ana Ozores ni nadie de Vetusta usaba teléfono.
Trasladé
la radio al cuarto de baño. Aún me asombraba el lujo de disponer para mi
acicalamiento de aquella límpida y ambientada estancia tan amplia como los
salones de mis residencias previas, me deleité en ser recibido por los fluidos
reflejos de mármoles y azulejos.
Con
tono seco el locutor minimizaba el suceso. Achacó los pocos estragos a la
precariedad de las construcciones siniestradas. El movimiento sísmico había
sido superficial, y aunque aún no había datos oficiales apenas había alcanzado
los cuatro o cinco puntos en la escala de Richter. Su voz se afligió al
recordar que precisamente aquel día se cumplía un año de la deflagración de una
fábrica de explosivos que provocara una treintena de víctimas en un barrio de
extrarradio. Tal vez por eso los vecinos estaban tan susceptibles y la histeria
y el pánico habían corrido como dos dementes por las calles.
En
el lavabo encastrado en mármol jaspeado de rosa me enjugué la cara y, antes de
secarme, del lecho de las aguas del espejo ascendió el rostro descarnado de un
ahogado de cuarenta y dos años. En una noche había perdido los diez años de
ventaja que respecto a mi edad conservaba mi aspecto. Gotas como gruesas
lágrimas rodaban por las estragadas mejillas de aquel disoluto arrepentido.
Asimétricas figuras de una geometría infernal descomponían la cara yerta y
yerma, lacia, embotada y entumecida como si la hubieran aporreado, cuyas únicas
curvas constituían las canicas de los ojos hundidos, los cercos inflamados de
las ojeras y la floja caída de una incipiente papada, descolgada durante el
sueño.
La
degeneración de mi semblante, en combinación con un perfume de coco matizado de
ozono me recordó que había vuelto a casa dando tumbos por el alba procedente
del lecho de la tal Victoria –mi derrota-, una rubia melancólica y feraz,
delicada y voraz. En torno a las tetillas me florecían las amapolas de sus
dentelladas y en la espalda me ardían los surcos abiertos por sus uñas. El
locutor recordaba el alcance de los daños materiales provocados por la
explosión y como homenaje a las víctimas con tono luctuoso procedió a recitar
sus nombres.
Dejé
de lavarme las manos y en la ducha no logré purificarme de la mala conciencia
ni borrar las imágenes de la víspera: la celebración improvisada a la salida de
la oficina de mi primer año en la dirección del suplemento cultural; la ligereza
feliz, la euforia de volver a encontrarme sin pareja en un pub, que pude
dilatar gracias a que Ángela volvía en el último vuelo de la grabación de una
tertulia cultural; la exhibición de unos opulentos pechos, oprimidos por un
escote negro de seda; el acercamiento de la potente rubia con la coartada de
que me conocía de Twitter –por desgracia nadie me conoce de las novelas-; mi
complacencia el devolverle el seguimiento a través del teléfono; el intercambio
–peloteo- de elogios y de una conversación en la que lo que menos importaban
eran las palabras; la insistencia con que me aseguré de que en el local no
quedaban ninguno de mis colaboradores; el acercamiento de nuestros cuerpos; el
trayecto en taxi, con haces de luces y deseo horadando el interior del auto; el
paso a través del lujuriante jardín de una urbanización donde las fauces de la
leona me succionaron toda la saliva y me dejaron la boca seca… Francisca Pérez
Martínez, 81 años, descanse en paz; Rodolfo Leal Cifuentes, 42 años, descanse
en paz… No me gustó que con la marcha fúnebre de Chopin como fondo el apellido
y la edad de la última víctima coincidieran con los míos. Pero si rasurándome
me corté en el pómulo fue por la insinuación de la viborilla de una sorpresa en
mi laberíntico pensamiento.
Mientras
trasteaba en el botiquín, junto al yacuzzi, soslayó tal inquietud la visión del
dorado cuerpo de Victoria tendido en la bañera; las burbujas besaban los
rosetones de sus pezones y masajeada por los dedos del agua bajo la superficie
fluctuaba su piel de terciopelo; con reclamo de sirena me invitó a acompañarla.
Me desinfecté la herida intentando reprimir aquella inoportuna visión; mi
facilidad imaginativa con frecuencia me puebla la vigilia con espectros
oníricos y fantoches de la fantasía. Resulta tan convincente la recreación
mental de mis ficciones que llegan a corporeizarse de este lado de la realidad.
Tiré el algodón a la papelera: el yacuzzi yacía vacío a la espera de su
propietaria, mi pareja legítima.
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