martes, 23 de octubre de 2012

LA REINA DE ÁFRICA


                 
                  

Mi vida es un río, el río es mi tiempo, y mi hogar esta barcaza. El río se llama Ulanga, luego Bora, y la barca es “La Reina de África”. Samuel se ha quedado en tierra, ya forma parte de ella, y ahora mi compañero es Mr. Allnutt, el único tripulante de “La Reina de África”.

Mi pobre hermano Samuel y yo llegamos a Centroáfrica con el nuevo siglo. Había solicitado ser destinado a misiones y el obispo lo envió aquí a fundar la primera iglesia metodista del país. Como no estaba casado y a mí me parecía que cuando paseábamos por el parque Brian miraba demasiado a las doncellas y hasta hedía a brandy, lo dejé y me vine con Samuel a Centroáfrica.

Llegamos con los baúles repletos de ilusiones, y con esfuerzo y una voluntad de piedra y ladrillos implantamos una parroquia en plena selva, trasplantamos al continente negro cualquier capilla de los Midlands. Muchos indígenas nos ayudaban con la casa y el huerto, por las tardes aprendían a leer y escribir, y algunos incluso olvidaban sus ritos paganos durante semanas enteras. Gracias a su ayuda manual pronto encontré tiempo para musicalizar  los Salmos de las ceremonias. Samuel y yo instauramos aquí nuestros pacíficos ritos del pasado, el té con bizcochos, el bridge de los sábados, las charlas de sobremesa, la paz soleada de los domingos por la tarde.

Hasta que hace unos meses empezaron a llegarnos, en los periódicos retrasados, noticias de ciertas hostilidades en Europa, que no obstante tenían la irrealidad de cualquier argumento de H.G. Wells. Pero anteayer la guerra irrumpió con toda su crudeza en nuestras vidas. En media hora los alemanes nos destruyeron quince años de trabajo. Dado que este país es colonia alemana y nosotros somos ingleses, incendiarnos la Misión fue una mera operación militar.

Agredido por un soldado y enajenado de sus últimos quince años de vida, a Samuel se le enturbiaron los ojos de horror, hipnotizado por las llamas como por la serpiente del Mal. De mañana se puso a plantar semillas, como si estuviéramos en cualquier agosto de Inglaterra. Soltó la azada y cayó víctima de un ataque de fiebre cerebral. Se puso a delirar. Dijo que la vocación le había venido cuando suspendió los exámenes de ingeniería, y que a mí Brian nunca iba a pedirme en matrimonio porque solo estaba jugando conmigo. Con su último hálito se apagó la bujía y me quedé a oscuras en el dormitorio. Estaba absorta en aquel pasado que paradójicamente los desvaríos de mi hermano habían dilucidado con nitidez, con sinceridad. Catatónica de frustración, por primera vez reconocí lo baldío de mi vida en perenne barbecho, como un arbusto reseco en un secano.

Con el calor que hacía, al amanecer un círculo de buitres ya sobrevolaba la chimenea. Por suerte entonces llegó Mr. Allnutt, el patrón de “La Reina de África”, que cada par de meses se pasa por la Misión. Estaba fugitivo de los alemanes porque es canadiense y tiene la barca cargada de valioso material de guerra. Me sirvió de gran ayuda: enterró a Samuel en el huerto y me sacó de allí; los alemanes podían volver en cualquier momento. Sí, me embarqué con él aunque al principio me parecía un sujeto brusco y tosco, tan mugriento y poco fiable como su embarcación, del basto estilo de los jornaleros que teníamos en la granja de papá. Desde los tiempos de Brian no había estado tan cerca de un hombre, y también éste bebía y blasfemaba lo suyo. Por culpa del tabaco parecía tan asmático como el motor de “La Reina de África”.

