sábado, 15 de febrero de 2014

LA BORRACHERA DE FORD Y WAYNE


                  

Y ahora que esa cara de teta de vaca con gafas de sabihondo,
ahora que ese rojo que me pone al rojo cuando me llama nazi,
tras doce años de barrerle las hojas después de cada escena de viento,
por fin me ha embarcado con él en el Araner, su yate, y hasta parecía
que en el muro de mi futuro se abría una ventana luminosa
y ese irlandés me iba a brindar el mejor papel de La Diligencia,
el gran western sonoro con el que lleva una década soñando
y para el que le ha estrujado un cuarto de millón a Walter Wanger,
ese asesino de mis ilusiones solo me ha brindado una copa tras otra,
intentando en vano emborracharme, solo voy ebrio de odio por cubierta,
y si me pongo otro whisky es para asentar el estómago y no marearme,
después de doce años penando en el atrezzo, desde mis verdes veinte
guardándole los caballos, los secretos y los recados,
cuando creía que en un zoom inédito en su sobrio estilo
mi heroica estatura detendría los impetuosos caballos de la diligencia,
me lanza a la cara la tormenta de hojas del guión y me pregunta
qué joven actor podría incorporar la noble audacia de Ringo Kid.
La próxima vez que me llame patoso patán de buena planta
le daré en la jeta de teta una patada que lo arrojará por la borda.

Al preguntarme eso me sentí como cuando en pleno rodaje
se me escaparon las ocas y por su culpa fui el hazmerreír del equipo:
siendo así podría al menos haberme dado un papel en alguna comedia,
pero ni siquiera habrá dirigido ninguna este enemigo de la risa
y del azúcar que cuando entra en el plató siembra el silencio,
esa pestosa pipa con patas, ese gusano con gorra, ese boniato
masculino singular, pellejo de vinagre y nido de dioptrías
que no necesita beber para ponerse más ciego que un murciélago
y que cuando mira por la cámara verá un medallón oxidado o negro.
Doce años tirados por la borda, y ahora dos días dando tumbos
en este yate más anegado en alcohol que en agua, la madera podrida
de whisky, un barco ebrio que se escora hacia los tiburones del cine,
y aunque no voy a emborracharme me sirvo otra co-copa para tolerar
hacer de bufón de sus invitados y ser el único regocijo del ogro,
el payaso de su circo pero no el vaquero de sus westerns, lo que más quiero,
“me llamo John Ford y hago western”, dice en los momentos solemnes
o cuando está ensopado en bourbon, pero lleva mucho sin rodar ninguno,
aunque si alguien puede resucitar el género es él, un frustrado como Ford,
un tipo que ama la familia y es incapaz de crear ninguna,
un desgraciado que alimenta sombras hoscas, borrosas figuras
que lo devoran, los negativos y radiografías de su fracaso,
un romántico sin mujer, un poeta sin sentimientos, un cineasta
con los ojos puestos al revés hacia un mundo interior, aciago y portentoso,    
alguien tan infeliz cuyos únicos seres queridos son su compañía de actores
ha ser un artista: quiero ser su hermano pequeño, su hijo, y por eso le odio.
La próxima vez que se burle porque no sé quién es Maupassant
de una trompada lo mando a la sentina: nadie se ríe de El Duque.

Me sirvo otra pero ese borracho no va a convertirme en un alcohólico,
como por desgracia tampoco en el alter ego del que a veces me hablaba,
su extensión al otro lado de la cámara, cuando me prometía confianza
luego se burlaba de mis esperanzas y me escarnecía delante de todos,
para eso me ha traído a este yate donde la bodega lo es de licores,
y para torturarme consultándome quién podría hacer de Ringo Kid
en La Diligencia, si Gary Cooper o tal vez Lloyd Nolan,
después de doce años soportando su cháchara sobre la épica del western,
como si fuera el cegato Homero del cine y pensara en mí como su Aquiles,
después de tanto prometerme que me haría el rey de ese mundo
de naipes, pólvora y espuelas, de búfalos, flechas y desiertos inagotables,
que yo sería el amo de la frontera y la estrella de los pioneros,
el horror de los forajidos y la eterna visión de los muertos de la Unión,
el guía de las caravanas y el fantasma que espantaría a los apaches
como un rayo que desatara el toque de corneta del Séptimo de Caballería,   
que tallaría una efigie de héroe en la piedra de mi rostro,
y que enseñándome como un padre a caminar y a cabalgar,
a contenerme con un gesto duro y noble, sereno y valiente,
me convertiría en la metáfora del coraje y del individualismo,
y después de doce años arrastrándome en el polvo como especialista,
extra, figurante, comiéndome sus promesas y esperanzas de papel,
soldando unas ilusiones tan de hojalata como la estrella de un sheriff,
me arroja a la cara justo eso, papeles, un montón de hojas, me mira
como si yo no fuera capaz de leerlas o esperase que las barriera,
y me pregunta quién de entre los actores jóvenes podría hacer de Ringo.
Por su bien espero que no vuelva a llamarme Marion Morrison, mi nombre,
y ordene al diseñador gráfico que en los próximos títulos de crédito
taje a hachazos cada rasgo de John Wayne en la madera del fuerte.

Han sido doce años tolerando sus trampas al bridge, las burlas y borracheras
de ese benefactor de verdes terroristas irlandeses y rojos españoles,
para ahora, en plena resaca de la marea, de babor a estribor dar bandazos
con otro whisky que me haga olvidar a ese forjador de fantasías,
a ese mentiroso masturbatorio, el único capaz de crear y recrear un mundo
que nunca existió y donde a él le gusta refugiarse de sus desastres,
solo alguien tan sedentario podría conjurar tantas aventuras,
solo un tipo tan infeliz podría convocar la felicidad de aquel tiempo,
solo alguien tan nublado podría proyectar tantos paisajes soleados,
solo un impotente podría transmitir la arrasadora energía del Oeste,
solo un creador podría comprender la soledad del pistolero,
su inadaptación a la vida y su religión de la puntería y el nomadismo,
solo un sádico podría como él ahora subir por la escotilla sonriéndome,
y burlándose de mi estado, después de tenerme dos días en vilo, al filo
de la borrachera, cuando ya me remango los puños para recibirlo
me tiende el contrato de La Diligencia,
su cumplida promesa de papel.

        

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