lunes, 15 de diciembre de 2014

DEPREDADOR


                                 

Se suele afirmar que los ochenta fueron los peores años para el cine en toda su historia. Quizás dicha aseveración sea cierta, puesto que si comparamos década por década las películas edificadas a lo largo de toda la historia del cine, la era de las hombreras y el techno-pop se queda un poco coja con respecto al resto de decenios en cuanto a grandes obras imperecederas y globalmente aceptadas tanto por la crítica como por los cinéfilos que se toman más en serio este arte de hacer películas. No obstante, para la generación que nacimos en esas fechas, existen una serie de películas a las que resulta imposible no guardar un especial cariño y por consiguiente un hueco muy importante en nuestra memoria y preferencia cinematográfica. Y una de ellas seguramente sea Depredador, sin duda una de esas películas desinhibidas, entretenidas, espectaculares y porque no decirlo, con ciertos rasgos de cine de autor, que engrandecieron la mitología del cine de los ochenta. 

La premisa argumental de Depredador no podría ser más simple, a priori. Así, la cinta arranca mostrando a un equipo de mercenarios antiguos miembros de las fuerzas especiales del ejército estadounidense liderado por Dutch (Arnold Schwarzenegger), que son contratados por la CIA para adentrarse en la selva centroamericana con el objetivo de rescatar a unos ciudadanos estadounidenses, entre los que se encuentra un alto cargo del gobierno, cuyo helicóptero fue presuntamente derribado por una guerrilla local. Sin embargo, una vez dentro de la profunda selva, y tras aniquilar y masacrar a la milicia, Dutch y su equipo descubrirán que el verdadero motivo de la misión no era rescatar a los inexistentes ciudadanos americanos presuntamente retenidos en la selva, sino que el fundamento de su presencia en este frondoso espacio, se debe a la misteriosa presencia de un ente que se oculta entre las ramas de los elevados árboles que copan el lugar para aniquilar como un asesino de dientes afilados a todo ente viviente que se cruza en su camino valiéndose de la tecnología alienígena afecta a su origen extraterrestre. 

Para cualquier aficionado al cine que no posea referencias acerca de la verdadera esencia de Depredador, la simple lectura de la breve descripción de la sinopsis efectuada en el párrafo anterior, así como la presencia en el reparto de algunos de los grandes nombres del cine de testosterona y acción sin límite de los ochenta, podría hacerle pensar que se va a encontrar con la típica historia de bombas, tiroteos y misiones temerarias tan explotada en el cine desde principios de los sesenta, con el ingrediente exploitation añadido de incluir a un alienígena como enemigo a batir. Sin embargo, Depredador es algo más que una simple película de acción de escaso intelecto y nula capacidad reflexiva, convirtiéndose con el paso de los años para un servidor en una cinta clave que oculta bajo el disfraz de un producto ideado para el lucimiento de la estrella más taquillera del momento (como era Arnold a finales de los ochenta), una película de tono introspectivo y cierto mensaje de denuncia que se beneficia del gran estado de forma del por aquél entonces casi novato John McTiernan (que tras Depredador facturaría obras de la talla de La jungla de cristal o La caza del octubre rojo), un autor del cine de acción que espero pueda volver a deleitarnos con su garra y sapiencia para obtener resultados inolvidables de guiones en principio destinados a caer en el olvido, a lo que se une un plantel de actores que dieron el do de pecho a las órdenes de McTiernan (nada menos que Carl Weathers, Bill Duke, Jesse Ventura o Shane Black, entre otros, arropando a Arnold) y por último la conjunción de una serie de factores técnicos que lograron engalanar el producto final, como por ejemplo esa fascinante e inquietante banda sonora compuesta por Alan Silvestri que altera el riego sanguíneo con cada uno de sus compases y que en cierto sentido actúa como una especie de narrador omnisciente del desarrollo de la trama argumental, y la espectacular fotografía de tono claustrofóbico y asfixiante de Donald McAlpine, sin duda toda una referencia a la hora de construir un entorno enrarecido y opresivo a la vez que luminoso y exterior.

       

A pesar de los ataques lanzados contra el film por parte de la crítica más sesuda e intelectual de la época, Depredador cautivó al público desde el primer instante, alzándose como uno de los grandes éxitos taquilleros del año, dando lugar por tanto a una saga en sí misma, gracias a la producción de una secuela de resultados más desiguales proyectada unos años más tarde, así como la generación de toda una serie de merchandising asociado a la criatura protagonista del film, que daría lugar a un profundo debate entre los amantes del cine de ciencia ficción acerca de cual es la mejor figura alienígena de la historia del cine, enfrentando por ello al Depredador con el Alien por antonomasia del séptimo arte nacido para el cine unos años antes desde la nave Nostromo. 

