Sí, quiero, le digo al
reverendo, y en la transparencia de la alegría
de haber al fin dicho
en la vida lo que quiero con palabras de hierro
la locura de los
recientes sucesos se arremolina al viento del condado,
que hace delirar a los
lugareños y como a una yegua me desboca la sangre,
sí quiero, dice Johnnie
sonriéndome contra el fondo turbio de la ventana,
donde puedo ver
evolucionando en el viento y el tiempo esas escenas
que han originado mi
fuga, digna de mis predilectas novelas por entregas,
mi rapto por Johnnie en
un automóvil, que ha sido un rapto de inspiración.
Yo creía que el amor
era como el bridge o una partida de caza del zorro,
táctico pero más bien
arriesgado, emocionante, descarado, en campo abierto,
y que no eran propicias
a la pasión mi timidez, mi frígida sonrisa,
el recato gris de la
rebeca, los escrúpulos de mis guantes de cabritilla,
el pudor del pelo
recogido, las gafas redondas, mi sequedad de yesca o leña,
pero el amor también
puede ser retorcido, obsesivo, subterráneo, oscuro,
y de hecho conocí a
Johnny en la oscuridad de un íntimo túnel,
y a tientas ya rozó con
un chispazo su pantorrilla de tweed con la mía.
Desde que salimos del
túnel no ha dejado de torcer mi voluntad de alambre:
tuve que abrirle la
intimidad del forro de terciopelo rosado de mi bolso
para pagar por él al
revisor una libra como recargo de primera clase,
en la partida de caza
desenfrenó la yegua de mi instinto reprimido,
me hizo acompañarlo a
la iglesia para luego subirme a aquella loma
donde al besarme un viento
de delirio me despeinó el dominio de mí misma,
como puntas de lanza me
erizó las pelusas de melocotón de la piel
y casi arrastró el
último jirón de mi impoluto, virginal pañuelo blanco.
Si yo escribiera en
serio, la imagen de una yegua desbocada al viento
sería la metáfora que
mejor expresaría el frenesí de mi pasión.
Al oír a papá murmurar
que nunca dejaría yo de bordar el lienzo blanco
de mi soltería ni de
escribir como una cursi heroína el diario de mi soledad,
la sangre se me paró
como un río estancado o el propio flujo del tiempo,
y mi cuarto me reveló
el tedio que como humo impregnaba las paredes
y el polvo del fracaso
que barnizaba mis muñecas, pierrots y bibelots,
así que decidí amar a
Johnnie para desertar del bridge y del porridge,
del té a las cinco y de
las sonatas con notas falsas, de las visitas, de la iglesia
y de mi padre, que
tiene a Johnnie por un vago que divaga con vaguedades,
y después de que su
telegrama me evaporase la jaqueca y pudiese ir al baile,
vi que en verdad el
amor no se parece al bridge ni a la caza, sino a un vals
en el que se flota a
través de una radiante luz donde se condensan los sueños
y como dicen las
novelas románticas consiste en una maleta mal cerrada,
una despedida mental
que empaña la vista, unos pasos que solo oye el perro,
un trayecto en coche
con el corazón al compás del tictac de la lluvia,
dos testigos
desconocidos y el sí quiero a un no menos desconocido
que me mira contra el
fondo tormentoso de mis miedos e inseguridades,
pero los carbones
encendidos de cuyos ojos derriten la desconfianza
y prenden la ilusión,
porque al final arde hasta la madera más seca.
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