sábado, 4 de enero de 2014

LADRÓN DE BICICLETAS


                   

Escribir sobre una película tan conocida, emblemática e importante para la historia del cine como es Ladrón de bicicletas resulta una tarea ardua y complicada si es que uno se propone como objetivo el hecho de intentar no caer en la monotonía y la reiteración de las múltiples, que digo múltiples, millares de reseñas, artículos e incluso tesis doctorales que existen sobre esta obra magna del séptimo arte. Es por ello que he desechado la idea de resaltar los aspectos más formales y objetivos del film, como por ejemplo esa carencia de medios por la que optó el maravilloso Vittorio De Sica con el fin de retratar un realista y para nada moralizante drama social sito en la Italia de post-guerra sin artificios ni efectos impostados, empleando para ello actores de la calle que otorgaban al film un halo de veracidad inigualable. O también por ejemplo realzar el impecable texto de Cesare Zavattini, que a partir de la más sencilla de las historias logró tejer una epopeya de profunda intensidad poética y humana o igualmente su fotografía en blanco y negro, la cual intensificaba el ambiente mustio, pesimista y sombrío que dominaba la Italia de finales de los cuarenta.

Por tanto he decidido escribir una reflexión estrictamente personal y subjetiva alejada de cualquier línea imparcial. Así que si alguien desea conocer los pormenores y anécdotas que rodearon la realización del film, esta no será su reseña. No obstante, no garantizo que esta reseña sea entretenida. Soy un hombre de ciencias al que las letras siempre le parecieron un ente misterioso y salvaje complicado de domar y al cual le cuesta expresar con palabras sus más íntimos sentimientos. Sentimientos… Que bonita y enigmática palabra. Quizás deformada por un mal uso del léxico que ha provocado que toda mención al hecho sentimental se confunda con sensiblería o cursilada. Es cierto que los sentimientos viven tiempos oscuros. No está de moda ser nostálgico o sentimental. Guardamos nuestra emoción bajo una coraza de hierro y granito con el fin de no parecer débiles en una sociedad cruel y ruin, en la que a la buena gente se le otorga el calificativo de tontos útiles mientras que la corrupción y las más míseras actitudes de los listos inútiles dominan todos los ámbitos de la sociedad.

Porque para mi Ladrón de bicicletas es sobre todo eso: Sentimiento. Aún recuerdo el profundo vacío que sentí cuando descubrí por primera vez y casi por casualidad, hace más de quince años, esta auténtica pieza de museo de la historia del cine neorrealista. Acababa de ver una película bastante conocida de los noventa titulada El juego de Hollywood de Robert Altman, una de esas películas que bajo el revestimiento de una gran producción del cine americano de aquella década escondía una mordaz sátira en contra del sistema de producción que utilizaban los grandes estudios. En ella se insertaba una escena bastante significativa que hacía mención a una película de cine estudio italiana de esas que los críticos de todo el mundo situaban como una de las mejores de la historia. Sí, adivinan, era Ladrón de bicicletas. La escena insertada en el film de Altman me llamó profundamente la atención por su singular puesta en escena. Por aquel entonces no tendría más de 15-16 años y la palabra neorrealismo me sonaba a chino.

Mi curiosidad me hizo llegar a mi particular vellocino de oro. Resulta chocante que aún me acuerde perfectamente de mi primera vez con Ladrón de bicicletas. Conservo marcado a fuego cada uno de los momentos y sensaciones que me produjo esta portentosa obra, si bien, no recuerdo otros momentos de mi adolescencia quizás más felices y alegres. ¿Cuál puede ser el motivo? Adivino que ello tiene que ver bastante con la palabra que mencionaba anteriormente: Sentimiento convertido en emoción.

