Dylan Thomas había vuelto a Londres de su gira americana en las alas de la fama. Las universidades lo habían laureado y los críticos diseccionaban sus poemas con minuciosos escalpelos. Volvió a extrañarse de esto, aflojándose la corbata y sin dejar de correr, como si atravesara una tormenta, por las arenas de la alfombra de aquel pasillo con tapices y cuadros por espejismos. Huía exaltado de un recital multitudinario, también retransmitido por la radio. Se había escabullido del oasis del proscenio, desairando a un corro de micrófonos y grabadoras que parecían clamar por una cantimplora; trotó sin brújula por aquellas galerías ante la circunspección, propia de beduinos, de los acomodadores; en el vestíbulo declinó volver a por los textos –mapas- que había olvidado sobre el atril, y ya bajaba a saltos la escalinata del auditorio como si fuera una duna. Había escapado del desierto de la multitud.
En su oído aún resonaban los aplausos y el silencio de hipnosis que
durante la lectura le otorgara la sala como si el público hubiera olvidado
respirar para oír sus tartamudeos y carraspeos. Lamentaba que la resaca hubiera
trabado su declamación, pero esta vez no había sorprendido ningún codazo de
complicidad ni sonrisa irónica. Además, la sensación de caminar entre espejos favorecedores
impulsó su euforia: llevaba una semana viendo por los aledaños de los teatros
aquella fotografía suya de los carteles. Se la encontraba, como ahora, adherida
a una columna, pero también en los muros, en las cabinas o las farolas, incluso
en algunos periódicos y autobuses. Era una instantánea tomada al menos diez
años antes: desde el rubicundo rostro de mejillas imberbes y congestionadas de
vanidad y bajo la llama de una melena de león, unos ojos fulmíneos desafiaban
entre pecas al destino. Se pasó la mano por aquellos rebeldes cabellos que había
conservado; le formaban un mechón en la frente y, por más que se los aplastase en
la coronilla con fijador cuando se acicalaba para un recital, la emoción
poética siempre acababa por arremolinarlos. En el entramado de un quiosco
volvió a ver aquella fotografía, que traslucía la expresión de confianza e
irrevocable convicción de todos los jóvenes.
Ahora que echó a andar despreocupado, las manos en los bolsillos, a la ágil
sombra de los plátanos de Regent Street, experimentó la misma sensación de
seguridad en sí mismo que le devolvía aquella imagen suya pegada a los troncos.
Sentía el pecho henchido del aire matutino que además le vigorizaba las
mejillas rasuradas, y volvió a tomar los carteles por espejos. Le sonrió una
pelirroja; Dylan admiró la piel de sus brazos, acariciada por una luminosa
pelusa de melocotón. Un gato blanco intentó frotarse el lomo contra sus
tobillos; desde la floristería flotaba una fragancia de rosas, y por su ventanal
nadó la única nube del cielo. Parpadeó coqueta la mujer que arrastraba a un
niño de cada mano; el casco de un obeso policía brilló igual que un semáforo y
su papada palpitó de conformidad, como si asintiera. También lo miró con respeto
un tipo de tweed y ojos yertos de oficinista.
En el aire dorado un manojo de
globos levitaba sobre las cabezas de la multitud, y la música publicitaria de
un altavoz llovió entre los árboles. Desde un agujero del bolsillo se le
deslizaron las llaves de casa por el muslo, en un tintineante escalofrío, y al
agacharse a recogerlas una fantasía extravagante y maravillosa le alboreó en la
mente. Reanudó su camino silbando la tonadilla del anuncio y sin dejar de
pensar en aquello. El buhonero que había perdido los globos miraba sonriendo al
cielo como si hubiera liberado una paloma. Las ventanas de los edificios
destellaban sus promesas; relumbraban las carrocerías; los espejos de las
barberías y los escaparates irradiaban reflejos radiantes. Era un mediodía de
esplendor; el sol le hormigueaba en la cara y calentaba fuerte; se alegró de
haberse dejado, también, la americana en la silla del escenario. De las
mangueras salía agua pulverizada que plateaba el césped del parque; junto a los
bancos ocupados por ancianos y niños borboteaban los surtidores; las
salpicaduras habían formado varios charcos que reflejaban franjas azules de
cielo. Los rayos atravesaban los álamos, tamizándose en esquirlas que
revolotearon como mariposas o pensamientos felices, y sobre todos aleteaba el
que había tenido, y el resplandor del tránsito acentuaba la placidez de
mediodía. Aquella ocurrencia prolongó su audacia en el vuelo
de una golondrina, y Dylan cruzó la calle hacia una puerta acristalada.
