viernes, 17 de agosto de 2012

LA VENTANA INDISCRETA

         
                  
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Quién me iba a decir que el ojo acusador me miraría desde esa ventana que siempre parecía ciega. Me cuidé de todos los vecinos, desde esa cotilla que me dice hasta cómo tengo que regar las flores de abajo, hasta los dueños de ese maldito chucho que parecía enseñar a todos los humanos cómo husmear en mis asuntos, y al final me he confiado con esa ventana mirona. Demasiado tarde he advertido que la fisgona lleva tiempo abierta enmarcando a ese metomentodo de la pierna escayolada, maligno espía de todo vecino, ese reportero o fotógrafo que por desgracia ha tenido que postergar sus ausencias, ese novio de ventanas y amigo de vidrios y lentes, vicioso de prismáticos y teleobjetivos, escrutador traicionero y monstruoso ojo que nunca parpadea y día y noche llevará vigilándome desde que la maté.

Había llegado al final del camino y no podía dar un paso más junto a Anne. Llevaba siete años siendo su criado y ella no me pagaba sino con ironías y sarcasmos. Ocho horas diarias arrastrando por media ciudad, a través de la lluvia o el calor, esa maleta de muestras y de vuelta a casa tener que oírla refunfuñar mientras me ocupaba de la colada, hacía la limpieza o le preparaba y servía la cena. Porque ella se pasaba la vida acostada.

Estaba enferma, de acuerdo, pero administraba su incapacidad, porque el día que lo hice bien que se levantó a sorprenderme hablando por teléfono con Mary. Aquello fue lo que me llevó a detenerme en la encrucijada, al final del camino. No podía dar un paso más con ella a cuestas, con el único agradecimiento de protestas y vituperios. 

Mary era mi único consuelo, la única esperanza que movía y conmovía al esclavo que yo era. Y había días que del estropajo que se había hecho mi vida no podía estrujar ni media hora para pasarme por su apartamento; pero la ilusión de verla, el espejismo deslumbrante de atisbar a lo lejos la palmera de su cuerpo, era un oasis en el desierto de mi vida. Y ahora creíamos que podríamos llegar juntos a la Tierra Prometida.

Hace un par de años coincidimos en la cola del almacén; yo llegué jadeando después de encontrarme cerrado el mercado, y a cambio de guardarle el puesto mientras iba a por caramelos, ella me enseñó a respirar con el vientre para relajarme. Lo había aprendido en unos cursos de yoga por correspondencia. A la salida le ayudé a llevar la compra a casa, me invitó a una copa en su apartamento y al final acabé jadeando más fuerte que nunca.

Desde luego que tampoco a Mary le gusta lo que he hecho, aunque ya ni recuerdo cómo se lo insinué. Pero lo asumió con la naturalidad que la primera tarde me aceptó en su sofá de cretona. Cuando la semana pasada Anne me negó el divorcio por quinta vez, lo que dejó de firmar fue su indulto. Por supuesto al principio lo aceptó, solo para burlarse de mí. Para mí la silla eléctrica era preferible al tormento de convivir con ella, platos arriba y medicinas abajo, bajo un chaparrón de insultos y humillaciones. Si la enfermedad le dislocaba el cerebro, yo no tenía que soportarlo. Y si llego a dejarla, me habría denunciado por abandono del hogar y cuando no podíamos permitirnos ni enfermera, una residencia era impensable. Oírla denigrándome me estaba privando de la autoestima y ya hasta vendía menos por la falta de confianza.

Los últimos días Mary y yo lo planificamos todo, y aunque había veces que veía brillarle los ojos y creíamos que ganaríamos, luego ella se interrumpía, se cernía una sombra de silencio y pensábamos que al final nos fallaría un peldaño en la escalera de nuestra huida a la liberación. Cada vez que soñábamos con un mundo en que Anne no alentara, las paredes del apartamento de Mary se pintaban del arcoíris de la felicidad y como en un observatorio en el cielorraso se transparentaban las estrellas fugaces de nuestros deseos.

Pero al final ha sido mi casa la que ha resultado transparente y ha traslucido mi crimen, y mi propio cuerpo se ha hecho de cristal, una vasija colmada de la sangre de Anne que me delatará como si me hubiera ruborizado de culpa. Y se lo tengo que agradecer a ese condenado de enfrente, ese lanzador de miradas como dardos o jabalinas que han terminado por ensartarme como una mariposa inmovilizándome en el ademán de levantar el puñal contra ella.

Seguro que la noche que lo hice estaría fisgándome desde su sombra y su vergüenza de espía. Aproveché que también tenía que bañar a Anne para hacerlo en la bañera, donde más fácil sería limpiar la sangre. Había escondido tras las sales de baño el cuchillo de carnicero, y reconozco que ni siquiera tuve que esperar a que me recriminara por algo para empezar a hacerlo, mientras con la otra mano le frotaba la espalda. Se quedó tan sorprendida, como si solo le hubiera apretado demasiado con la esponja, que apenas emitió un grito, y en este vecindario se grita como se respira.