Resuena aún en mi conciencia ese comienzo con la doliente melodía compuesta por Alessandro Cicognini, la cual acompañaba durante gran parte del metraje las peripecias sufridas por nuestros protagonistas otorgando al relato una atmósfera aún más deprimente si cabe que la propia historia. La melodía escoltaba a una marabunta de gente que deambulaba sin rumbo ni esperanza por las desoladas y ruinosas calles de la Roma de post-guerra. Los títulos de crédito daban paso inmediatamente a una escena tremenda: aquella marea de zombis desamparados paraban su destino delante de una escalera donde un empleador sin sentimientos cantaba y asignaba a dedo unos míseros trabajos ante la expectación y deseo de una ingente horda de desempleados. Las caras de estos indefensos hombres y sus gestos me traían a la memoria a los de los desempleados que plagaban las listas de espera del INEM. Para el empleador estos seres humanos no eran más que un número que incluir en su expediente, sin vida ni alma. Sin embargo los rostros plenos de desgracia y mala suerte de estos trabajadores se estrellaron de pleno en lo más profundo de mi mente. Albañiles y torneros que ante el desaliento de la falta de ingresos rogaban al empleador que les colocase en un trabajo que no se ajustaba a su perfil profesional.

Destacaba sobre todos ellos el rostro de nuestro protagonista: Antonio, ese parado de larga duración que a duras penas podía mantener a su familia compuesta por su mujer y sus dos hijos (el pequeño Bruno y su hermano recién nacido). Sin tener información previa de la vida de Antonio, esta primera escena ya nos perfilaba a la perfección a ese pobre desgraciado integrante de la honrada clase media trabajadora y sufridora. A Antonio le surge la oportunidad de trabajar después de años de penurias como fijador de carteles. Sin embargo, para ello precisa de una bicicleta que tiene empeñada.

                  

Acto seguido llegará una de las escenas que más me marcaron en este primer visionado. El re-encuentro de Antonio con su mujer, una donna vestida de negro, desaliñada, afeada por la miseria, de mirada perdida. Una sonámbula que apenas mostraba síntomas de consciencia totalmente alejada del glamour de las actrices de las películas que estaba acostumbrado a visualizar. En la mirada de la mujer de Antonio se atisbaba la desesperación de los desesperados, esto es, la de aquellos para los que la luz del túnel se mostraba opaca y por tanto eran incapaces de atisbar una salida esperanzadora a su decepcionante presente, más allá que la de acudir a usureros iluminados que conscientes del desánimo latente no dudaban en inventar falacias que regalaban los oídos de sus oyentes a cambio de unas monedas. Si bien, eso lo descubrí unos años después, pues mi primera sensación al contemplar esta escena fue confusa (me hechizaba su realismo aunque no llegaba a comprender porque estos personajes insistían en auto-flagelarse sin luchar contra las inclemencias ambientales, consecuencia quizás de esa cultura de la falsedad y el engaño que fueron los noventa en los que crecí).

Tras este impacto, llegaba el oxígeno. La primera aparición del pequeño Bruno. La venta de las roídas sábanas que vestían el mugriento colchón de la cama matrimonial para poder desempeñar la bicicleta. La confirmación de la vacante para Antonio al haberse presentado con el deseado y extraño instrumento laboral (para mi la bicicleta era un instrumento lúdico y de esparcimiento, jamás la había ubicado en el triste mundo de las obligaciones laborales). Estos son los únicos momentos en los que emergen unas tímidas sonrisas en los protagonistas especialmente en esa escena imborrable para la historia del cine en la cual Antonio y su mujer pasean en bicicleta por las vetustas calles romanas, escena ésta que Roberto Begnini homenajeó en su multi-premiada La vida es bella.

Y son estos los únicos y fugaces instantes en los que la vida parece ser bella. La belleza terminará en el instante en el que Antonio se encuentra fijando en una solitaria pared un cartel promocional de Gilda con la sex-symbol del momento en todo su esplendor: Rita Hayworth. Una artimaña diseñada por dos delincuentes comunes provocará el robo de la bicicleta de Antonio mientras ejecutaba el pegado del cartel cinematográfico. Su desesperado grito de auxilio no será atendido por la buenaventura y el ladrón se perderá entre la muchedumbre con el preciado tesoro.

                   

Avergonzado por su despiste, Antonio iniciará una odisea de reminiscencias trágicas y Homéricas con el objeto de buscar al ladrón entre el gentío de pobres de solemnidad que plagaban la capital italiana. El desgraciado Antonio contará únicamente con la ayuda de su pequeño Bruno, un particular Telémaco que acompañará sin descanso a su padre en su quimérica aventura. Nuestros dos héroes padecerán tortuosas aventuras en embrutecidos mercadillos de estraperlo, (territorio habitual de rateros, quincalleros y pedófilos, pero también de buena gente), sufrirán las inclemencias del tiempo al no contar con un paraguas en el que guarecerse de la violenta lluvia, acudirán a una casa de caridad cristiana que provee de apoyo espiritual y fundamentalmente de víveres a los pobres que no tienen nada que llevarse a la boca, disfrutarán de una humilde comida en un restaurante la cual enmascara el sentimiento de culpa de Antonio tras haber abofeteado sin motivo a su tierno retoño y finalmente descubrirán en un burdel al caco que les ha hecho caer en desgracia.