Observó la hilera de espaldas encorvadas que se alineaban en la barra. Se
desabrocharon las conversaciones, las cabezas se volvieron y un rollizo
camarero depositó la bandeja en una mesa para zarandearlo en un abrazo.
Deshaciéndose como pudo, Dylan le pidió un whisky y recado de escribir. Varios
parroquianos se acercaban a darle la mano entre felicitaciones:
-¡Vaya, chico, qué suerte tienes! ¡Estás en todas partes! ¿Te has visto
en el periódico de hoy?
-¡Bravo! Te hemos escuchado por la radio. Los aplausos echaban humo.
Thomas les agradeció con una ronda y se acodó en la esquina más alejada
de la barra, sosteniéndose las mejillas con las palmas de las manos. Le dijo a la
bovina sonrisa del camarero, que había puesto una fanfarria en el fonógrafo y
venía secando un vaso con el delantal:
-Verás, John, ahí al lado he tenido la idea de volver hoy a casa de un modo
especial, para celebrarlo.
-¿Vas a alquilar una limusina?
-Mucho mejor: entraré en cada pub que encuentre por el camino para
tomarme una copa y escribir un poema. El tuyo ha sido el primero.
-¡Je, je! ¡Qué cosas tienes! Bueno, pues a este primer trago invita la
casa. Siempre lo he dicho, no hay quien se invente excusas como las tuyas para
beberse un whisky, je, je -los pliegues de grasa se bambolearon y el vaso
explotó en el suelo.
Dylan Thomas se llevó la punta del bolígrafo a los labios y, sosteniéndose
el codo derecho con la mano izquierda, procuró concentrarse para escribir el
primer poema. La luz se infiltraba por los listones de la persiana, trazando
líneas en las duelas del parquet; en un rayo de sol sesgado pululaban motas de
polvo. Al rugido de un camión vibró el escaparate. Las franjas de sol le
cruzaban la camisa, asemejándola a la de un presidiario, y supersticiosamente
se hizo a un lado para vaciar el vaso. Al fin se abstrajo de las voces y las
risas, y en una libreta de facturas escribió tres cuartetos de versos blancos
acerca de la nieve de la noche, que enlazó con algunos recuerdos de infancia,
como los trucos de prestidigitación que le enseñara su hermana o las historias
fantásticas de su abuelo. Miró por el ventanal y, con las pupilas dilatadas, a
través de los transeúntes y los vehículos pudo ver cómo caían los copos de
nieve, tenues y sordos –como las voces del pasado-, sobre los árboles y los
tejados de su aldea natal. Asoció aquella escena a la soledad y a la tristeza y
desesperación de la niñez; pero de un modo extraño, mientras que una parte de
su mente percibía cierta música disonante, aquellos versos no le parecieron
referidos al pasado, sino premonitorios. Se imbuyó tanto en la atmósfera del
poema que podía aspirar el tabaco de la pipa de su abuelo y sentir cómo
crepitaban las llamas del hogar, balaban las ovejas y las mujeres barrían la
nieve de los porches, y, en efecto, las cerdas de un cepillo rozaron el
entarimado de madera. Al levantar la vista, vio a John recogiendo los añicos
del vaso, sin dejar de quejarse de que se hubiera rayado el disco, y se extrañó
de que todo siguiera en su sitio: a un lado, las vitrinas de botellas y los
espejos que reflejaban los rostros de los bebedores, y al otro extremo las
mesas separadas por mamparas de cristal. Se guardó la libreta en el bolsillo y
antes de salir bebió un sorbo de puro hielo que le escaldó la lengua.