Después de hacerlo, no me sentí tan desahogado como esperaba, quizá porque me quedaba el trabajo más duro, con la sierra. Había leído varios libros de anatomía y sabía cómo hacerlo. Intenté tomármelo como un trabajo manual del colegio, pero en seguida me puse a jadear, como aquel día en el apartamento de Mary. Intenté respirar con el vientre. Y cuando estalló la tormenta empecé a inquietarme de verdad. Llegué a temer que como flashes fotográficos los rayos revelarían el cadáver al mundo –y eso que todavía no había detectado al mirón de enfrente- y que los truenos proclamaban mi crimen a los cuatro vientos. Pensé en Mary y me serené; el mero eco mental de su nombre me sugirió una mariposa o una rosa albas en la nieve; necesitaba el blanco que me redimiera de aquel horrendo rojo que mi amor por Mary había salpicado en la bañera y los azulejos.

Y aún tenía que librarme del cadáver. Había pensado arrojarlo entre los escombros del río, de modo que llené con la primera carga la maleta de muestras y, como no tengo coche, la llevé allá bajo la lluvia; hasta el final Anne iba a resultarme un peso intolerable, incluso antes de pesarme en la conciencia. Ensopado, repetí la operación dos veces más. Al darme las cuatro y media, enterré la última parte de ella en el jardín. En cuanto terminé corrí a recoger a Mary, me besó como para compartir el aliento de la muerte, y de vuelta a casa apenas tuvimos que esperar diez minutos para que dieran las seis. Tal y como queríamos, nos cruzamos con el puntual conserje y hasta tuvimos la suerte de coincidir con un par de vecinos. Para explicar la ausencia de mi esposa tenía que simular que se iba a Merritsville, su ciudad, desde donde ya me ha escrito haciéndose pasar por Anne. Y es que en el patio hasta los muros habrán guardado sus voces, pero dado que nunca se levantaba de la cama nadie la había visto ni hablado con ella.

De vuelta de la estación limpié la bañera, por donde parecía haberse desaguado el Mar Rojo y envolví en papel de periódico la sierra y el cuchillo. Todas las habitaciones parecían densas de su perfume de rosas podridas y a cada instante creía oír el colchón como cuando se cambiaba de postura; desde luego que no me atreví a entrar en el dormitorio y lo clausuré con siete llaves. Me tendí en el sofá y después de una noche como aquélla hasta yo logré dormir.

Me desperté a media tarde y y salí a comprar y a hacerme con una cuerda para asegurar el baúl de la ropa. Cada vez que aquí y allá iba diciendo que mi mujer se había ido, me notaba más delgado y joven. Pero fue duro recopilar su ropa; cada vestido parecía una versión distinta de su fantasma. Iba a facturarlo a Merritsville. Terminé antes de que anocheciera: es en la oscuridad donde no puedo ver esa cama.

A la mañana siguiente, ayer, vinieron los de la empresa de portes y se llevaron el baúl. Luego telefoneé a Mary para decirle que tomaría el autobús de mañana a las doce. Me tranquilizó volver a oír su voz cálida y crepitante de seda o leños en la chimenea. El colchón dejó de chirriar en el dormitorio. 

Pero lo de anoche fue atroz. Todo empezó cuando terminé de hacer el equipaje. Las sombras empezaron a reptar por el salón, y las voces y la música de la fiesta de al lado sonorizaban mi malestar. Me exasperaba el calor. Y en vez de quedarme inmóvil me puse a medir arriba y abajo la habitación sin lograr oírme ni un paso, ni un jadeo. No era por el recuerdo de Anne, sino que me parecía que el muerto en la bañera había sido yo. En una de las vueltas vi a ese chucho escarbando entre las flores. Bajé a estrangularlo.

De vuelta fue cuando empecé a sentirme culpable por lo de Anne. Para colmo, luego tuve que soportar los lamentos de la dueña del perro y bajé la persiana para dejar de oírla, y más tarde tuvo que venir una ambulancia a por un vecino. La muerte rondaba el vecindario como un vendedor ambulante. De joyas.

Y qué decir de hoy, el día que el tipo de enfrente me ha descubierto; o más bien cuando lo he descubierto yo descubriéndome. Me ha acosado como a un perro moribundo. Primero me ha pasado un anónimo bajo la puerta, y luego me ha telefoneado para decirme que sabe lo que he hecho con mi mujer y me ha citado en el bar del Albert. Quería sacarme de casa para enviar a esa rubia a escamotearme la alianza de Anne. Volví a tiempo de sorprenderla y como me estaría vigilando desde enfrente me echó encima los perros de la policía. Delante de los agentes ella no me acusó de nada, de modo que se la han llevado como a una vulgar ladrona.

 ¿Qué querrá a esa gente? Ahora mismo voy a pedirle cuentas a ese fisgón. Seguramente intentarán chantajearme, Yo no tengo dinero. Nunca me ha interesado mucho; lo único que quiero es vivir en paz con Mary lejos de ese maldito colchón que no deja de chirriar como si estuvieran haciendo el amor encima. Estoy seguro de que algún día dejaré de oír las quejas y los insultos de Anne.                      


                                                      

      

  

                            

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