miércoles, 29 de agosto de 2012

EL HOMBRE TRANQUILO

           
                    


…pues de verdad que fue una historia épica, una epopeya con todas las pes, y por cierto que no hay mejor barra que ésta del Cohan para recordarla porque buena parte de aquello sucedió aquí mismo. ¿No es así, John? Ponme una copa, que estos jóvenes me invitan, ya que quieren conocer de primera mano lo que entonces sucedió. ¡Sin agua, por favor, que no quiero ahogarme!

Pues sí, más que ante un testigo de los hechos estáis con un protagonista de los mismos. La mañana que el tren de Dublín dejó en el apeadero de Castletown a aquel forastero tan alto, tuve que rescatarlo del corro de cotillas llevándole las maletas a mi calesa, el único taxi –de carne y hueso- de los alrededores. Tenía acento americano, pero no era ningún turista y ni siquiera traía caña de pescar. Por el camino parecía deslumbrado por el cabrilleo del río, las sombras relucientes o los prados verde esmeralda con la pedrería de escarcha. Tenía las pupilas dilatadas de quien sale del cine, se ha enamorado o mira las postales de la nostalgia.

Antes de llegar a “Blanca mañana”, aquella choza de Innesfree, me sorprendió interpelándome con mi nombre, Michael Oge Flynn, antes de decirme el suyo. ¡Era Sean Thorton! Cuando aquel gigante aún era un enano, él y yo éramos los mejores amigos del mundo. En América había ahorrado dinero y, después de perder a todos los suyos, ahora volvía al terruño a recobrar la sede de sus ancestros, que para él significaba el paraíso de la niñez. Entre los recuerdos de su madre y los suyos había mitificado “Blanca Mañana” y ahora quería comprársela a toda costa a la viuda Tillane, una orgullosa y sarcástica mujer.

 Además de casa, el primer día ya encontró mujer Sean Thorton, en aquel mismo trayecto; iba rápido aquel chico. Nos cruzamos con el padre Lonergan, que me quería preguntar en privado sobre las actividades del IRA en la comarca, y mientras le contaba algunas vaguedades no dejé de notar cómo observaba Sean a Mary Kate Danaher, que guiaba el rebaño de ovejas al valle. También ella, translúcida y quieta como una estatua de cera y el pelo rojo relumbrante al sol, se quedó clisada en él. Se miraron durante un tiempo inconmensurable, como si supieran que ya nunca iban a olvidarse el uno del otro o más bien como si se hubieran visto en algún sueño y estuvieran a punto de reconocerse; sí, eso es, se miraban igual que si se conocieran de siempre y estuvieran a punto de saberlo.

Me deshice con dificultad del Padre; mi pertenencia al IRA solo formaba parte de la campaña de la autopromoción de mis negocios en el lugar, y en ese sentido todo fue bien hasta que la organización envió a su verdadero representante, pero esa es otra historia y algún día me valdrá otra copa, ¿verdad, chicos? A la mañana siguiente acompañé a Sean a la iglesia, y a la salida tuvo la osadía de ofrecerle agua bendita a Mary Kate y ella tuvo el descaro de aceptarla. 

No, no perdía el tiempo Sean Thorton, pero tanto en el asunto de “Blanca Mañana” como en el de quien quería que fuera la señora de aquella casa, se enfrentó al mismo impedimento, un obstáculo a sus planes bajo la forma del mastodonte de Will Danaher, el hermano de Mary Kate, eterno aspirante a comprarle a la viuda aquella finca o más bien a que ésta formara parte de la dote matrimonial, ya que de siempre había aspirado a desposarla, aunque el muy tacaño no cedía a contratar mis servicios de casamentero, otra de mis lucrativas actividades. Y hablando de tacaños, estáis tardando en invitarme a la segunda.

Aunque soy de ilustre prosapia –y no me vengáis con que todos los celtas somos nobles-, para sobrevivir en tiempos tan arduos, no tenía más remedio que ejercer diversos oficios de intermediario. Pues bien, nada más que para contrariar a Danaher, la viuda le vendió a Sean “Blanca Mañana” y Will le prohibió a su hermana volver a dirigirse al forastero. Aquellos dos tuvieron el primer encontronazo ahí mismo, donde veis al borracho de O’Leary soplándose otra pinta. 

Ya que Sean no era tan bruto como Will, me compró una botella de malta y y me comisionó a hablarle a Mary Kate de sus pretensiones. Para inspirarme en vista de mi cometido, una tarde vacié media botella de aquel whisky y me fui a verla. Aunque no se me entendía mucho, ella se alegró tanto que se puso a cantar al piano. Parecía más borracha que yo, je,je. De hecho, me confesó que la tempestuosa noche de la llegada de Sean a su nueva casa le había encendido el fuego y barrido la sala, como si ya fuera la señora, él la sorprendió y se besaron como arrastrados por el mismo viento que tableteaba en las ventanas.

