Y ahora que esa cara de
teta de vaca con gafas de sabihondo,
ahora que ese rojo que
me pone al rojo cuando me llama nazi,
tras doce años de
barrerle las hojas después de cada escena de viento,
por fin me ha embarcado
con él en el Araner, su yate, y hasta parecía
que en el muro de mi
futuro se abría una ventana luminosa
y ese irlandés me iba a
brindar el mejor papel de La Diligencia,
el gran western sonoro
con el que lleva una década soñando
y para el que le ha
estrujado un cuarto de millón a Walter Wanger,
ese asesino de mis
ilusiones solo me ha brindado una copa tras otra,
intentando en vano
emborracharme, solo voy ebrio de odio por cubierta,
y si me pongo otro
whisky es para asentar el estómago y no marearme,
después de doce años
penando en el atrezzo, desde mis verdes veinte
guardándole los
caballos, los secretos y los recados,
cuando creía que en un
zoom inédito en su sobrio estilo
mi heroica estatura
detendría los impetuosos caballos de la diligencia,
me lanza a la cara la
tormenta de hojas del guión y me pregunta
qué joven actor podría
incorporar la noble audacia de Ringo Kid.
La próxima vez que me
llame patoso patán de buena planta
le daré en la jeta de
teta una patada que lo arrojará por la borda.
Al preguntarme eso me
sentí como cuando en pleno rodaje
se me escaparon las
ocas y por su culpa fui el hazmerreír del equipo:
siendo así podría al
menos haberme dado un papel en alguna comedia,
pero ni siquiera habrá
dirigido ninguna este enemigo de la risa
y del azúcar que cuando
entra en el plató siembra el silencio,
esa pestosa pipa con
patas, ese gusano con gorra, ese boniato
masculino singular, pellejo
de vinagre y nido de dioptrías
que no necesita beber para
ponerse más ciego que un murciélago
y que cuando mira por
la cámara verá un medallón oxidado o negro.
Doce años tirados por
la borda, y ahora dos días dando tumbos
en este yate más
anegado en alcohol que en agua, la madera podrida
de whisky, un barco
ebrio que se escora hacia los tiburones del cine,
y aunque no voy a
emborracharme me sirvo otra co-copa para tolerar
hacer de bufón de sus
invitados y ser el único regocijo del ogro,
el payaso de su circo
pero no el vaquero de sus westerns, lo que más quiero,
“me llamo John Ford y
hago western”, dice en los momentos solemnes
o cuando está ensopado
en bourbon, pero lleva mucho sin rodar ninguno,
aunque si alguien puede
resucitar el género es él, un frustrado como Ford,
un tipo que ama la
familia y es incapaz de crear ninguna,
un desgraciado que alimenta sombras hoscas, borrosas figuras
que lo devoran, los negativos y radiografías de su fracaso,
un desgraciado que alimenta sombras hoscas, borrosas figuras
que lo devoran, los negativos y radiografías de su fracaso,
un romántico sin mujer,
un poeta sin sentimientos, un cineasta
con los ojos puestos al
revés hacia un mundo interior, aciago y portentoso,
alguien tan infeliz
cuyos únicos seres queridos son su compañía de actores
ha ser un artista:
quiero ser su hermano pequeño, su hijo, y por eso le odio.
La próxima vez que se
burle porque no sé quién es Maupassant
de una trompada lo mando
a la sentina: nadie se ríe de El Duque.
Me sirvo otra pero ese
borracho no va a convertirme en un alcohólico,
como por
desgracia tampoco en el alter ego del que a veces me hablaba,
su extensión al otro
lado de la cámara, cuando me prometía confianza
luego se burlaba de mis
esperanzas y me escarnecía delante de todos,
para eso me ha traído a
este yate donde la bodega lo es de licores,
y para torturarme
consultándome quién podría hacer de Ringo Kid
en La Diligencia, si Gary
Cooper o tal vez Lloyd Nolan,
después de doce años
soportando su cháchara sobre la épica del western,
como si fuera el cegato
Homero del cine y pensara en mí como su Aquiles,
después de tanto
prometerme que me haría el rey de ese mundo
de naipes, pólvora y
espuelas, de búfalos, flechas y desiertos inagotables,
que yo sería el amo de
la frontera y la estrella de los pioneros,
el horror de los
forajidos y la eterna visión de los muertos de la Unión,
el guía de las
caravanas y el fantasma que espantaría a los apaches
como un rayo que
desatara el toque de corneta del Séptimo de Caballería,
que tallaría una efigie
de héroe en la piedra de mi rostro,
y que enseñándome como
un padre a caminar y a cabalgar,
a contenerme con un
gesto duro y noble, sereno y valiente,
me convertiría en la
metáfora del coraje y del individualismo,
y después de doce años
arrastrándome en el polvo como especialista,
extra, figurante,
comiéndome sus promesas y esperanzas de papel,
soldando unas ilusiones
tan de hojalata como la estrella de un sheriff,
me arroja a la cara
justo eso, papeles, un montón de hojas, me mira
como si yo no fuera
capaz de leerlas o esperase que las barriera,
y me pregunta quién de
entre los actores jóvenes podría hacer de Ringo.
Por su bien espero que
no vuelva a llamarme Marion Morrison, mi nombre,
y ordene al diseñador
gráfico que en los próximos títulos de crédito
taje a hachazos cada
rasgo de John Wayne en la madera del fuerte.
Han sido doce años
tolerando sus trampas al bridge, las burlas y borracheras
de ese benefactor de verdes terroristas irlandeses y rojos españoles,
para ahora, en plena
resaca de la marea, de babor a estribor dar bandazos
con otro whisky que me
haga olvidar a ese forjador de fantasías,
a ese mentiroso
masturbatorio, el único capaz de crear y recrear un mundo
que nunca existió y donde a él le gusta refugiarse de sus desastres,
solo alguien tan
sedentario podría conjurar tantas aventuras,
solo un tipo tan
infeliz podría convocar la felicidad de aquel tiempo,
solo alguien tan
nublado podría proyectar tantos paisajes soleados,
solo un impotente
podría transmitir la arrasadora energía del Oeste,
solo un creador podría
comprender la soledad del pistolero,
su inadaptación a la
vida y su religión de la puntería y el nomadismo,
solo un sádico podría
como él ahora subir por la escotilla sonriéndome,
y burlándose de mi
estado, después de tenerme dos días en vilo, al filo
de la borrachera,
cuando ya me remango los puños para recibirlo
me tiende el contrato
de La Diligencia,
su cumplida promesa de papel.
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