jueves, 18 de abril de 2013

NÉMESIS





La tercera vez que la vio responder a su mirada con sus ojos febriles, como llamas temblando a la noche de su pelo con el fulgor de un sacrificio a los dioses, Lucas decidió dirigirse a ella, en la esquina de la barra. Además, le sonaban su cara de niña con aquel cutis de marfil tallado en rasgos suaves y mudables al fuego de las pupilas, su cuerpo frágil de sirena que sin mover los pies balanceaba con gracia de un lado a otro en su precoz vestido de noche.
Estaba casi seguro de haberla conocido al cabo de alguna salida nocturna, sus dedos creían recordar el tacto de aquella piel, el diseño de su esqueleto sutil y delicado; y si no era así, serviría como táctica de acercamiento. También se había vuelto a mirarlo de arriba abajo la amiga, una pelirroja opulenta en su vestido rojo cereza, que hubiera necesitado de varias copas por su parte para merecer algún interés. Le hizo un comentario a la morena, que se encogió de hombros y estiró escéptica la punta de los labios. A Lucas le fascinaba el resplandor de la hoguera de sus ojos.  
Así que pidió el segundo whisky con agua de la tarde al camarero de orejas de soplillo que ahora le pareció simpático, y felicitó a su reflejo en el espejo que corría tras la barra de cómo evolucionaba el sábado mientras hacía tiempo en aquel pub para ir a ver el fútbol con su amigo Pepe. Aquel encuentro anticipaba su vuelo de depredador del sábado noche.
Porque le constaba que por mucho que alguien tan experto como él intentara sorprender la mirada de la más inocente joven, ellas siempre se las arreglan para escrutar inadvertidamente, de modo que era significativo que permitieran que su atención fuera detectada. Claro que también su cara debía sonarle a ella, y a veces lo de las miraditas falla, bromeaba Pepe, porque puede que solo les recuerdes a su padre, y él respondía que justo en ese caso era cuando todo estaba a favor, recordó Lucas acercándose a ellas. Achacó su retraso en atacar a la tardanza del camarero –quería que lo vieran llegar con su copa para que supieran que venía a quedarse-, pero la verdad era que notaba lo de siempre que lo intentaba casi sobrio, un ligero mareo que aunque lo cohibía algo, al poco acababa por impulsarlo al abismo, el vértigo ciego del halcón aún encapuchado antes de emprender el vuelo en vibrante ascensión hacia la plenitud y la gloria del sol.
En el camino lo alentó desde el espejo la floja sonrisa de camaradería de uno de los pocos clientes, un veterano de pelo de plata que a duras penas se mantenía en el taburete y dejó de monologar cuando él pasó a su altura; el relámpago de una cicatriz en la mejilla acentuaba el encanto de su decadencia. Sonó la risa de cascabeles de la morena, y apartándose de la pelirroja pareció soltarle la mano.
-Hola –ya entre ellas sonrió primero a la que no era el objetivo; sabía cómo hacerlo, pero respondiendo por lo bajo ésta bajó los ojos. Aquel pelo tan corto y la voluntariosa mandíbula casi le daban un aire masculino-. Qué tal –la morena sí que reflejó su sonrisa, sin que la acompañaran los ojos; un fuego interior parecía atizarlos para una ceremonia religiosa; Lucas recordó del instituto a aquellas sacerdotisas (¿se llamaban vestales?) que mantenían encendido el fuego sagrado del templo sin perjuicio de entregarse a cualquier peregrino. ¿O eran eternas vírgenes? Pero más que de los romanos, el furor de aquel fuego parecía propio de algún rito tribal de los bárbaros. Sustituyó sus recuerdos del bachillerato por la deducción de que ella habría bebido demasiado. ¿O aquellas pupilas dilatadas eran un síntoma de cuánto la atraía él?
-Tú y yo nos conocemos –dijo, por si ella le daba alguna pista.
-Qué mas da; siempre podemos empezar desde el principio –no le temblaron ni la voz metálica ni la mano que soltó la copa en la barra, pero semejante respuesta era más halagüeña que la hipótesis de la borrachera. O tal vez aquella firmeza era excesiva y estaba disimulando su estado; se sintió como ante un cliente difícil y a la vez muy fácil, una vez que desentrañara su carácter. La otra chasqueó la lengua contra el paladar; sería el típico “revienta ventas”, el familiar o amigo que intentaba disuadir al cliente de la compra.
-Quizá hayamos coincidido en la inmobiliaria.
-Nunca he entrado en ninguna. Vivo en casa de mis padres. Pero sola –de nuevo vaciló a un lado sobre el eje de los pies.
