Después de un año a
veces todavía olvido que me he muerto
y que Max se ha casado
con esa lerda, y me cambio para la cena
porque me parece que de
smoking él me espera a la mesa,
o me ajusto el broche
de nácar de la capa carmesí como para fugarme
a una cita galante con
mi primo. Pero aquí la vida es tenue y triste,
con un fondo opaco en
esta tierra de nadie y de todos que es el mito,
en esta franja neutra, pétrea, oscura de la memoria colectiva, y estoy
ciega y lúcida como si continuara en el fondo del mar con los ojos abiertos.
ciega y lúcida como si continuara en el fondo del mar con los ojos abiertos.
Menos mi doncella, que
mantiene encendido el fuego de mi culto
y cada mañana abre el museo de mi recuerdo que es mi dormitorio,
y cada mañana abre el museo de mi recuerdo que es mi dormitorio,
todos me creen en algún lecho de coral, o mejor dicho, en la cripta,
pero si los muertos
gustan de visitar sus antiguas moradas,
a mí incluso se me ha
permitido seguir habitando Manderley,
y ya que la otra vida
ha resultado cumplir los vaticinios
de baratos guionistas,
pitonisas de lance o espiritistas en trance,
y los espíritus nos
condensamos en humos, sombras, auras,
me manifiesto en el
aleteo de los visillos, en los reflejos de la lluvia
nadando en el estuco,
en los rayos de luna que pintan las vidrieras.
Pese a que mi belleza
no solo pertenecía a la carne, sino al espíritu,
y la gracia ornaba mi
rostro tanto como la sabiduría mis palabras
e igual que no deberían
segregarse la forma y el fondo de un poema
tampoco deberían
separarse la belleza y la inteligencia de las mujeres,
la verdad es que
lamento haber perdido mi cuerpo y sin los sentidos
se me hace muy cruda
esta condena de los muertos a la soledad.
Aunque no me arrepiento
de haberlo engañado con mozos y gañanes,
herreros y arrieros,
letrados y secretarios, marinos y granjeros,
ahora quiero recobrar
la estima de Maxim, mi apuesto esposo,
y expulsar de mis
umbrales a esa tibia y tímida usurpadora,
esa inútil que
tartamudea con los pies y se trastabilla con las palabras,
esa mustia dama de
compañía cuya única virtud es la modestia
y que camina encorvada
por la culpa y agarrotada de miedo.
Quiero desterrar de
Manderley su sombra y el eco de sus tropiezos
para que cada noche Max
vuelva a abrazar mi distinguida ausencia,
añore mi elegancia y
sordo de dolor me conjure con su nostalgia
y desgarre sus sueños e
insomnios con gritos que me invoquen,
y ya que por desgracia
nunca volveré a delirar con el amor sensual,
el único verdadero, al
menos me consolaré con el espiritual,
ya que no con el
carnal, gozaré con el sucedáneo romántico,
ya que en ningún rojo canapé
volveré a gemir transida de placer,
que sean al menos
poéticas palabras las que solo me traspasen el alma.
Con mi carisma cerco a
la pusilánime, la asusto con portazos y fogonazos,
la humillo con mi
recuerdo, que aún fascina la fantasía de los lugareños,
la acoso con mi
omnipresencia invisible salvo por la R de mi nombre
bordada en fundas y
cojines, sábanas y pañuelos, forjada en la verja,
inscrita en el arco de
entrada, grabada de oro en el álbum y la agenda,
y hasta rubricada en el
título de propiedad, de modo que si Manderley
ardiera hasta el humo
trazaría en el cielo la inicial de Rebeca.
Y para arrinconar la
timidez de la intrusa cuento con mi doncella,
que le cuelga a la
sombra el lastre de mi gloria y con el ceño
le adelgaza el ánimo y
la hará arrastrar su inferioridad por los pasillos.
Si es preciso la
hechizará en el tiempo disecado de mi dormitorio,
donde aún se percibe la
estela de mi estupefaciente perfume de rosas,
y mi combinación calada
de encaje y mis concupiscentes medias de seda
aún parecen aguardar
con languidez mi improbable salida del baño.
No fui una esposa fiel,
ni tierna, ni dulce, ni siquiera cariñosa,
pero si Max me perdona
y me alivia la losa de esta soledad,
ya sin cuerpo no podré
repartir de nuevo mis caricias por el puerto,
ni encerrarme con mi
primo en la cabaña de la playa, seré pura,
no por nada ahora
tiemblo entre los rayos filtrados de la casta luna,
y también yo lo
perdonaré a él, ya que por accidente fue mi asesino,
me golpeó en toda la insolencia
al decirle que iba a tener un hijo de otro,
y aunque era mentira y
solo estaba embarazada de mi propia muerte,
una postiza y rígida
sonrisa de escarnio se me fijó en el rictus
después de caer y
golpearme el cráneo con un aparejo del barco.
Interpondré entre ellos
mi sombra para que Max me añore
y con la desesperación
de su dolor me convoque de nuevo a la vida,
y ordene a la doncella
poner en la mesa otro cubierto de plata,
de modo que no sea yo
la única que a veces olvide que me he muerto,
y tenga que cambiarme
porque alguien me espera para la cena.
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