Ninguna belleza tan
enferma como Altar, la reina de los salones de la nostalgia,
de cuando las ligas con
volantes, las pianolas, los chalecos de fantasía,
Altar, la que espoleaba
los deseos con fustas silbantes y espuelas de plata,
de cuando las sedas
jadeantes, los sombreros de copa, los pistoleros de feria,
la que giraba la rueda
de la fortuna y a cada azar repartía su destino,
ninguna tan fría como
Altar, que se hizo anfitriona de forajidos
y dejaba que de pena
los amores naufragaran en el hielo de su belleza,
ninguna tan ardiente
porque en sus canciones todos reconocían su desgracia,
la fatalidad de su
primera sangre, la fama que los perseguía como el frío
o el hambre, como un
perro de dos cabezas, la maldición y la mala suerte
que abrazaban como a
una prostituta flaca y triste,
ninguna como Altar cuyo
perfume de jazmines evocaba la muerte,
el temblor de los
pistoleros, la sangre en los corpiños, los ataúdes,
como Altar, la favorita
de la fortuna que apostó contra sí misma,
Altar, de voz mate,
cutis de urna de porcelana y pelo de cenizas funerarias,
ojos como remotas nubes
que se difundían sobre pómulos como los riscos
del refugio donde las
pistolas estaban permitidas y las preguntas prohibidas,
Altar, que cantaba a
los tahúres de los vapores y a pianistas de oído,
a médicos borrachos y a
vengadores tímidos,
a todos los marcados
entre los ojos como una bala con la estrella del destino,
la que en el viento
podía escuchar las réplicas y súplicas de los muertos,
ninguna como Altar
porque era joven como la tierra y bella como una yegua
tierna y tirana como
una niña pero también dura como el agua,
luminosa como la noche
sin luna, animosa como un látigo,
segura como la arena,
generosa como una tormenta,
paciente como un
cadáver y dispuesta como un revólver cargado,
ninguna como Altar que
cantaba a los cowboys errantes, a las despedidas,
a los desahuciados de
toda esperanza, a los cómplices de la penumbra,
a los fantasmas que al
amanecer cabalgaban enloquecidos bayos sin jinete,
y era intensa como la
luna y como ella ardiente y fría y venenosa,
y era feliz como si
agonizara
y real como una
aparecida
y lucía una estrella
entre los ojos, destino o blanco de una bala,
y besaba como una
estatua y abrazaba como la hiedra,
y hacía el amor como
una muerta,
y era eterna como el
cristal y áspera como la hierba,
frágil como un espejo
hasta que el amor vino
a romperlo y se hizo añicos el reflejo
de los sueños y anhelos de todos los que en ella se miraban,
ninguna como Altar que
a cada jugador repartía el destino que merecía,
lo que cada uno más
deseaba y temía.
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