Podía imaginar, a la escala de sus
delirios alcohólicos, un plano de todos los pubs que se encontraría en el
camino a casa, y como un pirata señaló cada lugar con aspas imaginarias en el
mapa mudo de un tesoro que nadie le expoliaría. Primero estaba el Malone, un
par de esquinas más allá; luego tomaría Vernon Street y se encontraría con el
Yellow Castle y el Donovan’s; tras un breve camino y, tal y como debía ser para
cumplir las reglas, sin desviarse del camino directo a casa, venían el Haunter,
el Sacred Plough y el King´s Word. Al final, tendría que coger una bocacalle en
Green Square y alcanzaría el Fair Meadows y, si llegaba a tiempo, el más
entrañable, el Best Year, donde hacía un montón de años había bebido el primer
whisky de su vida. En total, ocho o nueve copas y otros tantos poemas; sería
toda una celebración. Los rostros de la gente con que se cruzaba asentían entre
sonrisas como si aprobaran aquel plan; una ráfaga de viento sopló a sus
espaldas, impulsándolo adelante, y las hojas de los castaños susurraron
conformes.
Sí, pasaría la tarde bebiendo y
escribiendo, que era todo cuanto quería hacer en la vida, como a veces le
gritaba su esposa, y para que el alcohol se mezclara más rápidamente en la
sangre, ni siquiera comería nada. Encaró la avenida, cuyo final se difuminaba
en una lejana perspectiva de casas y árboles, ya que la neblina parecía
extenderla hasta el horizonte, y se alegró de que tampoco su vida tuviera
límites que le impidieran poner en práctica un plan tan excéntrico. Se detuvo
en medio de una aglomeración que aguardaba para cruzar, y se sintió exultante
como un viajero que acabara de partir. Además, sabía que los pubs estarían
llenos de buenos y viejos amigos que no dejarían de felicitarlo, y los nuevos
poemas inaugurarían otro exitoso libro. Pisó un chicle y, mientras se frotaba
la suela del flamante zapato con el bordillo de la acera, pensó que el único inconveniente
sería disimular su estado de vuelta a casa; incluso él tenía alguna atadura.
Pero se iría directo a la cama, los niños aún estarían jugando y su mujer
apenas notaría nada desde la cocina, confió, retomando su camino entre un grupo
de turistas. Le había prometido no volver a emborracharse; de todos modos no
llegaría tarde y sólo estaría un poco achispado, ya que no debía descontrolarse
si quería escribir con lucidez hasta el último poema. Además, ahora ella no
podía quejarse, porque los últimos cheques habían solventado la crisis
doméstica; por ahora no tendría que volver a soportar sus escenas. Ya no habría
más facturas impagadas ni deudas en el colmado, y los mismos poemas que retardaran
su vuelta contribuirían a eso.
Después del primer trago en el Malone, se deshizo de los halagos del
untuoso camarero y, respondiendo con una sonrisa a las felicitaciones de los
demás, se alejó a una mesa dispuesto a escribir su segundo poema en la libreta
de cuentas de John. Lo hizo de un tirón. Notaba cómo el alcohol le expandía las
circunvoluciones del cerebro. Versaba sobre su madre, pero a otro nivel aludía
al tiempo o al espacio que su propia vida y aquel mismo poema ocuparían en el
universo; y sintió que los versos eran una prolongación de su trémula mano, de la
mesa coja donde se había sentado, de la tarde calurosa y del mundo entero. No
obstante, al mediar su copa, notó acidez en el estómago y, después del
entusiasmo, su humor viró de la apatía a un sentimiento de ultraje, porque
creyó que en la barra alguien se había referido a él despectivamente. Se
dirigió hacia allí y formuló algunos reproches que fueron acogidos con caras
largas. Dio un trago y se vio reflejado en el cristal de una vitrina. Sin
reconocer al joven cuyo retrato había empapelado la ciudad, recibió un mohín
del sucesor y volvió a beber. Aquellos borrachos eran unos estúpidos y el
camarero un imbécil. Depositó la copa vacía en la barra, se hurgó en los
bolsillos, donde se sorprendió de no encontrar ningún dinero, y salió cabizbajo,
apenas disculpándose.
En la calle se sintió nebuloso. Como un ciego contara sus monedas en la
escalinata de una iglesia, por un momento creyó que aquél era su dinero. Junto
a una zanja abierta, varios obreros reían con la boca llena del almuerzo; acaso
se mofaban de él. Notó que iba dando sacudidas y enderezó el paso. La sangre le
circulaba cálida caldeándole el cuerpo. Debía haber perdido el dinero cuando se
le cayeron las llaves o quizás se lo hubieran robado entre el gentío del
semáforo; nunca se había resignado a usar cartera como cualquier ciudadano
respetable.
