lunes, 29 de junio de 2015

AMARCORD


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Bienvenidos a mis calles de fantasía y a mis plazas de epifanía,
a mis casas encantadas y a mis parques con alegría,
a mi orgía de voces y apariciones sobrenaturales:
soy Rímini, cuna de Fellini, pero la inventada, la recreada,
más real que la verdadera, la de Amarcord, no la de los mapas,
la ciudad de la poesía de Federico, no la de la geografía,
la que tiene himno de Nino Rota con letra de Tonino Guerra,
capital de la Emilia de ensueño, por donde corre el viento, no el tiempo,
porque en el mar de la historia sigo encallada en el fascismo,
en los ciento veinticuatro minutos que me dura el año treinta y cuatro
(y parte del treinta y cinco, de los que nunca salgo),
en plena infancia de mi creador y fundador, Federico,
cuento con una población de cincuenta y tres mil habitantes
(condensados en los ciento trece del film, incluyendo figurantes),
casi todos infantiles, crueles, delirantes,
y me baña los pies de barro el Adriático, aún no un mar mediático,
sino de espumas y olas veladas por gasas y lonas, no del todo auténtico,
donde como a un amor ideal o un milagro nocturno,
en barcas la gente aguarda al transatlántico mítico
que con sus luces azules ilumine los pliegues de sus ilusiones,
un modesto enclave donde el turismo aún se reduce al Gran Hotel,
escenario de fantasías de opereta sobre concubinas y príncipes
en las que los pobres subliman su tedio y frustraciones,
en verdad vulgar tablado de extranjeras rubias y galanes de verano,
decorado de canosos romances, bailes sin compás y champán adulterado,
que solo es poético en invierno, mientras sigue clausurado,
cuando en la niebla los jóvenes bailan con los fantasmas de su deseo,
oyendo ecos de las voces de agosto, de irreales veladas del último verano,
abrazados con los ojos cerrados a la belleza de su tristeza,
meciéndose al vacío como hojas que bailan al son del viento y la añoranza,
de la nostalgia de nada.
Por lo demás, pródiga en museos (de la memoria de Federico)
y monumentos (a su ironía cariñosa o a su entrañable sarcasmo),
seré sobre todo célebre por mis hogueras de primavera, por mi estanquera,
y dispongo de mi cronista, de un motorista, de la Gradisca,
y con mis alcantarillas me burlo de las camisas negras perfumadas,
me vengo de sus desfiles y carteles,
de la fealdad de su culto a la personalidad
confundiéndolos con nieblas y apagones, nieves e inundaciones.
Me habitan los Bettini (podrían ser los Fellini),
la típica familia de padre histérico y madre abnegada,
con un tío en el manicomio y otro vago con redecilla en el cabello,
abuelo inmortal de sabiduría popular e hijos traviesos,
como salidos de un comic de mi dueño, soy su sueño,
y de modo contrario a la Rímini de la realidad
en mi invierno llega a nevar a nivel del mar
y el despliegue contra la nieve de la cola de un pavorreal
-abanico de turquesas y esmeraldas sobre el blanco mortaja-
presagia la muerte de la madre, el fin de la juventud,
el pitido de un tren que llevará a Federico a Roma, a Cinecittà.

  
                         

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