Si en la vida de todo perro florece un momento estelar,
si a nuestra vista en
blanco y negro fulge un instantáneo arcoíris,
cuando un galgo lee en
el aire el rastro de la mejor liebre de su carrera
o un hermano foxterrier
descubre el hueso de sus sueños,
si incluso en la vida
de un perro que como yo no lleva vida de perro
destella una duda como
palpita una estrella, ahora yo puedo verla.
Si en aquella tienda de
mascotas de Madison Avenue
había un cachorro en
apuros era yo: invendible por cien dólares,
como a un noble en la revolución
mi pedigrí me habría costado la vida
de no adoptarme los
Warriner. Lucy me vio primero, me distinguió
como desde el palco a
un galán de la platea a través de sus prismáticos,
pero la distrajo un
gato persa y fue Jerry quien me escogió
o quien creyó hacerlo,
porque siempre es el perro quien como un granuja
reconoce al incauto que
a partir de entonces se encargará de mantenerlo.
Y en efecto, para darme
un hogar Lucy y Jerry tuvieron que casarse:
los círculos virtuosos
de sus vidas estaban condenados a entrelazarse
como alianzas o los
aros olímpicos de mis triunfales paseos por el Bowery.
Y así empezamos a
trazar el triángulo isósceles de nuestro amor,
yo tendido, el lado
horizontal, y ellos cada noche escalando con jadeos
por los otros dos lados
hacia el exhausto éxtasis del vértice superior,
y echó a rodar la rueda
de la fortuna de mi vida: dos horas de paseo,
doce de sueños de
cacerías, cuatro de letargo, cuatro y pico observando,
una de juego y casi
media para engullir tres cuencos de carne picada.
Nutrida por una mina de
cobre de la que solo conocían los planos,
la vida de ellos dos no
se diferenciaba mucho de la mía:
Lucy era toda desayunos
en la cama, visones, recepciones,
piscina, clases de
canto, collares de perlas y yo;
Jerry era todo
hipódromo, squash, póker, gimnasio,
raya diplomática,
gimlet, Palm Beach y yo,
cada uno deslumbrado
por el reflejo del otro en el espejo de la vanidad,
y como iluminados por las
arañas de las sucesivas parties a que asistían.
Una vida si quieren tan
irreal, frívola, superficial
como una comedia de
Sturges, Cukor, McCarey,
pero igual de
divertida, sofisticada, feliz,
porque de otro modo
tampoco íbamos a arreglar el mundo.
Y siguió girando la
rueda de la rutina de mi vida,
remota la nostalgia de
otro bosque que no fuera el de Central Park,
sin más ancestral
instinto que mojar los arbolitos de Park Avenue,
hasta que estragados de
placeres domésticos Lucy y Jerry
abrieron los ángulos
del triángulo para dejar de tocarse en lo alto
y tocar él a una
corista de un musical de Broadway
con quien pasó aquellos
días que simuló malgastar en Florida,
y ella a Armand
Duvalle, su apuesto profesor de canto
con quien sufrió el
pinchazo de algo más que un neumático,
así que coincidieron
hasta en buscarse amantes musicales.
Y en aquel desayuno a
base de ponche que parecía envenenado
detecté en el cuello de
Jerry la estela de vainilla de la corista
y en la oreja de Lucy
un rastro del aliento de Armand,
y Lucy no tardó en
saber que el bronceado de él era de ultravioletas
porque aquella semana
el sol no había visitado Florida,
y Jerry que la aventura
del motel había sido para él desventura
porque la única avería
real la había sufrido su matrimonio.
Y como señales
indicadoras los celos nos han traído a Rheno
y al tribunal de donde
me han expulsado por desacato.
Así que si en la vida
de todo perro hay un momento estelar,
el mío ha llegado,
traído de vuelta por un ujier, cuando el juez
me insta a decidir si
quedarme con Lucy o Jerry, con Jerry o Lucy,
pero yo preferiría que
no se divorciaran y siguiera ronroneando
aunque fuera como un
maldito gato la rueda de mi fortuna y mi rutina.
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