A veces me pregunto qué
quedará del Alex vicioso y viscoso,
del Alex vil y viril,
joven y cruel que ya no volverá a serlo,
del que fue látigo de
los débiles pero también horror de los horribles,
del error de los errados
pero también temor de los temibles,
de aquel desalmado que
vapuleaba a los desarmados,
del producto, en suma,
de una sociedad permisiva, libre,
qué quedará del ladrón
que raptaba la confianza virgen de los inocentes,
del violador que
descargaba su adrenalina en orgasmos de violencia,
del canalla que elaboraba
una coreografía de la delincuencia,
del cantante ebrio de
aquel coro de sanguinarios caníbales
que entre chasquidos de
huesos en éxtasis entonábamos la Oda a la Alegría,
a veces veo un cráneo
hendido, dos dientes saltados, un puñado de cabellos,
un bate ensangrentado,
una cadena enroscada, los nudillos de hierro,
y me pregunto, aparte
de la náusea y la vergüenza, del viejo Alex joven
qué quedará en mí, jerarca
de la pacífica sociedad postdemocrática.
A veces me pregunto qué
queda de aquel infierno de caos y azar,
o si en los carriles,
vías y marcas fijas de la actual necesidad,
en nuestro orden de paz
y prosperidad mundial, total,
en un presente en que
la lógica ha asesinado a la irracionalidad,
de nuestra juventud
queda algún rastro de salvajismo y libertad,
algún disparatado resto
del naufragio de aquellos tiempos a la deriva
en que el mal y la
muerte eran el precio que se pagaba por el arte.
Ahora la paz única, el
pensamiento esterilizado,
los buenos sentimientos
como un reflejo condicionado
(antes las guerras y
las elecciones libres, lo imprevisto o improvisado)
ahora la simetría de la
aritmética, la exactitud de la matemática
(antes la entropía, la
utopía, la distopía)
ahora las
concentraciones de consenso, el unánime aplauso
(antes la protesta y la
revuelta, la inestabilidad)
ahora los libros de
autoayuda y el genial cine comercial
(antes la poesía
autodestructiva y la pintura del malestar)
ahora el reino del bien
absoluto, la paz social, la tranquilidad,
la vida entendida como
un control de sanidad,
el triunfo de la moral,
la inhibición del mal,
la derrota de los
sentimientos, es decir, de los sufrimientos,
antes la crueldad y
ahora la paz.
A veces me pregunto qué
queda del rubio Alex sin rubor,
del que a golpes
pautaba el ritmo de los gritos en el pentagrama,
del que los timbales y
tambores percutía con fémures y femorales,
del que como flautas soplaba
por los huesos de los esqueletos,
del que como cuerdas de
violín tensaba los nervios de los torturados,
y me arrepiento de
aquella jerga nuestra brutal y banal,
de aquella sexualidad
mecánica, gimnástica, genital,
de aquella
ultraviolencia que era la libertina hija de la libertad,
de aquella velocidad
que atropellaba toda prudencia,
de Beethoven, que
incitaba a la pasión, a la acción, a la violencia.
A veces me pregunto qué
es lo queda de aquel Alex
y respondo que
aparte del peso de la vergüenza (ya caducó la venganza)
también el orgullo de
haber sido el primer criminal regenerado,
el prisionero pionero
en ser curado e indultado,
pues la ciencia y la
inteligencia me sanaron de la violencia,
y con el mero
sacrificio del impulso sexual
(fui capado de todo
pecado) y del gusto musical,
de la libertad y de mi
voluntad,
gracias a un reflejo
condicionado me apartaron del mal,
al bien fui abocado: no
tengo opción moral
(me daña golpear, me
mataría matar):
con esa quimioterapia
mental ya soy normal
(al barato precio de
escribir fatal),
y por ser cobaya del
método que ha curado el virus de la violencia
fui nombrado
funcionario honorario de la razón pura
(tenían razón los
déspotas sanitarios:
todo por el bien de
Alex pero sin consultar a Alex),
subvencionado símbolo
del nuevo mundo
donde es tabú lo
intuitivo, lo instintivo,
donde no existen la
disensión ni la contradicción ni la destrucción,
donde las cárceles
vaciadas significan la incompetencia del pasado,
donde con la
delincuencia se ha volatilizado la discrepancia,
y con la obediencia que
trajo la erradicación de la violencia
como una anciana
degenerada y decadente agonizó la democracia,
que ignoraba que su
enemiga no era su hija la violencia
sino la científica
estirpe de nietos que reduciría a los violentos.
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