-Entonces nos habrá presentado alguien.
-Seguro –aquello no sonó irónico.
-Puede que tu nombre me dé una pista –mintió: nunca recordaba los nombres de ellas; a veces ni llegaba a saberlos-. Yo soy Lucas –se volvió a la pelicorta; la estaba descuidando, pero la delgada no le permitió distraerse:
-Del mío tendrás que acordarte por tu cuenta. Mientras tanto puedes llamarme como quieras. Ella es Rosario.
-Pero…
-Y yo que pensaba que habías venido a ligar… , y no por la curiosidad de acordarte de quién soy.
La alegría no le hizo olvidar por más tiempo la vieja táctica:
-Pues encantado, Rosario –le dijo antes de besarle las mejillas, que notó áridas. Sin embargo, al separarse de la morena respiró mejor; lo aturdía el perfume dulzón que emanaba de la petunia que ostentaba como broche en el vértice de su escote. Tenía el pecho plano como una tabla y no obstante traslucía un atractivo inequívocamente femenino, al contrario que Rosario, pese a la plenitud de sus curvas.
-No le va nada mal a tu amiga –Rosario volvió a desviar los ojos de su sonrisa-. Yo no logré independizarme hasta los treinta, no hace un año.
-No es eso; sus padres murieron –la displicencia de ella cobró un tono admonitorio, como si quisiera precaverlo; le brillaron los ojillos hundidos en la cara llena.
-Vaya, lo siento –tampoco aquel dato lo orientó. Sin embeberse del todo en la arena blanca del rostro, la sonrisa de la morena se matizó de tristeza, y sin apenas transición dijo:
-Fue una noche cuando nos conocimos. A ver si así te acuerdas.
Era ella quien iba marcando el ritmo del encuentro; la estratégica cortesía de Lucas le había impedido aludir a aquello. Aunque ellas fueran casi tan jóvenes como la morena, a él siempre le funcionaban los modales anticuados. Por eso les preguntó qué estaban bebiendo: tenían las copas vacías.
-Yo no quiero nada –se apresuró a decir Rosario.
Él se sorprendió de haberse acabado el suyo –en esos casos se olvidaba de beber- y pidió dos JB con agua. Le extrañó ver restos de lo que parecía coca cola en el vaso de la morena. Mientras alcanzaba la botella de whisky, el camarero exhortó al borracho a que mejor bebiera algo sin alcohol, porque ya sabía cómo había acabado otras veces. A través del espejo Lucas devolvió la sonrisa paternal que le dedicó el canoso. Se sentía tan eufórico que le pasó por la cabeza atraerlo al grupo –sin embargo, algo le decía que tampoco él haría buenas migas con Rosario-, o al menos invitarlo a través del pequeñajo de las orejas de soplillo, que alejándose con el cambio volvió a parlamentar con él. Antes de hablar tosió la morena como quejándose de su distracción:
-No me extraña que no te acuerdes –la reconvención era más que amistosa-: tendrás un montón de amigas.
Ahora el halcón planeaba imperial, dispuesto a lanzarse en picado en cualquier momento. Pero en su olvido había algo inquietante. Las noches menos exitosas bebía demasiado y solo en horario discotequero conocía a la chica de turno, en un delirio de luces estrepitosas, como un faro enloquecido, de modo que por la mañana despertaba junto a una desconocida en un cuarto al que no sabía cómo había llegado. Incongruentemente pensó que ahora le importaba mucho más acordarse de la morena que el mero hecho de reverdecer su éxito con ella.
-Qué más quisiera. Y de tantas ninguna como tú –se contradijo a sabiendas. Vio de reojo que, sin dejar de rezongar, el canoso se dejaba servir un botellín de agua y Lucas se alegró de que se quedara. Aun en su estado emanaba de él un atractivo evidente; veinte años y un millón de copas antes debió triunfar tanto o más que él mismo. ¿Quizá le recordaba a su padre, aun siendo éste abstemio?
-… y ahora no vas a excusarte con ningún piropo –estaba diciendo la morena; incomprensiblemente él se había vuelto a despistar-. Es muy poco halagador que no me recuerdes. Claro que si de verdad hubiéramos acabado entonces lo que dejamos pendiente, olvidarme habría sido insultante. O imposible: nadie aún lo ha hecho
-¿Te refieres a algún negocio en la agencia? –simuló no haber comprendido para seguir pareciendo un caballero-. Perdona, ya me has dicho que no has estado en la oficina –la pelirroja le miró a su amiga el reloj de pulsera, una miniatura de platino.
-Fue otro tipo de trato.
-¿Y qué pasó?