Depredador, igualmente se caracteriza por ser una cinta inclasificable, que partiendo del cine de ciencia ficción como tótem de referencia, tocará otros géneros como el cine de misiones temerarias característico del bélico de los sesenta, el cine de terror (con ciertos ingredientes gore que siguen conservando su poder de espanto a día de hoy), el melodrama irrespirable y también el cine mudo (sobre todo en esos treinta minutos finales en los que Dutch y el ente del otro planeta luchan por sobrevivir en una encarnizada batalla en la que el hombre retornará a sus orígenes primitivos para poder subsistir), marcando un antes y un después en lo que respecta a la aceptación popular del cine de acción como espectro de arte total y sin complejos. 

La película goza de un ritmo trepidante que obliga al espectador a no apartar la mirada de la pantalla, disfrutando igualmente de una perfecta puesta en escena de pulso heterodoxo, gracias a la inteligencia desplegada por McTiernan para montar el desarrollo de la trama empleando ingredientes más reposados o picantes en función de las necesidades que la historia necesitaba para captar la atención del público. Así, la cinta arranca perfilando con una simple mirada a cada uno de los personajes principales del film: el líder Dutch, el empleado de la CIA que contrata los servicios de los mercenarios y antiguo compañero de andanzas de Dutch llamado Dillon (Carl Weathers en un personaje que desde su primer pulso a bíceps armado con Dutch mostrará una actitud un tanto intrigante y conspiradora), Mac (un poco hablador soldado interpretado por Hill Duke), Blain (un excesivo y caricaturesco militar interpretado por la antigua estrella de la lucha libre americana Jesse Ventura) o Poncho (un oficial de origen indígena-americano, gran rastreador que será el primero que sienta la presencia extraña en medio de la selva). 

                

Esta presentación dará paso casi sin respiro a la llegada del equipo en helicóptero a la selva, topándose nada más aterrizar en la espesura el helicóptero objeto de búsqueda repleto de los cadáveres desollados de los ocupantes colgados de un árbol. En estos primeros compases del film, la cinta navegará por los caminos de la adrenalina y el suspense puro, vertiendo testosterona por todos los lados, alcanzando el cenit de brío y fuerza escénica con la salvaje escena de la masacre llevada a cabo por los miembros del grupo de Dutch contra el grupo de milicianos centroamericanos en principio culpables de haber aniquilado a los ciudadanos americanos secuestrados. 

Tras esta secuencia de pura adrenalina, la película derrotará hacia un ambiente menos beligerante y más atractivo, a medida que los combatientes de Dutch sientan la amenazante estampa de un ente que les observa desde la distancia. Y es a partir de este momento, cuando la cinta transforma totalmente el tono, dando así un giro de 180 grados, para mutar de una simple película de acción a una inquietante pesadilla en la que la irrespirable atmósfera del encierro entre los interminables árboles de la selva en la que se halla atrapada la brigada de Dutch, así como la aniquilación uno por uno de los miembros del equipo por parte de una bestia salvaje de origen desconocido, darán lugar a una especie de juego del ratón y el gato en el que se destapará la traición de Dillon y la verdadera esencia de la misión, que no es otra que averiguar que se esconde detrás de los verdes ropajes de la selva centro-americana. 

Así, a medida que el depredador va aniquilando a los componentes del grupo de acción, se creará una extraña relación entre el alienígena y Dutch, de modo que finalmente se establecerá una lucha de tú a tú para dirimir quien sobrevive en medio de la nada y la soledad, en una partida de ajedrez en la que la inteligencia del hombre deberá adaptarse al entorno hostil de la jungla, para lograr escapar del asesino que acecha entre sombras, en unos últimos minutos del film, que para un servidor forman parte de la iconografía del cine de todos los tiempos. Y es que McTiernan se arriesgó a tensionar la cinta en su tramo final con una técnica arcaica, más ligada al cine silente que a la narrativa nerviosa del cine de acción de los ochenta, hecho que el autor americano encajó magistralmente con la excelente cadencia narrativa repleta de tensión, suspense y horror que ostenta el film a lo largo de su desarrollo. 

En este sentido, Depredador se destapa como una cinta imprescindible que prescinde de recargadas coreografías de tiroteos y asesinatos sin freno, dejando que sea la intriga, la construcción de una atmósfera opresora, el misterio que poco a poco va resolviéndose a medida que los integrantes de la partida militar van cayendo uno a uno sin posibilidad de defensa, así como la inclusión de un cierto mensaje crítico que lanza una mirada descorazonadora acerca del trabajo sucio llevado a cabo por la CIA en Centroamérica y sus engaños a los propios ciudadanos americanos a los que arrastra hacia una muerte segura únicamente para obtener sus espurios objetivos, la principal armadura que viste una película que ostenta por méritos propios un lugar privilegiado en la historia del cine de todos los tiempos.

Autor: Rubén Redondo.


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