¿Quién podría vengar a
una puta mejor que un hijo de puta?,
se alienta Will Munny
de vuelta a su oficio de sicario
a través de Wyoming y
de los decapitados fantasmas del pasado:
su vidriado reflejo en
el ojo negro de Bullard que cuelga del nervio óptico
como un botón descosido
o un reloj parado pendiente de la cadena de oro,
la cabeza cortada de
Charlie Pepper, que vacía de memoria, translúcida,
parece un acuario sin
agua pero lleno de palpitantes peces rojos,
y recuerdos peores de
los que a Will lo han absuelto el whisky o los años.
¿Quién se merece el oro
de una puta más que el hijo de puta
que durante dos semanas
volveré a ser?, se pregunta Will Munny,
que siempre supo que
nunca olvidaría el hombre que había sido,
el miedo que con la
corriente de frío producía al abrir cada puerta,
el odio que como carbones encendía en los ojos de sus víctimas,
la soledad de invierno
a que condenaba a cada nuevo cadáver,
y a los diez años
ya cabalga de nuevo con Logan, su gemelo en el crimen,
al encuentro de un pasado que desde su boda con Claudia
ha temido que como un lobo se le abalance por la espalda,
otra vez husmeando el
rastro de la sangre y la sombra del miedo,
hacia Big Whiskey,
donde Kitty y Silky y Susy ofrecen mil dólares
por la cabeza de los
vaqueros que en vez de cabalgarla como a una yegua
han marcado su vileza a
navajazos en la piel de Delilah, mujer de la vida.
¿Quién podría defender
a una puta mejor que un hijo de puta?,
se repite pensando que
si Claudia viviera no iría tras esa recompensa
que necesita para
aliviar la infancia de terrones y estiércol de sus hijos,
Claudia aún le habla
con el viento entre las ramas del arce de su tumba,
le aconseja virtud y
moderación con la fría paciencia de su lápida,
y sigue siendo la
enfermera que le extirpó la maldad de entre los ojos,
porque ella era un
lirio y él un asesino más frío que la nieve,
ella era una espiga y
él un hombre más afilado que una hoz,
pero ni siquiera Will
pudo amputar las manos rojas de la viruela
que pintarrajearon su
belleza y untaron de lágrimas el pan de sus hijos.
¿Quién podría enamorar
a una puta mejor que un hijo de puta?,
intuye, mientras se
vengan de él sus propias perversiones del pasado,
y tanto whisky como
bebió ahora le tuerce la puntería
y tantas mujeres como
abandonó ahora le anestesian la lujuria
y tantos caballos que
azotó ahora le columpian la silla
y tantas blasfemias que
gritó ahora lo insultan con un eco del monte
y tantas muertes que
fabricó ahora lo lastran con ladrillos en los pies,
tantos muertos como
aquel William Harvey al que le volaron los dientes
o Joe Pebble que dicen
cabalgó sin cabeza hasta cerca de Abilene,
o el primero de todos,
John Law, con un surtidor de sangre en la garganta,
el joven que a su revólver le hizo perder la virginidad no solo con su vida,
sino también con la
vida de los hijos y los nietos que ya nunca tendría,
tantos muertos cuyas
ánimas ahora brillan con los luceros y las luciérnagas,
que con el viento entre
los juncos y las cañas le susurran con alegría
que quizá nadie puede
morir por una puta mejor que un hijo de puta.
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