Pero este relato sistemático de estos sencillos acontecimientos no es lo importante para mí. Porque lo que convierte a esta película en algo más que una experiencia cinematográfica es la relación que se establece entre Antonio y Bruno. Perdí a mi padre justo cuando tenía la edad de Bruno y ello provocó que fundamentalmente Ladrón de bicicletas se convirtiese en mi opinión en la película que mejor ha reflejado el amor mutuo entre padre e hijo. Y es que lejos de la postal social de la época que evoca el pesimismo y miseria moral existente en la post-guerra, Ladrón de bicicletas es la historia de un padre y un hijo.

Pocas películas desprenden tanta ternura y verdad como la obra de De Sica. Las miradas de Bruno a su padre, cargadas de admiración, respeto, deseo, descubrimiento, atracción, es decir, amor, son las miradas de ese hijo para el cual la figura del padre es la del héroe cotidiano al que seguir. Ese final en el que en un acto de impotencia Antonio decidirá robar una bicicleta tras descubrir que el malhechor al que ha estado buscando no es más que un pobre enfermo de epilepsia al que únicamente le quedaba la opción del robo como medio de ganarse la vida (el reverso del honrado Antonio, que representa a esa clase media resignada y sufridora obligada a aguantar todo lo que le echen sin caer en los brazos de la delincuencia), es uno de los finales más bellos, emocionantes y demoledores de la historia del cine.

Y ello se debe a la mirada de Bruno. El pequeño descubrirá de repente el mundo adulto abandonando sin permiso el de la infancia. Su héroe se convertirá en villano, algo incomprensible para la inocente mirada de un niño. Sus lloros, ruegos y lágrimas son los de la incredulidad, pero a su vez los del amor inquebrantable y compasión hacia su padre. Esas lágrimas de Bruno que ablandan el corazón del buen hombre propietario de la bicicleta hurtada por Antonio. Esas lágrimas de Bruno que se apagan en el momento en que Antonio es liberado del cautiverio y deshonra social. Esas lágrimas de Bruno que se transforman en un abrazo de manos con su padre que simbolizan la esperanza de un futuro mejor en el cual tengan cabida la bondad y la honestidad. Esas lágrimas de Bruno que sufren en nuestros días un sinfín de familias españolas en cuyo día a día aparecen cuestas tan empinadas como las vividas por los protagonistas del film hace más de sesenta años que tristemente se reflejan como en un espejo con las noticias de la crónica social que leemos todos los días en prensa. Esas lágrimas que se perderán como las de Bruno si todos nos damos la mano con una mirada esperanzadora. 


Autor: Rubén Redondo

4 comentarios:

  1. Hermoso texto, Rubén, acerca de una mis pelis de cabecera, que tuve ocasión de conocer y disfrutar preparando un ciclo de cine social hace ya bastantes años. Tus palabras transmiten, emocionan y denotan un amor por la cinta más que justificado para cualquiera que haya tenido ocasión de verla.

    Un abrazo y hasta pronto.

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  2. Muchas gracias por tus palabras que animan a seguir incluyendo estas películas tan maravillosas. Sin duda esta es una de las películas más emocionantes de la historia del cine. De esas que transmiten verdad en cada fotograma. Una maravilla cuyo mensaje sigue manteniendo la fuerza que tenía hace más de sesenta años.

    Un abrazo.

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  3. Magnifico. Me ha traido a la memoria una vez más una peli del 58 de J. Tati "Mi tío" por el contraste entre esa vida de miseria de Ladrón..., y la de opulencia hortera de la Francia de la epoca.
    Yo, por otra àrte, soy demodé los sentimientos informan mi vida.

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  4. Gracias por tu aportación! No se me había ocurrido ese contraste entre Tati y De Sica, contemporáneos y tan opuestos. Desde luego que se te nota más identificado con el Neorrealismo, un cine permeable como pocos al Humanismo. Saludos!

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