Relucía al sol una pirámide de naranjas. Sus zigzagueantes pasos lo
habían conducido a la puerta del Yellow Castle, pero la falta de fondos le hizo
dudar de la conveniencia de proseguir aquel peculiar camino a casa. Además, le
molestaba la úlcera del estómago y había dormido poco. Pero una naranja rodó a
sus pies y sintió en el diafragma la inminencia de otro poema: rompería aquel
mágico día en añicos dorados, como si fuera una copa de whisky que hubiera que
apurar hasta el vacío de la noche. La verdad es que todo el mundo conocía su
éxito, sabían que había ganado mucho dinero y ya nadie pondría objeciones a fiarle
o pagarle unas copas; incluso insistirían en tener el honor de invitarlo.
Pero aquel pub estaba vacío y, en
lugar de recibirlo con las palmadas de rigor, el conocido gordo que lo
regentaba lo saludó con voz de ventrílocuo, mientras intentaba incrustar un
tapón en su botella. Al escuchar la petición de Dylan, lo miró con unos ojos
flamígeros que lo estudiaron un lapso de tiempo demasiado largo, y su rostro adoptó
una expresión vacía, como si no lo reconociera. Al fin arrojó el corcho a la
barra y le sirvió a regañadientes un trago de aquella botella. Sin dejar de
rezongar, apuntó la deuda en una lista de cuentas; no era raro que un tipo como
aquél mantuviera a los clientes lejos de su establecimiento.
Dylan Thomas apuró media copa de un trago y, concentrándose en aquel
silencio hostil, escribió un poema sobre el cadáver una mujer ahogada. Olvidó
su disgusto y sintió con placer y emoción que cada palabra parecía un conjuro o
un sortilegio, cada verso integraba un todo misterioso al que descifraba sin
por ello desencantarlo, y exaltado percibió en su interior la música de su
poesía como ese mismo todo: la explicación –su imagen- del mundo formaba parte
del mundo. Podía ver los cabellos inundados de helechos y caracolas de la
protagonista del poema, imaginó su último amor y apretó los puños a punto de
gritar de júbilo, pero recordó que acababa de beberse su tercer doble seguido
y, secándose con un pañuelo el sudor de la frente, reprimió su entusiasmo. Aquello
podía deberse a los efectos del alcohol y, después de todo, quizás al día
siguiente el poema no resistiera la crítica de una lectura sobria.
Salió del pub con la cabeza dándole vueltas y notando que la sangre le
bullía en la punta de los dedos. Había aumentado el tránsito de la calle, si
bien le pareció que los ruidos estallaban sordos y que la luz del día había
perdido su fuego. Al zambullirse en la corriente de transeúntes, un escalofrío
le hizo abrocharse los dos últimos botones de la camisa. Lamentó haber olvidado
la corbata en algún sitio; de seda verdemar y con un diseño de dados amarillos
que parecían representar la fortuna o el destino, era el último regalo de su
esposa.
A continuación siguieron el Donovan´s y el Songs, que había olvidado en
el desaforado itinerario de su ruta, pero cuyas cristaleras emitieron reflejos
incitadores. Aunque fue recibido con frialdad por varios conocidos, que apenas
le dedicaron visajes irónicos, y tuvo que parlamentar con escépticos camareros,
logró componer otros dos poemas mientras apuraba sendos whiskys. Se abstrajo sin
problemas, sentado en los rincones, pero otra dimensión de su oído seguía percibiendo
las carcajadas, las voces gangosas o el zumbido de los corchos. En el Songs,
luego de idear una audaz metáfora que redondeara el último verso, comprendió
que aunque nadie puede recordar la felicidad, mientras viviera no olvidaría la
plenitud de aquel instante.
Salió tambaleándose y avanzó con los brazos demasiado separados de los
costados. Sentía orgulloso la presión de la pequeña libreta en el bolsillo del
pantalón, y se aseguró de llevarla en el bueno; recordó que su mujer solía
acusarlo de tener los bolsillos rotos. Frente a una marquesina verde pino, el
momento pletórico ya se había aflojado y suspiraron los frenos de un autobús.