Dejé Kungbu con tristeza. Pero fue coger el timón a órdenes de Mr. Allnutt y respirar las auras del río, sentir la brisa en la cara y descubrir a pleno sol el vigor y el brío y el impulso de la libertad. Emprendía la segunda aventura de mi vida, también con un hombre, Mr. Allnutt, en lugar de mi hermano. Como llevábamos a bordo goma explosiva y tubos de oxígeno, y en la mina él es medio ingeniero –lo que no pudo ser Samuel-, le propuse que fabricara un torpedo para bombardear el “Louisa”, el acorazado teutón que, clave del control alemán del país, patrulla en el lago. Para desembocar en éste, antes habrá que salvar los rápidos y pasar ante una fortaleza pertrechada de artillería. Y convivir con Mr. Allnutt, cuya compañía es ardua conforme se empapa de ginebra y ahúma con tabaco.

Como canadiense, éramos aliados y no pudo negarse a ejecutar mis planes. Me he convertido en el látigo de su pereza alcohólica. La verdad es que sabe leer en el río como en un libro de oraciones, distingue bajíos y turbulencias, y adapta la barca a la corriente como quien encamina a un hijo. Ama entrañablemente a “La Reina de África” y parece tratarla como a un amigo cascarrabias; aviva la caldera con la actitud de quien da fuego a un íntimo que es fumador empedernido. Con las horas tuve que reconocer que, aunque agreste, no le falta el valor ni la inteligencia; solo precisa de la orientación necesaria; yo seré su timonel, y no solo de navegación.

Con todo, al fondear la primera noche, yo ignoraba a qué extremos lo llevaría aquel licor del infierno, la ginebra, tan traicionera que es del puro color del agua. Nos bañamos, él a la proa y yo a popa, y mirando para otro lado tuvo que ayudarme a subir a cubierta. Fue violento pernoctar tan cerca de él. Las estrellas me parecían múltiples ojos escrutándome los recovecos del cuerpo. Para colmo se puso a diluviar, vino a refugiarse bajo el toldo y, aunque lo eché afuera creyendo que venía en busca de otros calores, al verlo ensopado me apiadé y lo admití a mi lado.

Somos muy diferentes y tenemos de adaptarnos el uno al otro. Ahora somos un equipo, un dúo o tándem con un objetivo, y a los dos nos convendrá adoptar la perspectiva del otro. Tendré que escarbar lo mío, pero intuyo que al fondo de su personalidad tiene un poso de bondad y delicadeza de sentimientos.

Esta mañana zarpamos con la primera luz. En la Misión llevaba una vida sedentaria y ahora el río me está redescubriendo este país que ya es el mío, me revela la vegetación y las aves, los cielos y los paisajes. Siento como si una lengua o un brazo del río hubieran anegado aquel secano de mi vida pasada. Y, en efecto, hay otro panorama que me va desvelando el río, el verdadero carácter de Mr. Allnutt.

Acabamos de solventar los rápidos gracias a su intrépida habilidad. Viéndolo guiar con ese temple la barca en los remolinos vertiginosos, hendir con la quilla la vorágine espumeante como un caballo al galope, he comprobado lo segura que estoy en sus manos, hasta qué punto puedo abandonarme a ellas que, alargadas, fuertes, exactas, todo parecen hacerlo a la perfección. Yo estaba mareada, nerviosa y enferma de miedo, y en el ombligo del peligro, de repente me sentí serena, emocionada, feliz de confiarme a sus manos, como si ya fuera mi trémulo cuerpo, y no la caldera, lo que manipularan, con mi piel en tanta ebullición como aquélla. ¡Sí, lo peor es que estaba disfrutando, el peligro me estremecía y con Mr. Allnutt me vi capaz de afrontar todos los riesgos que nos aguardan! ¡Hundiremos ese acorazado, daremos la vuelta al mundo, desembarcaremos en Kiel e invadiremos Alemania si hace falta!

Y lo consigamos o no, será divertido intentarlo. Sé que será difícil y habrá veces que me hará estallar de furia como esa caldera del diablo, ¡pero haré que Charlie cumpla su palabra, deje la ginebra por el té, y aunque por mí acabe cantando los Salmos y leyendo la Biblia, me convierta en su única religión verdadera!            

                                                                                                                                                                           

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