Una cosa os digo,
camino, lo sé, del siniestro horizonte
que aguarda a los
antagonistas: hay nazis buenos y nazis malos,
y agentes de la CIA
buenos y malos, y si no miradnos a los tres
bajando por la eterna
escalinata de mármol de mi mansión,
entre mi zapato y cada
escalón dilatándose mi negro odio a Devlin,
mi amor truncado por
Alicia, la sucesora de Mata-Hari,
y mi blanco miedo por
mis colegas, que nos observan desde el vestíbulo,
sí, miradnos a los
tres: a mí, Alex Sebastian, el réprobo más romántico,
en cuyos sentimientos
han cifrado ellos dos su código secreto,
mirad al noble Devlin,
que se la lleva al hospital para purgarla del veneno
y de las huellas que en
su piel hayan dejado mis manos apasionadas,
pero que ha permitido
que su amada haya sido la inquilina de mi cama
con tal de decorarme la
casa con ojos y orejas que espiaran mi vida,
y miradla a ella,
Alicia, de la que hace años me enamoré en Washington,
y con cuya cabeza hasta reencontrarla he soñado aureolada de llamas:
su rostro no ha dejado
de subir y bajar por el profundo pozo de mi deseo,
ni su busto de relucir
contra el sol que no se ponía de mis esperanzas,
cuatro delirantes años
viviendo de visiones, muriendo de ilusiones,
proyectando su silueta
a través de la lente opaca de mis ensoñaciones,
pero también en la
desenfocada pantalla de mis obsesiones sensuales
y combinándola en las
infinitas variaciones de mis fantasías,
cuando hace dos meses,
tras tanto soñarla en una cabalgada tras otra,
me la crucé en la
hípica sobre un bayo, y vi su cabeza oscilando
contra el juego de las
palmeras y las olas, la gloria del sol y el mediodía,
su cabeza coronada por
aquel fulgor de fuego con el que la había soñado,
y mi deseo se desbocó
en la pista como un semental sin freno.
Reanudamos relaciones y
creí encantarla con mi apostura,
encandilarla con mi
galanura, arrebatarla de pura locura,
porque a su lado yo me
veía más alto, más guapo, menos nazi,
casi tan atractivo como
ese maldito Devlin, que en las fiestas
surgía como una nota
falsa de la orquesta, un vino picado,
un elemento
discordante, un mueble que no casaba con el ambiente.
Alicia y yo nos
casamos, fue como si la propia vida al fin me aceptara,
y como alianzas los
días nos enlazaron en aros de dicha,
menos mi madre todos
admiraron su belleza de Walkiria,
tan ingenuos como yo,
que en vez de escrutarla a la luz de la razón,
a contraluz la veía
recortada en la falaz transparencia de mi alegría,
erguida contra el sol
deslumbrante de la felicidad cumplida,
o tendida en la
penumbra vertiginosa de los amores consumados.
Ciego de placer no la
veía tergiversar razones y amputar cajones,
ebrio de dicha no la
veía profanar armarios y manipular llaves,
descifrar claves,
enmadejar excusas, urdir tramas de araña,
mi dicha volaba como un
globo que se me escapara de la mano
o henchido de orgullo
más bien era yo mismo ese globo que subía
hasta que de un tirón
mi madre me bajó del arcoíris al polvo:
me había casado con una
espía de la CIA,
(la miré mientras
dormía: sentí en las venas una oleada
idéntica a la de la
noche de bodas, pero para matarla)
y este Devlin es su
amante y su enlace, un agente pero no de viajes,
cada vez que los veía
de lejos, en la embajada o en el hipódromo,
a través de los perspicaces prismáticos de mis celos,
los unía un vínculo
invisible, como si estuvieran encadenados por el deseo,
y sabía que pronto,
-hace un instante-, los descubriría en la cama,
y ahora baja abrazado a
ella como una hiedra o la Hidra,
amenazándome con
delatar mi incompetencia a mis cómplices
si no los dejo salir a
la luz del día, al resplandor de la vida.
No le temo a la sombra
de la muerte, y si no fuera por mi madre,
que sale de su
dormitorio y me anima a dejarlos partir,
ya que de todos modos
mi amor me ha matado en vida,
me gustaría que a los
tres nos habitase la misma noche,
porque una cosa os digo
a vosotros, que nos veis aún en esta escalinata:
en la vida no hay buenos
ni malos como en las películas
y los nazis podemos
amar a alguien incluso más que a la muerte.
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