Me lo encontré por
primera vez al segundo día de instalarme en estos apartamentos, a medianoche y
en el patio colonial que con sus verjas de hierro colado, la fuente de mármol y
las petunias y el jazmín, se ha convertido en el escenario de nuestro idilio… y
de mi pesadilla. Venía acompañado de una joven a la que hacía reír, me dejó
paso y conforme subía las escaleras noté en la espina dorsal el escalofrío de
su deseo.
Al enseñarme la
urbanización, la administradora me había hablado de él como la atracción de la
casa: Dixon Steele, el guionista de Hollywood. Lo que no me dijo fue lo que se
rumoreaba de él en los locales de la ciudad, que llevaba años sin escribir, que
bebía demasiado y era muy propenso a las reyertas. Quizá aquel aura de gloria,
fracaso y desastre me había predispuesto a su favor y aquella primera noche no
pudo sino fascinarme la cara que al cruzarnos había palpitado en la penumbra
perfumada del patio, pero lo cierto es que no dejé de fantasear sobre él
mientras me preparaba para acostarme. Me había venido aquí prófuga del cariño
de Joe Baker, el especulador de fincas cuya mansión abandoné a escondidas para
recapacitar si de veras quería casarme con alguien que solo hablaba de precios
y fincas, aunque sus influencias parecían lo único que podía enderezar mi
errática trayectoria de actriz.
Me asomé al balcón para
mirar al blanco de mis pensamientos: la ventana del vecino, y me lo encontré
observando la mía. Se quedó tan paralizado como si hubiera visto al fantasma de
su deseo: yo estaba en salto de cama. Su visitante parloteaba por allí atrás;
parecía desear que ésta hubiera sido otra muy diferente. Al fin se volvió para
atenderla y yo tuve que beberme dos vasos de agua. Antes de acostarme volví a
asomarme y la vi alejarse por el patio mientras él cerraba la puerta: no
parecían haber disfrutado mucho o la diversión había sido extremadamente breve.
Me despertaron los
urgentes timbrazos de un agente, que me dijo lo peor que puede decirte un
policía, que era un asunto de rutina. Camino de la comisaría, a través de un
amanecer de pájaros espantados por la sirena, me comentó que solo se trataba de
verificar una coartada. Mildred Atchinson, la visitante del apartamento de
Steele, había sido estrangulada entre la una y las dos de la madrugada, según
un tal capitán Lochner, que me recibió en su despacho junto con el sargento
Nicolai y el principal sospechoso, Dixon Steele, que parecía enmarañado en uno
de sus argumentos policiales. Les dije lo que había visto, y para sostener mi
declaración de que la chica se había ido sola, tuve que reconocer delante de
todos cuánto me había fijado en Steele.
A la salida se ofreció
a acompañarme, y para retroceder todo lo que por culpa de la acusación había
tenido que avanzar antes de tiempo, le repliqué que yo siempre regresaba con
quien me hubiera traído. No fue fácil resistir la tentación. Pero a media
mañana ya no pude más y crucé este patio que no dejamos de recorrer arriba y
abajo, con la excusa ante mí misma de pedirle a Steele que empleara sus
contactos para que mi nombre no figurase en la prensa. Prometió hacerlo su
agente, que salía, y él efectuó otro acercamiento, que en el fondo era lo que
yo pretendía, pues mi oscuro nombre artístico no suena ni en mi calle natal.
Esta vez estuvo muy cerca de besarme, pero reaccioné y, como un hipnotizado que
se despierta antes de hora, no me dejé llevar por lo que yo más quería. Me
acompañó por el patio de vuelta a mi apartamento y al menos admití que había
roto mi compromiso con Baker, del que ya le habría hablado el agente. Casi se
me declaró, me invitó a cenar y una voz que no era la mía le respondió que
mejor cenaríamos por separado. Sonó el teléfono desde su apartamento, e intentando avisarlo me costó
mucho librarlo de la crisálida de ensimismamiento que lo entorpecía. Aunque
parecía tan embobado en mí como yo en él, logré disimularlo.
A la otra noche se
presentó a las once. Tenía la cara borrosa y olía a alcohol: un par de copas
debieron emvalentonarlo. Pero de repente se le vio confuso, inseguro; después
de los últimos frenazos ya no veía la recta diáfana de obstáculos. Verlo dudar
de sí me conmovió y acabé por decirle que me había decidido por él. Cuando dejó
de besarme pensé que sin saberlo nos habíamos buscado toda la vida y solo el
asesinato de una joven había podido reunirnos.
Los días siguientes,
después de una larga abstinencia de máquina de escribir, se los pasó
trabajando. He aprendido que es la tristeza, y no la felicidad, lo que puede
anquilosar una mente creativa, porque después de la primera noche ni siquiera
logré levantarlo del escritorio para que volviera a acostarse conmigo. Dormía
poco y a deshoras, y se pasaba el resto del tiempo en el interior de una
cápsula transparente que ninguna voz del exterior podía horadar. Parecía
apresado en la trama de un guión que él mismo tejía con los hilos de una
concentración que ni siquiera yo era capaz de cortar. Nunca hubiera creído que
me conmoviera tanto alguien que me mostrase tan poca atención. Gracias a
haberme conocido, Dix ha vuelto a escribir.
Una mañana, después de
veinticuatro horas de vigilia, al fin logré que se acostara. Vinieron Mel, su
representante, también encantado con semejante reacción, y el sargento Nicolai,
amigo de Dix desde que se conocieron en la guerra. El capitán quería volver a
verme. Me advirtió de un posible ataque criminal de Dix: seguía siendo el
principal sospechoso de haber estrangulado a aquella joven. Sin motivación
sexual, al parecer, este tipo de asesino tiene una mente retorcida y enferma,
pero también muy despierta, por lo que puede camuflar sus lacras con una
conducta aparentemente normal. Salí muy disgustada con la policía, decidida a
no contarle a Dix nada de aquello con tal de no preocuparlo.
Sin embargo, aún
ignoraba que el capitán había logrado sembrar la cizaña en mi confianza y amor
por Dix. Esa tarde me abrazó un poco fuerte y la araña del miedo me correteó
por el cuello. Martha, mi asistenta, que lo detesta porque prefiere a Baker,
también ha nutrido esa cizaña precaviéndome contra él. Y lo más grave ocurrió
anoche. En una barbacoa que celebrábamos en la playa con Nicolai y su esposa,
ésta cometió la indiscreción de referirse a mi última visita a la comisaría.
Indignado de que se la hubiera ocultado, Dix corrió al coche, a duras penas
pude subirme y emprendió una furibunda carrera contra su frustración, y cuando
embistió a otro automóvil y frenético de furia bajó, aporreó al otro conductor
y después de dejarlo inconsciente cogió una piedra dispuesto a aplastarle el
cráneo, supe que nunca, nunca se disolverá la sombra de sospecha que ha entenebrecido mi amor.
Cuarta película de Ray, por aquel entonces casado con Gloria Grahame.Muy buena
ResponderEliminarExtraordinaria. Diría que se nota la fascinación de Ray por ella, en ninguna película está G.G. fotografiada de un modo tan brillante, parece irradiar luz.
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