lunes, 25 de mayo de 2015

ENCUBRIDORA


                   

Ninguna belleza tan enferma como Altar, la reina de los salones de la nostalgia,
de cuando las ligas con volantes, las pianolas, los chalecos de fantasía,
Altar, la que espoleaba los deseos con fustas silbantes y espuelas de plata,
de cuando las sedas jadeantes, los sombreros de copa, los pistoleros de feria,
la que giraba la rueda de la fortuna y a cada azar repartía su destino,
ninguna tan fría como Altar, que se hizo anfitriona de forajidos
y dejaba que de pena los amores naufragaran en el hielo de su belleza,
ninguna tan ardiente porque en sus canciones todos reconocían su desgracia,
la fatalidad de su primera sangre, la fama que los perseguía como el frío
o el hambre, como un perro de dos cabezas, la maldición y la mala suerte
que abrazaban como a una prostituta flaca y triste,
ninguna como Altar cuyo perfume de jazmines evocaba la muerte,
el temblor de los pistoleros, la sangre en los corpiños, los ataúdes,
como Altar, la favorita de la fortuna que apostó contra sí misma,
Altar, de voz mate, cutis de urna de porcelana y pelo de cenizas funerarias,
ojos como remotas nubes que se difundían sobre pómulos como los riscos
del refugio donde las pistolas estaban permitidas y las preguntas prohibidas,
Altar, que cantaba a los tahúres de los vapores y a pianistas de oído,
a médicos borrachos y a vengadores tímidos,
a todos los marcados entre los ojos como una bala con la estrella del destino,
la que en el viento podía escuchar las réplicas y súplicas de los muertos,
ninguna como Altar porque era joven como la tierra y bella como una yegua
tierna y tirana como una niña pero también dura como el agua,
luminosa como la noche sin luna, animosa como un látigo,
segura como la arena, generosa como una tormenta,
paciente como un cadáver y dispuesta como un revólver cargado,
ninguna como Altar que cantaba a los cowboys errantes, a las despedidas,
a los desahuciados de toda esperanza, a los cómplices de la penumbra,
a los fantasmas que al amanecer cabalgaban enloquecidos bayos sin jinete,
y era intensa como la luna y como ella ardiente y fría y venenosa,
y era feliz como si agonizara
y real como una aparecida
y lucía una estrella entre los ojos, destino o blanco de una bala,
y besaba como una estatua y abrazaba como la hiedra,
y hacía el amor como una muerta,
y era eterna como el cristal y áspera como la hierba,
frágil como un espejo
hasta que el amor vino a romperlo y se hizo añicos el reflejo
de los sueños y anhelos de todos los que en ella se miraban,
ninguna como Altar que a cada jugador repartía el destino que merecía,
lo que cada uno más deseaba y temía.
                            

      

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