-Qué no pasó. Por tu culpa. En fin, hoy te daré otra oportunidad: te lo mereces –Rosario dio un respingo. Él no tenía argumentos, recuerdos, para contradecirla.
-Dime tu nombre entonces.
-Ponme el que más te guste. La verdad es que suelo inventármelo porque el verdadero le corta el rollo a la gente –él supuso que sería el típico horrible, Eufrasia o Rigoberta-, pero si quieres te lo diré al final, en el mejor momento, para compensar. Si es que no tienes otro plan mejor por ahí claro…
-¿Tú qué crees?... ¿Y tú cómo la llamas? –le preguntó a Rosario desconectando el teléfono para no tener que dar explicaciones a Pepe; faltaban diez minutos para su cita en otro pub. Mientras lo hacía pudo captar un visaje de la morena a la otra, como para que no le dijera su nombre.
-Por el suyo. A estas alturas tenemos mucha confianza –la miró con un brillo de orgullo que por un momento desmintió su enfurruñamiento.
-Es curioso, ahora estoy seguro de que cuando sepa tu nombre me acordaré de todo.
-Claro, será un dejà vú: también estarás acostado –pocas bellezas resultaban tan propicias-. Gracias, no fumo, pero me encanta que la gente lo haga.
-¿Vamos tú y yo a fumarnos uno ahí fuera, Rosario?
-Lo he de-dejado –y ahora Rosario miró a su amiga con rencor, como si no la dejara fumar o se supiera objeto de la clásica táctica por parte de Lucas de congeniar con la menos agraciada. Habló la morena:
-Por mí podéis salir. Ahora ya da igual que fumes o no.
Tal autorización pareció enfurecer más a Rosario, que perdió el control de la barbilla. Y como si el enfado le disolviera el maquillaje, se desmejoró lo suyo: las mejillas se le demacraron, pareció envejecer de repente y palideció tanto como su amiga, que tenía el cutis de hielo. Aquella máscara de la enfermedad de Rosario le trajo la certeza de que, en efecto, había conocido a la morena en cierta noche frenética de alcohol, que ahora recordó por ser la última que salió antes de sufrir aquella apendicitis complicadísima con una peritonitis.
-Brindemos, chicas. Por la vida.
-Mejor por el amor –rectificó la morena levantando la copa-. Para mí es lo mejor que hay, aun a costa de la vida –realmente la nueva generación era más que romántica, casi cursi.
Lucas abarcó en el brindis a Rosario, que de mala gana chocó su vaso vacío, el rictus macilento ya asentado en su cara. Experto en congraciarse con “terceras” que dejaran el campo libre, Rosario lo desconcertaba. No parecía afectarle la típica rivalidad femenina; no mostraba ni un fleco de envidia por la amiga, sino algo más oscuro. En cuanto a ésta, no fingía incomodidad por abandonarla, como hacían algunas.
-¿Habíais quedado con alguien más? –El halcón estudiaba el terreno. Rosario había vuelto a mirarle a la otra el fulgente reloj que parecía auténtico.
-No os preocupéis por mí –dijo Rosario-. Tenéis tiempo hasta medianoche.
-¿Hasta medianoche? –repitió él desconcertado.
-Rosario y yo teníamos algo previsto para entonces. Pero no te apures, querida, lo dejaremos para mañana sin falta. Si no te importa.
Así que era eso: Rosario tenía celos de ella, no de él. Ahora le cuadraban el pelo corto y aquella mandíbula prominente. Oyó al canoso exigir su gin tonic con más firmeza; el taburete chocó contra la barra. La morena le cogió la mano y le sajaron la palma las cuchillas de sus uñas; la tenía helada. Le vio las pupilas inequívocamente dilatadas; aquellas llamas sacrificiales parecían descontroladas y propagándose se exaltaban al cielo desde el altar de piedra. Aunque le encantaban los triunfos raudos, Lucas hizo por no echar de menos ciertos retos más arduos que habían desembocado en victoria.
-Me prometiste que sería esta noche –se quebró la voz de Rosario.
-A partir de mañana tendremos todo el tiempo del mundo. A las doce. O antes si quieres. Sabes que no hay nadie más puntual que yo.
Como un perfume dejado abierto, la euforia se volatilizaba del ánimo de Lucas. Hubiera preferido una situación más normal; tal vez aquello era el primer síntoma de madurez, en el buen o mal sentido.
-Es que no puedo más –Rosario estaba al abismo de las lágrimas.
-No le hagas caso, Lucas, a veces lo ve todo negro y se pone así –vacilaron las llamas de los ojos, como temiendo un cubo de agua. Ella lo soltó para desprenderse de la petunia y ponérsela como prenda en el escote de la otra.