Adelantó a una anciana embozada en su bufanda azul eléctrico, con un paraguas
bajo el brazo. Otra mujer progresaba trémula en su visón, como si tiritase,
arrastrando a un caniche que lucía un jersey a rayas rojas. Un aire gélido le
azotaba los cañones de la barba; se acarició el rostro, extrañado de que le
hubiera crecido tan pronto; quizá con la prisa no se había afeitado; ya fue una
proeza levantarse y llegar casi puntual al auditorio. Sintiendo un frío
repentino, se bajó las mangas de la camisa; el whisky ahora no lo confortaba y
notaba la piel de gallina. Incomprensiblemente, no logró recordar en qué
estación del año estaban. Del parque habían desaparecido los niños que solían
jugar en las tardes de verano y las parejas haciendo manitas en los bancos de
sombra. A su paso crujieron varias hojas. Las cornejas perdieron su interés por
el paisaje para refugiarse en las cornisas de los edificios, como decía su
abuelo que hacían cuando iba a nevar.
Torció a la izquierda y avanzó sujeto a la barandilla del río. Repicaron
las campanas de una iglesia; grupos de empleados cabizbajos salían de las
oficinas; algunos tenderos bajaban con pértigas las persianas de sus negocios
y, como heraldo cierto del ocaso, un rayo declinante lamió la superficie
anaranjada del río. Por la acera se diseminaban cenizas de sombra, esparcidas
por nubes violáceas. No sabía qué hora era porque nunca llevaba reloj, pero se asombró
de que oscureciera tan pronto. El halo de las farolas inundó la palidez verdosa
del aire, y una nube violeta de ribete carmesí se difundía en oleadas hacia el
paralelogramo de cuatro estrellas. Del puente germinaban formas temblorosas,
húmedas, de figuras humanas que le parecieron espectros; tal vez había llovido mientras
estaba en el Songs. Un reflejo instantáneo onduló el agua del río, y una gota
le acertó justo en el centro de la coronilla, directamente sobre el cráneo,
aunque hasta entonces no se había descubierto indicio alguno de calvicie. Las
luces relampagueaban y caían rayos de sombras. Se deshizo de un mendigo. Ya no
se sentía tan entusiasta como al principio.
Antes de pedir fiado su whisky en el Haunter, se le acercó un viejo
conocido, a quien el maxilar y la boca sinuosa le daban un aspecto de rana. Le
posó una comprensiva mano en la espalda:
-Sentí mucho lo que te ocurrió –le dijo con voz opaca, entornando sus ojos de batracio- ¿De verdad fue para tanto? –preguntó con un
aire de franqueza maliciosa.
Thomas le dirigió una mirada de incomprensión y desaliento, y se zafó de
su garra, dándole la espalda para hacerse un hueco en la barra.
-¿Sigues bebiendo como antes? Deberías aprender a controlarte –escuchó
detrás la misma voz lúgubre, con un falso aire de protección-. Tómate aquello
como una lección; tienes que levantar cabeza como sea. Búscate algo seguro. No
se trata sólo de ti, también tienes tus responsabilidades, una familia que
mantener.
Entretanto, su retórica de borracho había logrado que el tabernero le
fiara un whisky. Parecía un hombre tímido; había escuchado su petición
desplegando un periódico en la barra y simulando leerlo, mientras se remangaba
los puños de la camisa y cruzaba los brazos. Para escribir el siguiente poema,
Dylan se deshizo del importuno y se escabulló al extremo de la barra; de
momento los camareros resultaban tan generosos como las musas. Apenas había
redactado los dos primeros versos cuando lo saludó entre dientes otro viejo
amigo, un agente de seguros de mediana edad, con perfil de lagarto y cejijunto,
que vestía un traje negro demasiado estrecho y exhibía gemelos dorados y un
alfiler de oro prendido a la corbata incolora.
-He oído que andas otra vez con problemas de dinero y cosas peores –le
graznó, desviando sus pupilas hacia el camarero y rociándole el rostro con una
miríada de gotas de saliva-. Y llevas siglos sin renovar tus seguros: estás al
aire.
