jueves, 22 de noviembre de 2012

CABALLERO SIN ESPADA


           


Mímesis del vacío, humo en el aire, mi camaleónica retórica camufla la vacuidad de mi pensamiento y la plenitud de mis intereses. Por algo soy un político, el inveterado senador de mi Estado, de vano discurso y cuenta corriente abarrotada. Gratis son mis promesas; los favores los cobros caros. Si la naturaleza y el mundo son egoístas, ¿por qué voy yo a trabajar por los demás? ¿Algún pájaro le hace a otro el nido? ¿Qué león guarda a su hermano un bocado de su presa?

Así que en estos tiempos de crisis, ¿qué me impide aprovechar la bajada de los precios de los terrenos y ayudar a mi aliado, el magnate Jim Taylor, a comprar con testaferros las fincas de de Villet Creek? He logrado incluir en los próximos presupuestos una partida estatal para adquirir estos terrenos a precio de oro. Nadie sospechará de la ejecución de una obra en beneficio de la comunidad. Es curioso, parece que ciertos gobernantes tenemos la debilidad de construir pantanos que en el futuro puedan lavar la infamia de nuestros nombres. Conociendo las grietas de la ley y disponiendo de la información precisa, sin árbitro, ¿cómo íbamos Jim y yo a dejar de jugar al tenis sin red y atrapar con ésta a los incautos?

Y cuando todo estaba dispuesto para que se efectuara la operación y había movido a placer a mis marionetas del Senado, tuvo que morir el otro senador del Estado, Sam Foley. Y ese monigote de Gobernador que Jim Taylor había puesto por una vez se rebeló y, ante las presiones populares, se negó a sustituir a Sam con uno de nuestra camarilla. El público quería nada menos que a Hill, ese maldito radical. Como candidato de consenso, el Gobernador propuso a un joven palurdo, Jefferson Smith, cuyo mayor mérito era ser jefe de guardabosques y acudir al rescate del primer perro que cualquier rapaz perdiera. Tenue y tímido, me pareció el típico ingenuo fácil de deslumbrar con los espejismos de la ilusión y de ensordecer con el eco de las palabras rimbombantes, y convencí a Jim de que lo aceptase.

Me conformaba con un senador que siguiese los dictados de su colega más veterano –yo-, y el único dictamen de tan honorable estadista era que, ahora que todo estaba dispuesto, para nada se mencionase el topónimo de Villet Creek en al Senado, evitar que bajo la bóveda del recinto resonase el tabú de tal enclave. Parecía algo fácil para un malabarista de las palabras como yo, un ilusionista que en la copa de la chistera siempre guarda las palomas de la confianza de los votantes, un equilibrista de las ideas con facultades de prestidigitador –puedo escamotear la realidad- y de hipnotizador –capaz de convencer a la gente de lo que tiene que hacer-, un genial depositario de la ilusión colectiva que como un novelista por entregas juega con las esperanzas de la gente, las defrauda con su demagogia y las adultera con sus embelecos… Me pierdo hablando de mí mismo. ¿Cómo iba, en definitiva, ese imberbe de Jefferson Smith a descifrar mis negros propósitos que como piojos escondo entre las canas de mi respetabilidad?
                
A fin de cuentas soy un artista que con su arte hace su fortuna. Y con fortuna no me refiero a mi magro sueldo. ¿Cómo esperan que me conforme con eso? Ni siquiera voy a contentarme con lo de Villet Creek, que solo será el escalón de mármol que me suba al pórtico de columnas de la Casa Blanca. Cuando se aprueben los presupuestos (y hasta hace diez minutos nada parecía impedirlo), Jim me hará en todos sus periódicos y emisoras tal campaña que en la convención del partido me aclamarán como candidato.

Y en esto Jefferson Smith llegó a Washington, trayéndonos el voto y la confianza de sus paisanos, un mirlo blanco que parecía fácil de amaestrar, de hacerle cantar lo que me interesara, un patán al que no podría dejarse solo entre el tráfago de la capital. Y escabulléndose de la comitiva eso fue lo primero que hizo al salir de la estación, perderse por Washington. Cinco horas mantuvo en vilo a mi oficina entera buscándolo, y cuando estábamos a punto de recurrir a la policía, el joven se dignó a asomar por su despacho, aturdido por la emoción de haber visitado el Capitolio, el Lincolm Memorial y la casa de George Washington.

No es más que un idealista que recita de memoria, los ojos húmedos, los discursos de los Padres Fundacionales y lleva las barras y estrellas tatuadas en el alma. En su primera rueda de prensa hizo el ridículo, creyendo que solo estaba entre los bebedores del drugstore de su pueblo. Declaró que su máxima aspiración política consistía en fundar un campamento infantil y se dejó fotografiar como un payaso, haciendo literalmente el indio o enseñando cómo se enciende un fuego con un palito y una piedra. El muy estúpido consideró todo aquello “off the record”; en política no hay nada tan imperdonable como la inocencia.

Para que no se repitiera encargué a Mrs. Saunders, mi secretaria, que le hiciera de niñera. He tenido que subirle el sueldo porque no le han bastado mis promesas de buscarle un puesto en el futuro. No es mujer de esperanzas. Ella me conoce y sabe lo que vale mi palabra.

Todo mi interés estribaba en mantenerlo lejos de la política, es decir, de las palabras “Villet Creek”. Mrs. Saunders incluso se ocupó de llevarlo a su primera sesión en el Senado. Estaba pálido y tembloroso; ciego de emoción, no soltaba el maletín de la responsabilidad, y hasta el ujier se rio de él. Lo conduje ante el Presidente para que jurase el cargo, y cuando cierto senador protestó de que con aquella rueda de prensa había deshonrado el cargo, a punto estuvo de desmayarse.

Después de la sesión, Jefferson fue al bar para vengarse de los periodistas, pero volvió a salir escaldado. Estos le habían dicho la verdad: que su puesto es ornamental (como las estatuas del hemiciclo) y que su única función es votar a ciegas lo que yo le mande. Así que me vino a casa pidiéndome conocer todas las leyes antes de votarlas. Lo conformé dándole la genial idea de que cumpliera su sueño presentando como proyecto de ley aquel campamento infantil. Los ojos se le abrieron de atónita revelación; aquello parecía una de mis típicas ocurrencias que luego, a través de los años y las fiestas, sería celebrada con brindis y carcajadas. Me rogó que lo dispensara de la cena y corrió a la oficina a redactar su proyecto; al menos se mantendría ocupado.

Hasta que en la sesión de esta mañana le ha llegado el momento de tartamudear su proyecto ante la Cámara. Y la sala ha vibrado, los pilares cedieron, el cielorraso se ha desplomado sobre mi cabeza y mi hombre de paja me ha incendiado la vida al pronunciar el enclave donde pretende emplazar el campamento:

Villet Creek.                                                                       
                                                               
        

                                  



                              

                                  
                                       

                                                                                                        

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