La piel de Inger se
deshiela, rebrota el río de su sangre,
se va fundiendo la
mujer de hierro que en el féretro la suplantaba,
el mármol de su carne
se anima, le tiembla un párpado.
He dicho: Jesucristo,
dame como a un poeta o un profeta la Palabra,
el único Verbo que
antecede a la realidad, y que vuelva a darle la vida,
porque después de cinco
años me he vuelto cuerdo y el mundo loco,
ya no me creo Cristo,
no me veo en las manos los estigmas de los clavos
y ellos al fin no se
aferran al clavo de la lógica con la absurda desesperación
de quienes creyéndose a
los labios del abismo cuelgan a un palmo del suelo.
Solo quienes tienen fe
serán admitidos en el Reino de los Cielos.
Había yo perdido la
razón para repartir la fe con los panes y los peces,
perdido mis ojos para
alumbrar las tinieblas con el candelabro del alma,
perdido la voz para
encontrar la Palabra que es una metáfora de mi Padre,
perdido mi libertad en
la granja para que no volvieran a crucificarme,
perdido mi nombre de
mensajero, Johannes, para ser Hijo del Hombre,
había perdido mi sombra
para convertirme en la luz del mundo.
Creían que las dudas
razonables de Kierkëgaard me trastornaron la razón,
todos igual, mis dos
hermanos, mi cuñada Inger y mi padre carnal,
que en mi cabecera
tanto rezara para que la Teología me convirtiera
en el pastor que guiara
a su rebaño a pastos más frescos del Espíritu.
Pero si mandaba a mis
inauditas parábolas a caminar sobre las aguas,
si con descalzos
sermones como un Pescador echaba la red a los incrédulos,
si con mis prédicas
exorcizaba a los negros cerdos de la razón,
si con un cetro de
mimbre regía a las invisible multitud de mi Reino,
si el viento de mis
palabras solo combaba la voluntad de espigas y arbustos
y apenas hacía cimbrear
a juncos y cañas tan huecas como los hombres,
era porque mi Padre del
Cielo había vuelto a enviarme para darle testimonio
y desmentir a la
Iglesia que me había traicionado en mi propio nombre.
Entre los suyos no hizo
milagros porque allí no le creían.
Iba como un sonámbulo
por las cornisas de los sueños y las oraciones
de los míos, pero en
vez de extendidos adelante llevaba los brazos en cruz,
como un espantapájaros
o un fetiche muy visto y ya olvidado por todos,
tanteaba yo en busca de
un milagro en el que alguien pudiera creer,
acaso un espantapájaros
que andara, un fetiche que bendijera con la mano,
en busca del milagro de
alguien que aún creyera en los milagros,
vagaba como un fantasma
suscitando la piedad de quienes merecían piedad,
ignorado por quienes se
ignoraban a sí mismos y sin saberlo se desvanecían
y empequeñecían
alejándose aspirados por horizontales pozos de viento,
cuando al mirar a Inger
bordando vi cómo su calavera le absorvía la cara,
aquella mañana los
huesos de su cráneo le chupaban con gula las mejillas
y en su lugar vi a su
esqueleto trazando en el bastidor su destino,
volvió a encarnarse en
su belleza, pero su hija pronto sería huérfana,
y consolé a la niña
diciéndole que desde las estrellas y la luna su madre
le mandaría ropas más
blancas, una leche más fresca, cielos siempre claros,
y con las gemas de sus
lágrimas logré engastar el único diamante de la fe.
Y cogió a los niños,
los puso en su regazo y los bendijo con la mano.
Y vi que cruzaba la
pared el Padre Cruel trayendo el reloj con la arena abajo
y la guadaña que
primero descuartizó al niño en las entrañas de Inger,
el Padre que viene a
recolectar las vidas que él mismo ha sembrado,
el Padre que lega la
muerte a los hijos que solo creyeron en la muerte,
y no pude impedirlo
porque en casa nadie creyó que yo pudiera hacerlo,
y no pude convencer al
Padre porque yo no había convencido a ninguno.
Buscaban uvas en las
zarzas y no veían las vides, la vida.
Y luego volví a oír el
rumor de la guadaña cortando la hierba a contrapelo
aunque me dijeron que
solo era el auto del médico marcha atrás,
y volví a ver al Padre
Cruel cruzando la pared como un ladrón fantasmal
aunque me dijeron que
solo era el destello de los faros en el estuco,
y que no me preocupara
porque según la ciencia Inger viviría.
Cuando la hallaron
muerta les dije que solo estaba dormida,
y que como a Lázaro yo
podría despertarla pero siguieron sin creerme.
Me fui: Me voy y me buscaréis.
Pero donde voy, no podréis venir.
He vuelto para el
entierro. Y gracias a la fe de la hija de Inger,
que prefiere la cálida
ternura de su madre a la fría leche de las estrellas,
el alborear de su
sonrisa a tenerla en el cielo como remota protectora,
poder tocarla a
probarse los vestidos que le tejiera con la tela de las nubes,
el mundo se ha vuelto
lo bastante loco y yo cuerdo para decir:
Jesucristo, si es
posible, devuélvela a la vida,
dame como a un poeta o
un profeta la Palabra que da la vida,
Inger, en el nombre de
Cristo te ordeno que te levantes,
y como nadie tiene más
ansias de amor que los muertos
la piel de Inger se
deshiela en súbita primavera, rebrota el río de su sangre,
el mármol de su carne
se anima, le tiembla un párpado, abre líquidos ojos
y ahora que he dejado
de creerme Jesús de Nazareth logro que crean en Él,
o quizá ahora es cuando
me he vuelto de veras loco y el mundo cuerdo,
porque veo que he
recuperado mis ojos para caer en la tiniebla,
he recuperado mi nombre
para de pronto olvidar la Palabra,
he recuperado la razón
para caer en la desesperación,
he recuperado mi voz
para repartir el silencio,
he vuelto en definitiva
a ser hombre.
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