Thomas movió la cabeza, dubitativo, y halló fijos en los suyos los ojos
del tabernero, que descendieron hacia el periódico. Sin embargo, mantenía los
brazos cruzados acaso en señal de desaprobación.
-¿Dónde te has mudado?
-¿De qué estás hablando? ¿Es otro truco para clavarme un seguro de vida?
Las cosas me van mejor que nunca, Dick. Y me he cambiado de aseguradora, para
que lo sepas.
-No disimules conmigo, que lo sé todo. Deberías aprender a administrarte.
Si no asumes tus problemas…
-Anda, déjame en paz. ¿No ves que estoy escribiendo? –le interrumpió simulando
anotar algo en su libreta y no pudo evitar que la carcoma de la duda avanzara
por su cerebro.
Al quedarse solo, no dejó de darle vueltas a las preguntas que el otro le
había formulado. No quiso ni imaginar lo que aquéllas implicaban y logró
apartarlas de su mente. Decidió cambiar de pub. En la puerta, el agente de
seguros le atenazó un brazo:
-Todavía puedo hacer un esfuerzo por un amigo –y aún rezongó su letanía,
mientras se llevaba la mano al bolsillo y abría una cartera repleta de
billetes.
-¡Eres un aguafiestas! ¡Si este mes he ganado más que todas tus
comisiones juntas! –le espetó antes de alejarse.
Dio unos pasos erráticos y aspiró con fruición el aire del crepúsculo. Se
extrañó de percibir en el ambiente el aroma dulce y cálido de las castañas
asadas. Todo era muy extraño aquel día; no sabía lo que estaba pasando: acaso
estuviera más borracho de lo que creía. Empezó a tiritar y se abrazó el pecho,
aterido; los dientes le castañeteaban, pero al volver a sentir el abultamiento de
la libreta en el bolsillo, se consoló recordando todo lo que llevaba escrito.
En la humedad se disolvían los colores de las luces. Miró arriba y pensó en las
emociones que sugerían aquellas ventanas ardientes en un ocaso que creyera de
verano. ¿O, si no, en qué estación del año se encontraban? Aunque ya casi había
anochecido, creyó que no era demasiado tarde; aún tenía tiempo de tomar varias
copas y escribir algo más. Siempre era hora de tomar otro whisky y escribir un
nuevo poema. Con un traspiés reconoció que el alcohol y la poesía le hacían
perder la noción del tiempo. Recordó que cuando bebía o escribía las horas transcurrían
imperceptiblemente; pero al cabo salía de un pub o se asomaba a la ventana de
su estudio, y se sorprendía de que los restaurantes hubieran cerrado y ya mariposearan
las mujeres de alquiler. Tenía los bajos de los pantalones embarrados; también
debía haber llovido mientras estaba en el Haunter. Atisbó en el fango los
jirones de un cartel desde el que lo miraron los ojos de cierto rostro joven y
desfigurado, que le resultó familiar.
Vaciló en una encrucijada y tomó la dirección correcta para llegar al
Sacred Plough. Brillaba la cúspide del casco de cierta estatua ecuestre, y en
la cabeza del caballo aterrizó una golondrina. ¿O era un gorrión? Pensó que de
la respuesta dependía que estuvieran en verano o en invierno. Thomas enfiló
calle arriba hacia el tramo de álamos. Hundió la
mirada y lo engulló la oscuridad de los árboles.
Al patear la piña de un pino, notó que una hoja se le había adherido a la
suela. Halló un montón de pomelos podridos junto a la papelera, pero podían ser
de invernadero. En aquella dirección lo traspasó otra corriente helada y, presa
de un ataque de estornudos, corrió a refugiarse en el Sacred Plough.
