jueves, 18 de diciembre de 2014

LA ROSA PÚRPURA DEL CAIRO


                  

Igual que vosotros soñáis con mis aventuras
y en la pantalla proyectáis haces de ilusiones
y desplegáis abanicos y arcoíris de ensoñaciones,
desde la película también yo envidiaba la variedad de vuestras vidas
y en vuestras sombras sublimaba mis frustraciones de personaje,
de hombre de ficción condenado a fingir emociones.
Podéis encontrar mi nombre en cualquier sinopsis
de La Rosa Púrpura del Cairo:
Tom Baxter, de los Baxter de Chicago,
un personaje,                 
poeta, viajero y arqueólogo en Egipto,
el explorador de intrepidez en bombachos
e inteligencia coronada con un salacot,
que busca la eterna rosa que un faraón pintó en la tumba de su amor,
pero que en vez de en ninguna pirámide
supe que florecía en la penumbra de terciopelo de la platea,
en el cabello de pétalos de esa pelirroja
que por quinta vez venía a ver la película.

Los seres irreales somos sombras, niebla, humo,
los reales recuerdan, sufren, sueñan:
quiero ser un recuerdo, un dolor, un sueño.

Tras dos mil cinco actuaciones me cansé de la cíclica vida
que limitaba mis movimientos en una coreografía fija
y mi tiempo en una cronología de hierro,
me harté de mi vida aventurera y romántica, siempre idéntica,
de conocer  a aquellos neoyorkinos tan sofisticados
y cada noche cenar caviar en el Copacabana,
y envidié vuestros fracasos, miserias, cuchitriles,
los imprevisibles apuros y las emociones inconcebibles,
incluso las patatas fritas o las palomitas,
y cada vez que en la trama me casaba con la bellísima Kitty
miraba a aquella espectadora soñadora,
los reflejos de la proyección le peinaban el pelo púrpura,
y nuestras miradas se imantaban de la realidad a la ficción,
hasta que anoche, como un actor escapista o de un tren en marcha,
del vigésimo tercer fotograma salté a la sala
y me adentré a explorar la oscuridad de seda negra
porque la rosa púrpura no crecía en ninguna pirámide de Egipto,
sino en las butacas de aquel cine de New Jersey.

Huimos del cine hasta un parque de atracciones
que reconocí por el que con Kitty visitaba en la luna de miel,
por fin me sentí casual y no causal, en medio del azar,
lejos de la necesidad del guión,
desencadenado del fundido encadenado,
como el primer animal que respiró fuera del mar
fluía en el medio libre y radiante de la vida,
a través del invisible, imprevisible tiempo,
limitado pero profundo, infinitamente divisible,
ahora podía atropellarme un auto
pero también el amor de Cecilia, la romántica espectadora,
a quien había idealizado tanto como vosotros a los personajes,
prefería afrontar la muerte de los hombres
a la aburrida eternidad de la pantalla,
las desengaños del amor
al convencional simulacro de la película
donde el clímax de nuestra vida sexual es un beso sin lengua,
para mí la maravilla reside en lo real
porque aunque tenga espinas y caduquen sus pétalos
en la vida humana crece la rosa púrpura del Cairo.

Prefiero el mundo de verdad al de mentira
(con dinero ficticio ni pude pagar la cena),
al lado de Cecilia ni las palomitas me molestaban,
y gracias a la tercera dimensión de su cuerpo
y a la profundidad de su mente
su compañía es muy distinta a la de Kitty,
y resulta auténtico sentir su aliento,
improvisar los diálogos, conversar de verdad,
no prever sus gestos ni anticipar sus respuestas,
sorprenderse de sus actitudes y embelesarse con sus palabras
aunque no todo lo que diga sea feliz:
me ha hablado de la violencia de rata de su marido,
de los vasos que reventaba cuando si quiera era camarera,
de la ocre tristeza y cadavérica esperanza de una época de crisis,
pero creo que en esta tierra donde la gente envejece,
enferma de pena y nunca halla el amor ni la gloria,
encontraré mi Rosa Púrpura del Cairo.

Los seres irreales somos mentira, proyecciones, anhelos,
los reales odian, temen, yerran,
quiero tener un odio, un miedo, un error.

Tengo que adaptarme al mundo de Cecilia,
el único verdadero,
pues sería cobarde invitarla al virtual,
aunque sea tentador librarla de la muerte,
convertirla en un personaje,
asombrarla con nuestras pirámides de cartón piedra,
deleitarla con nuestro ocaso, químico reflejo de transparencias:
acabaría aborreciendo aquel espacio perfecto y aburrido,
opaca nebulosa en blanco y negro parecido a un recuerdo,
la trabaría la telaraña de la trama del guión
y añoraría la libertad de este mundo intenso,
la posibilidad de lo más inesperado,
como al enfrentarme a mi doble en el espejo de lo real,
un tal Gil Shephered, el actor que me dio vida
(podéis verlo en la ficha artística de La Rosa Púrpura del Cairo),
pero vida falsa, precaria, la de la pantalla,
adonde quiere deportarme para privarme de Cecilia,
de este mundo nuevo,
de la Rosa Púrpura del Cairo que no es de plástico.

  

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