De modo que al día siguiente regresé a casa de los Danaher, esta vez con Sean, ambos de negro y con bombín, envarados y peripuestos, él con un ramo de begonias y yo sin mi pipa, en verdad enfermos de aprensión por culpa del cernícalo de Will. Y tal y como nos temíamos, éste echó de la casa a Sean y no tuve ni tiempo de acabarme la copa. Y hablando de eso… ¡Gracias! Sí, bien rápido que se ha vaciado la segunda. Me pasa como a los beduinos en el desierto, que cuando tengo sed veo espejismos, y a mí es doble como me gusta ver.

Bueno, pues ya sabéis que en aquellos tiempos ninguna chica podía aún casarse sin el consentimiento del padre de familia. Pero cuando hay obstáculos es cuando un casamentero competente los derriba a golpes de ingenio. En el picnic del domingo hice un aparte con el Padre Lonergan y con el Reverendo Playfair, de la otra fe, y los involucré en el plan que se me había ocurrido al salir de la taberna. Consistía en hacerle creer a Will que si hasta entonces la viuda Tillane había permanecido sorda a sus proposiciones matrimoniales era por no disputar la primacía de su futura casa con otra mujer de genio, su hermana, para colmo pelirroja, de modo que si Thorton lo deshacía de ella, la viuda estaría encantada de anexionar sus vastas posesiones a las de Danaher en una duradera alianza.

Así que Will consintió el cortejo y hasta prometió a su futuro cuñado una dote de 350 libras de oro, además del ajuar y los muebles. Por supuesto que también yo asumí la responsabilidad de vigilar a los novios y, espalda con espalda, subieron a mi calesa. Solo podían hablar y caminar en mi presencia. Menos una vez que los dejé perderse, no tuve problemas para controlarlos: en mi vida había visto una pareja más tranquila. 

Se celebró la boda y en la misma fiesta se coló una desagradable invitada: la ira de Will al advertir el engaño cuando la viuda no le permitió confianza alguna. Se negó a pagar la dote. Y ahí principiaron las discordias entre los cónyuges, porque aunque a Sean no le importaba el dinero, para Mary Kate era una cuestión de orgullo, y con las pelirrojas ya se sabe. La misma noche de bodas emborraché a Will y al menos le saqué los muebles de la novia. Sin acostarme se los llevé a la pareja. Recuerdo que al ver que habían dejado el tálamo como tras una pelea de tigres, exclamé “¡homérico!”, pero días después supe por una ruborizada Mary Kate que no habían consumado.

Y tardarían en hacerlo. Los muebles no bastaron; para ella era tal vergüenza que su marido no reclamara lo suyo a su hermano, que no sería de verdad su mujer hasta que no lo hiciera. Mary Kate no dejó de insistirle hasta que una tarde por fin asomó Sean por aquí mismo, en este rincón, a pedirle a Will el dinero de la dote. Éste se rio de él en sus mismas fauces y lo desafió a pelear, y Sean se fue con el rabo entre las piernas. Fue la decepción de mi vida. Mi mejor amigo acababa de traicionar la memoria de sus mayores; era como si hubiera envenenado ¡o aguado! todas las copas que hasta entonces él y yo habíamos compartido. Yo ignoraba que el pobre estaba traumatizado desde que en América, al final de su carrera de boxeador, mató de un derechazo a un oponente.

Bueno, chicos, y ahora, si queréis que os cuente un secreto… ya sabéis que el whisky propicia las confidencias… gracias. Que conste que esto no lo sabe nadie, y solo puedo contarlo ahora que ha pasado el tiempo. Se trata de que al otro domingo, antes de la misa, me llevé a Mary Kate a la capilla y le dije lo que tenía que hacer si quería solventar el asunto. Ni más ni menos que acostarse una noche con Sean, para que él supiera lo que se estaba perdiendo, y que al amanecer se escapara a tomar el tren de Dublín. Dicho y hecho, a la mañana siguiente la llevé al apeadero de Castletown. ¡Y naturalmente Sean mordió el anzuelo como una de las carpas del padre Lonergan!

Justo antes de que el tren partiera, sacó del vagón a Mary Kate, la llevó a rastras a casa y aceptó el reto de su hermano, que pesaba veinte kilos más que él. ¡Pareció que las urracas mismas repartieron la noticia por todo el país! ¡Aquello sí que fue homérico! Desde el Nobel que ganó Yeats, aquella pelea fue el mayor acontecimiento de Innesfree. Pero qué voy a contaros que ya no os hayan dicho vuestros padres. Fue un combate público: pasaron horas zurrándose a lo largo del pueblo. A mí me tocó reglamentar la pelea y llevar las apuestas. 

Y todo acabó tan bien que al día siguiente la viuda Tillane y Will Danaher se me encaramaron, espalda con espalda, en la calesa. Y aquellos dos sí que me dieron trabajo, no eran una pareja tan tranquila como los jóvenes, je, je.                                   



       
                                      

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