Pugnaba contra el viento, y los
faldones de la camisa y las perneras del pantalón se hinchaban al aire. Pero,
para su sorpresa, la puerta del pub no cedió, el ventanal estaba oscuro y el
luminoso apagado. Vio colgada por dentro una pizarra donde habían escrito con temblorosos
trazos: “Se traspasa”; y se extrañó mucho de aquello, pues el negocio parecía
próspero y creyó recordar que la víspera se había tomado una copa allí mismo. Entre
el clamor de los cánticos rugía la risa de Alan, el dueño, y sus manazas no
daban abasto a servir pintas. Sin embargo, había un momento de la noche
anterior en que sus recuerdos giraban en un remolino, y ni siquiera sabía qué
ángel lo había guiado a casa. Pegó la nariz al escaparate y, empañando el
vidrio, miró adentro. En las vitrinas soñaban las botellas; los tapetes de
fieltro se extendían vacíos de carambolas, y las sillas dormitaban sobre las
mesas. Quizás el pobre Alan había sufrido un accidente o se había puesto
enfermo. Preguntándose si no le estaría fallando la memoria, cerró los ojos y
deslizó la mejilla por el frío cristal.
Al fin alcanzó el King´s Word, empenachado el pelo y exhalando jadeantes
nubes de vaho. En cuanto bajó los escalones que conducían a aquel sótano, lo
reconfortó su atmósfera cálida. No le molestaron los vapores alcohólicos, ni las
cornucopias de humo que flotaban en el ambiente, y mientras esperaba su turno
para que Billy le sirviera, reconoció la joroba de su gran amigo Frank. De un
día para otro, la edad y las preocupaciones parecían haberse ensañado con su
cuello de jirafa; se volvió, como si tanta compasión le hubiera aguijado en la
cuarteada piel, y lo saludó con efusión.
-¡Qué alegría! ¡Cuánto tiempo sin vernos, Dylan! ¡Vamos, invítame a algo!
Aunque sigas negándote a contarme ningún sueño.
-Claro, beberemos algo fuerte –respondió sin recordar que estaba sin
blanca-. Para variar.
-Ojalá, pero ya sabes que lo he dejado y me dedico a la gaseosa, bastante
cara me salió aquella clínica como para volver tan pronto. Eso sí, me encanta
oler el whisky que los amigos beben.
A Dylan le dolió la cabeza cuando advirtió que aquel día parecía haberlo
olvidado todo, pero no consiguió recordar que su mejor amigo se hubiera
internado en ninguna parte, y se preguntó si no estaría tomándole el pelo.
Frank era un melancólico cronista de sucesos que, sin embargo, al primer sorbo
se ponía a hacer fiestas a todo el mundo y a pedir que lo invitaran a cambio de
interpretarles algún sueño. Al fijarse en su nariz y en los ojos, concluyó que
no estaban tan enrojecidos como siempre; puede que realmente hubiera dejado de
beber. Y no obstante, parecía demasiado animado.
-Aquí ya sólo vengo a ver a los viejos amigos.
Al pedir su whisky se sorprendió de que no se lo sirviera Billy, el
hombre que toda la vida había regentado el local sin ayuda de ningún camarero.
Los rasgos ratoniles del encargado se juntaron aún más y sus ojos se hicieron rendijas
al notar que no dejaba de mirarlo.
-¿Dónde está Billy esta noche?.
-No sé de quién me habla. Llevo cinco años en este pub y no conozco a
ningún Billy –respondió con desgana, sirviéndole la copa con brusquedad-. Como
no sea el antiguo dueño de esto. Murió de cáncer, creo, y la viuda me traspasó
el pub; aquella pájara intentó estafarme –pareció animarlo el carácter
truculento de sus palabras.
Dylan apretó los puños y, nada seguro de lo que decía, pero ofendido de
la despectiva manera con que el otro le atendía, le gritó:
-¡Eso es imposible! Hace una semana Billy estaba donde tú, bromeando y
llenando pintas como siempre… ¿Qué le pasa esta noche a todo el mundo?
-¡Vamos, vamos! –Frank intervino y lo apartó de la barra envolviéndole el
cuello con el antebrazo-. Ya veo que el whisky sigue sentándote fatal. Voy a
tener que darte la dirección de esa clínica.
-¡Y un cuerno! –se deshizo del abrazo- Ese tipo quiere
tomarme el pelo. Dice que Billy ha muerto, cuando hace unos días que los tres
estuvimos contando chistes y nos invitó a la segunda. ¿O es que tampoco tú te
acuerdas?
-Tranquilo, no pasa nada, hay sueños que parecen reales; sobre todo las
pesadillas. Nunca has querido contarme ninguno de los tuyos, pero es lo normal,
créeme. No me agües la fiesta, que llevábamos siglos sin vernos… A propósito,
¿sabes algo de tu mujer?