-Para que veas que no voy a olvidarme de ti. Solo es un aplazamiento, tonta.
El disgusto de Lucas aumentó con la ráfaga dulzona de la flor, pero cuando la morena volvió a engarfiarle la mano lamiéndolo con la mirada de aquellas llamas furiosas, lo electrificó una corriente de excitación. En la altura vibraron las alas del halcón; había localizado a la presa asomando por unos matojos: una serpiente.
-Nosotros nos vamos –quizá por la emoción chirrió la voz de la morena.
A Rosario hasta se le había descolocado el pelo, que se reveló como peluca, y en su pecho la petunia parecía mustia. Adelantándose por poco a su dueña, cogió de la barra el bolso negro y estrangulando un sollozo revolvió adentro. La morena no soltaba el asa, como en la duda de arrebatárselo. A él volvió a desanimarlo aquello y por un instante casi prefirió estar viendo el fútbol con Pepe; pero la lógica de toda una vida le impedía hacerlo. Sin dejar de rebuscar, Rosario se le acercó hincándole el codo en el costado y se las arregló para no extraer el paquete de kleenex sin dejar de mostrarle en el interior el filo fulminante de lo que parecía la punta de un punzón para el hielo fulgurando miríadas de plata. Él sintió un escalofrío entre los omóplatos, como si se lo hubieran clavado allí. Las pupilas incoloras de Rosario lo enfocaron significativamente. De un tirón la morena recobró el bolso y se lo colgó del hombro; era de piel de serpiente. Lucas pensó que llevaría el punzón por si alguna vez la atacaban de vuelta a casa; los espráis no eran efectivos. Pero por atractiva que fuese y valioso que pareciera el reloj, no veía a nadie forzándola a hacer nada.
-Vámonos de una vez –insistió ella-. Es la hora –hasta su piel de ópalo transmitía impaciencia. Aunque los ojillos de Rosario medían la reacción de Lucas, se dirigió a su amiga con la voz ahogada:
-No son ni las siete. Para medianoche estarías lista.
-No me metas prisa, ponte en su lugar –lo señaló con la cabeza-. Yo trato a todo el mundo con el mismo cariño; mañana me darás la razón.
Lucas miró por última vez al canoso, que parecía haberlos escuchado, pues le sonrió con solidaridad. Al bajar los ojos, la sonrisa se hizo triunfal: el camarero le estaba sirviendo un gin tonic. Lucas concluyó que más que a su padre se parecía a él mismo dentro de treinta años, e incongruentemente lamentó haber perdido la ocasión de conocerlo. Sería difícil que volvieran a coincidir. El canoso era un habitual del local, pero por alguna razón él sabía que nunca volvería por allí. Rosario se había enterrado la cara en las manos y agitaba los hombros. Una copa explotó en el suelo: el canoso miraba atónito los añicos, desmentida su recuperación.
-Pídete un ron, querida –la invitó la morena-, recuerda que ya puedes hacer lo que quieras: se acabó la responsabilidad. Y no te preocupes, que mañana sin falta vendré a por ti; aguanta un poco, mujer.
-No… no podré…
-Tranquila, todo el mundo lo hace. Y piensa un poco en los demás. No hay nada tan egoísta como la pena –semejante reflexión contradecía su juventud-… sobre todo si es por uno mismo.
-No… no me dejes, Neme…
Después de asestarle a su amiga una mirada digna de aquel punzón de hielo, la morena lo arrastró hacia la salida. ¿Así que ese era el nombre, Neme? ¿El diminutivo de Nemesia? Todos esos nombres absurdos se abreviaban; con razón prefería ocultarlo. Sin embargo, quizá no era eso; otro recuerdo del bachillerato se agitaba al fondo de la memoria… Neme… Neme… era un apelativo griego, casi seguro de la Mitología… ¿Némesis?…
En la puerta ella lo desafió mirándolo con aquellas llamas bailando triunfales al viento de la muerte, que ahora supuso animadas para celebrar un sacrificio humano:
-Y tú a ver si esta vez te portas como un hombre. Cuando llegaba el momento he visto crecerse hasta a los tipos más ridículos, así que no vuelvas a fallarme. La otra vez fue una pérdida de tiempo.
Lucas, pese a que no acababa de alegrarse de la suerte que había tenido, intuyó que se dirigía al éxtasis más puro de su vida, por lo que ni siquiera intentó soltarse. Sin embargo, las alas rotas y fulminado en el aire por un relámpago de oro, el halcón ya caía por un abismo sin fin.
  

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