Doce años sin
detenernos más de una semana en ninguna parte me han enseñado que todos los recintos
festivos –incluso éste del carnaval de New Orleans donde llegamos ayer- son
iguales: los hangares de chapa, los pilones de los circuitos que ciñen los
aviadores (Roger Shumann, mi marido, es el mejor), los graderíos portátiles,
los puestos de helados como ése donde nuestro mecánico Jiggs le está comprando
uno de chocolate a mi hijo Jack, las atracciones infantiles… y en eso se ha
convertido nuestra vida, en un carrusel de fiesta en fiesta donde nosotros
somos los únicos que no reímos, Roger y yo, amigos del aire, adictos al
peligro, arriesgando él su vida a cada giro sobre el pilón en una carrera
contra la muerte que tarde o temprano todos los pilotos pierden, cómplice y
esclavo de la velocidad; y yo, celosa del riesgo que él corre pero también novia
del vacío y del vértigo, dejándome caer en paracaídas desde el cénit de las
fantasías del público, a través de un tiempo tan extenso que me parecería subir
a las nubes y no descender a la tierra, si no oyera cada vez más nítidos los
aullidos de los espectadores adivinándome la ropa interior bajo el vuelo de la
falda.
Ayer, nada más llegar
en pleno Mardi Gras, el bueno de Jiggs se compró unas botas de cuero para
vestirse de gala y con una conmovedora vanidad pavonearse ante mí como si por
una vez el héroe fuera él, el mecánico, y parecerse al mismísimo Roger
Shumann, el mejor piloto de carreras y mítico ex combartiente de la guerra en
que se conocieron, y poder rivalizar con el hombre que más admira, su antiguo
superior y ahora jefe, el mismo que lo ha privado del amor de su vida, yo.
Porque a él Jiggs lo quiere solo un poco menos que a mí. El bueno de Jiggs se
ha convertido en el tercer ángulo de nuestro triángulo, obtuso pero siempre
abierto a ayudarnos a cualquiera de los dos. Tiene un corazón puro y blanco
como la nieve, que se derrite igual de fácil.
Mientras Roger se
quejaba de que por culpa de aquellas botas tan caras no podríamos pagarnos ni
una pensión y habría que dormir en el hangar, apareció un tal Burke Devlin, un
joven y apuesto periodista del Times Picayune que venía de la mano de Jack y
ofreció su apartamento para pasar la noche a unos nómadas desconocidos como
nosostros. Otro cándido de corazón blando. Aunque dijo hacerlo para escribir un
reportaje sobre nuestro oficio, no me engañó la expansión de sus pupilas, como
si en vez de mirarme a mí contemplase el mar o el fuego.
Si lo que Burke quería
era una historia para el periódico, anoche se la conté, y bien triste e inverosímil, en su casa. Cuando llegó de la calle, se encontró a Jiggs y a Roger en
su cama, a Jack durmiendo en la alfombra, y a mí leyendo en el sofá, así que se
la pude contar a solas. Todo empezó en 1918 y en el muro de un granero de mi
pueblo, en Iowa, donde vi un cartel anunciando bonos de guerra: un célebre
piloto se perfilaba en la cabina de su avión de combate, tenso y magnífico, erizado el pelo rubio sobre los ojos y la nariz de águila, invicto y glorioso, en
picado hacia la apoteosis de sus cinco condecoraciones y rumbo a un prometedor
futuro que acabaría incumpliendo su palabra. Era el mismísimo Roger Schumann,
que había derrribado a doce aviones enemigos.
Después de soñar con él
dos años y recrearlo en todas las actitudes del héroe, lo conocí a mis
dieciséis años, el diecisiete de Agosto de 1920 (nunca olvidaré esa fecha), en
una exhibición aérea. Me firmó el programa, y los de la fila empezaron a
protestar, ya que no podía decidirme a dejar atrás a quien desde el estrado,
ahora lo sé, solo me miraba como a otra de las mujeres que conocía en las casas
alegres de cada ciudad. Despegó hacia Omaha: siempre ha amado los aviones mucho
más que a mí. Para él pilotar un avión es el cielo.
Dejé a mis pobres
padres, seguí a Jiggs, logré subirme a su autobús y sin querer lo trastorné al punto de que la noche del trasbordo quiso alojarme en el hotel más caro de los
alrededores. Al vernos, Roger explotó contra Jiggs y contra mí. Siempre ha
tenido los nervios de un artista que no quiere que lo distraigan de su trabajo.
