domingo, 13 de enero de 2013

TRES PADRINOS


                   


Es lo que les digo a los padres de los alumnos cuando me preguntan por el futuro de sus chicos, que creemos elegir el camino pero en realidad somos nosotros mismos el camino por donde ruedan los hechos, somos la piedra y a la vez el vehículo que elige el destino para cumplir su palabra. Tom y yo elegimos la ruta del desierto porque aunque es más larga parecía más limpia de peligros, y al final nuestra calesa ha encallado en este mar de arena que menos al niño nos servirá de sepultura.

Hace una semana que Tom y yo salimos de nuestra granja de Nueva Jerusalén para celebrar con mis tíos la Navidad en Welcome, Arizona, el pueblo del que mi familia es oriunda, y donde Pearley, el marido de mi tía, es sheriff. Yo no salía de cuentas hasta año nuevo y quería que el bebé naciera y fuera bautizado, con mis tíos de padrinos, en nuestro pueblo. Tom me lo había prometido. Seguro que el bueno de Pearly lleva ya varios días subiendo cada mañana a la loma intentando atisbar a lo lejos la nube de polvo de nuestro carro, pero solo podrá ver el de sus esperanzas de vernos disgregándose por el horizonte.

Aunque veníamos abastecidos de agua, le insistí a Tom que no se dejara atrás el desvío de Terrapin para reponer los barriles en el depósito; el pobre era muy despistado y, pese a que masculló protestando por mi insistencia, al despertar y salir al pescante, advertí que no habíamos dejado el sol al oeste: había olvidado tomar el cruce. Volvimos y perdimos casi medio día.

Tan soñador y delicado como es –era, no me acostumbro a…-, Tom no acababa de adaptarse a la vida de campo. El sol le pintaba ronchas en la cara, pálida de ensoñaciones, y a la segunda paletada en el huerto ya estaba resoplando. El único defecto de Pearley es el de impacientarse con él cuando nos vemos; si intentando partir leña lo ve a punto de amputarse un pie, o vuelca el cubo de la leche recién ordeñada, le da la espalda y se dirige a mí haciendo visajes de sulfuración y en los labios puedo leerle que me pregunta cómo he podido casarme con semejante mentecato. Perley es todo lo contrario que él, un hombretón recio y práctico, de puntería exacta y con el ímpetu de un toro, al que cada cuatro años los vecinos renuevan su confianza. Y justo por eso, como le digo a mi tía, es perfectamente impermeable a la poesía.

Si la gente critica a Tom por ser pusilánime y odiar a los caballos, si con más o menos razón lo llaman incapaz o debilucho, y lo acusan de ocultarse debajo de la cama en cuanto oye un disparo o hasta a un estornino que confunde con una señal de los sioux, es porque en el Oeste la gente es demasiado ruda para apreciar su imaginación, la sensibilidad de su carácter, su reconcentrada timidez, la delicadeza de sus modales, rasgos que aunque lo hagan poco apto para el trabajo lo convierten en el marido más dulce y distinguido al norte de Río Bravo… siempre y cuando no tenga una botella de whisky a su alcance… Es verdad que se distrae fácilmente y que como todos los poetas es algo torpe y lento, vago y amigo de parrandas y mujerzuelas, pero nadie ve la otra cara de la moneda… y sigo hablando de él como si aún viviera…

Finalmente, hace cuatro días, llegamos aquí, al depósito de Terrapin, donde el agua no parecía precisamente rebosar. Como empecé a sentirme débil y con náuseas, me vine a echarme bajo la capota, no sin advertirle que sacara la arena y esperase a que el sumidero se llenase, y cometí el error de dormirme. No sé cuánto después me despertó una explosión, me asomé alarmada y aturdida por igual, y tardé en comprender qué había pasado. Como Tom era enemigo jurado de la pala, no se le había ocurrido sino poner un cartucho de dinamita para hacer brotar el agua como si este pozo fuera un surtidor de Versalles. Lo encontré a cuatro patas, ileso. Todo lo contrario que el depósito, que había quedado inutilizado para siempre. El explosivo agrietó el fondo de granito y destrozó los lados, con lo que lo ha secado para siempre, y por culpa de Tom en los próximos años, junto a mi esqueleto, se descarnarán decenas de cadáveres de viajeros que habrán calculado sus reservas a la gota antes de llegar aquí.

Me indigné tanto con Tom que a punto estuve de llamarlo inútil como hacía mi tío y empezaron las contracciones. Para colmo había dejado sueltos los caballos, que fueron a lamer el fondo del pozo y locos de sed salieron desbocados. Él salió tras ellos y después de cuatro días he perdido las esperanzas de que vuelva. Se habrá perdido y perecido: el sentido de la orientación tampoco era su fuerte.

Ayer se me acabó el agua, y cuando empezaron los calambres mis plegarias fueron oídas y providencialmente llegaron estos tres viajeros a socorrerme. Son Bob, el que me encontró, un caballero alto y robusto, de mirada pura y expresión honrada; William, un ingenuo joven de pelo color zanahoria y pecas; y Pedro, el que esta noche me ha ayudado a alumbrar a mi hijo, un mexicano burlón y pendenciero, pero de buen fondo. Llegaron tan exhaustos, sedientos y harapientos que pensé que los forajidos les habrían robado los caballos; pero de lo huidizo de sus ojos, los gestos furtivos y la manera en que miran por encima del hombro, he concluido que los forrajidos son ellos.

Y sin embargo, en esta situación no elegiría a nadie mejor que los tres para salvar a mi hijo y llevarlo a través del desierto a casa de mis tíos. La nobleza de sus sentimientos y la emoción genuina de sus actitudes me han convencido de la sinceridad de sus juramentos de hacerlo, como si hubieran encontrado en mi hijo la ocasión de redimirse o el secreto motivo de que sus erráticos –y errados- pasos los hayan traído aquí. Puede que me haya equivocado en juzgar a alguna gente, quizá he idealizado demasiado a Tom, pero si de algo en mi vida he estado segura es de que puedo confiar más en estos tres que en la mayoría de quienes se proclaman del lado de la ley.

Para comprometerlos más como padrinos, y como en verdad si llega a ser hombre será gracias a ellos, le he dado al niño el nombre de los tres: Robert William Pedro. Si sobrevive, el pobrecito no tendrá quien lo arrope por las noches, ni quien le cure las heridas o le enseñe a rezar; y lo peor de todo es que nunca conocerá a su padre.

Qué extraño, pensé que había amanecido hace un rato y sin embargo está anocheciendo…     

                                                               
                                                                                                                                                                                              

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