Sin embargo, acabó por aceptarme porque yo le gustaba. Como a muchos. Puse como
excusa de haber acompañado a Jiggs aspirar a convertirme en paracaidista de
exhibición, para que fuera él quien se declarase, pero hace años que soy
profesional y aún estoy esperando que lo haga.
Nos casamos el 17 de
Julio de 1923 (esta fecha preferiría olvidarla), en Portland. Como siempre,
estábamos en una exhibición. En la cafetería del aeropuerto le dije que iba a
tener un hijo y él apenas levantó la vista del periódico: después de tantas
noches lo raro era que no hubiera ocurrido antes. Jiggs le arrancó el periódico
de las manos y le dijo que si no lo hacía él, se casaría conmigo. Después de
todo, yendo juntos los tres a todas partes, a nadie le habría extrañado que el
padre fuera Jiggs. Entonces a Roger no se le ocurrió sino coger dos terrones de
azúcar, inscribir varios puntos en cada cara de los cubos y tirarlos como
dados: obtuvo un ocho. Se los alargó al mecánico. Al comprender éste que
pretendía jugarse al azar cuál de los dos se casaría conmigo, quiso atizarle,
pero desde la guerra es tal la autoridad que Roger ejerce sobre él y por una
vez vio Jiggs tan factible el sueño de casarse conmigo, que terminó por lanzar
los azucarillos: un siete.
Como perdedor, Jiggs
exclamó que se casaría conmigo, pero entonces, y de esto se alimenta la
esperanza de mi vida, Roger repuso que era el ganador quien debía casarse, y
volvió a ponerse a leer el periódico. Dos horas después fuimos al juez de paz y
todo siguió igual entre nosotros. Aunque desde entonces no hemos vuelto a
hablar del tema, al menos una vez al día recuerdo lo rápido que Roger replicó
que el ganador sería el novio, como si yo le fuera más preciada que uno de esos
premios que gana en el aire. Sí, pilotar un avión es su único cielo.
Mientras había oído la última parte de mi
historia, a Burke los ojos se le salían de las órbitas de incrédula
indignación. Esta mañana tampoco se ha separado de mí. Roger y yo hemos
efectuado nuestra primera actuación. Pese a los malos presagios que me inspiran
todos estos gigantes, cabezudos, máscaras o espejos de feria que entre
espectrales organillos parecen distorsionarme el alma y agigantar mi malestar,
de momento puede decirse que hemos tenido suerte. He llevado a cabo mi
espectáculo aéreo-mórbido-sexual sin incidentes; simulé perder el primer
paracaídas y abrí el de emergencias, y al verme la falda al aire los gritos de
los energúmenos de abajo superaron las exclamaciones del susto cuando me habían
creído en peligro. Burke estaba asombrado, sin saber que luego vendría lo
bueno, la carrera.
Mi hijo y yo ya estamos
acostumbrados, pero el público vibró ante el furibundo frenesí de aquellos siete
precarios aeroplanos que, vertiginosos rivales, parecían hambrientos y rapaces
pájaros que lucharan por su presa, la victoria. En efecto, Roger, que iba el
segundo, tuvo que arriesgar al máximo para adelantar al piloto del avión
propiedad de Matt Ord, el baboso promotor. Sin el premio en metálico no podríamos
ni pagarnos la gasolina. Al intentar devolverle el adelantamiento, el otro
piloto impactó con el avión de Roger, salió despedido y se estrelló en una bola de
fuego. También Roger perdió el control, pero pudo aterrizar de emergencia y
salió indemne. Tuvimos que sujetarlo para que no volviera al avión en llamas;
seguro que si yo hubiera peligrado en algún incendio no habría puesto tanto
ímpetu en salvarme.
Ya sin avión para la
carrera de mañana, nuestra última oportunidad es que Jiggs repare esta noche la
avería de un inseguro aeroplano de Matt Ord. Lo más difícil será que éste
acepte, pues en Dallas Roger me dio una de las pocas alegrías al sacudirle
cuando lo sorprendió arrinconándome en una esquina de la cantina. Pero Roger
precisa tanto del dinero o de la adrenalina del peligro, que ante el asombro
del mecánico y el periodista ahora se le ocurre mandarme al hotel de Ord para
que durante la noche, mientras que Jiggs intenta reparar el problemático avión,
yo misma arregle las diferencias que lo separan de Matt Ord y por todos los
medios lo convenza de que le deje pilotarlo, aunque, tan maltrecho como mis sentimientos, el mortal aparato solo le valga para subir muy alto, tocar por un
instante el cielo y, al menor fallo, de una vez por todas encontrar lo que
lleva buscando desde que de niño subió al primer columpio.
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