-Déjame en paz, que tengo trabajo –respondió con la voz quebrada.
-¿Te pasa algo? –la sonrisa dejó de ondularse en el rostro de Frank-. Me
ha parecido que… Es igual; a veces se llora en sueños, la almohada amanece
húmeda y uno no se acuerda de nada. ¿Quieres un pañuelo?
-Lo único que pasa es que estoy resfriado...
Dylan se llevó el vaso a una mesa. Extrajo la libreta del bolsillo y
empezó a escribir un poema sobre una niña que no quería crecer. Notaba que,
conforme se abismaba, iba diluyendo su identidad en la escritura; mientras
escribía, se había convertido en otro yo distinto al que no lo hacía. Ahora estaba
tan vacío de recuerdos como una cabeza cortada; aquella inspiración era opuesta
a la autobiográfica que le había dictado el primer poema de la jornada. Dio un
respingo cuando una garra se le engarfió en la clavícula.
-¡Pero mira quién está aquí! –gritó un gordinflón tuerto- ¡Si es el
hombre de los desastres! ¿Qué nueva desgracia te ha ocurrido últimamente? Jo,
jo… ¿Aún no has liado ninguna buena esta noche? Aprovecha que anda por aquí tu
amigote el de los sucesos para que mañana la gente lea sobre alguna de tus
peloteras.
Thomas ignoró al rotundo cíclope y hundió los ojos en el papel, pero el
vozarrón campanudo del otro se impuso a los rumores de los clientes.
-Vamos, vamos, no hay que preocuparse, que ya mejorará la racha. Invítame
a una copa y las cosas marcharán. No tengo la culpa de lo que te ha pasado. La
gente dice que traigo mala suerte, pero sólo es que me asocian con los malos
momentos y son ellos los únicos culpables de sus fracasos. Lo que pasa es que
me dedico al negocio de los préstamos y me odian por la ganancia, pero si están
apurados bien que se acuerdan del viejo Joe. Verás cómo te doy suerte, mañana
mismo cualquier imbécil te paga cien libras por alguno de esos escritos que ni
siquiera tú entiendes y se acaban tus penas, jo, jo.
Al tomar asiento, la risa le hizo temblar los pliegues de la papada.
Thomas seguía escribiendo.
-Ya veo que te has quedado entre nosotros. Bien, bien… -la maldad emanaba
de los tubérculos del rostro- ¿Dónde se fue tu mujer al final? Supongo que se
llevaría a los niños a casa de sus padres. ¿O se fue con otro? Debías tenerla
harta a la pobre. Todas las noches de juerga; demasiado te aguantó, jo, jo…
-¡Mi mujer me espera en casa, usurero! –estalló Dylan y arrancó la hoja
de la libreta y la hizo trizas.
A largas zancadas se dirigió al otro extremo del local, donde se quedó
con los brazos cruzados, mirándose con preocupación la punta cuadrada de los
zapatos. Pero en seguida le llamó la atención una vitrina de caoba, cuyos
vidrios destellaban reflejos turbios. Contenía varias filas de botellas sobre
sus repisas. Se acercó intrigado, y al tocar con cuidado el cajón derecho, que
tenía el tirador de bronce en forma de concha, se vio actuar en una pesadilla:
-¡Camarero, venga ahora mismo! ¿Qué diablos hace esto aquí? ¿Dónde ha
conseguido esta vitrina?... ¡Pertenecía a mis abuelos y es donde mi mujer
guarda la vajilla! –se hizo el silencio y pudieron oírse el borboteo de un
líquido y la respiración de Dylan-. Fíjese en la muesca del cajón y en este
vidrio resquebrajado de la hoja derecha. ¡Es la misma! ¡Me la han robado!
El tuerto se retorcía de risa; los bulbos de la cara se le ondulaban brillantes
de sudor y sus ojuelos porcinos se hundían bajo bolsas de grasa.
-Jo, jo, ¿es que ya no te acuerdas de lo que pasó con tus muebles? No
tenías ni para comer, pero no dejabas de beber, jo, jo… ni de pedirme pasta -y,
sujetándose el vientre, se doblaba adelante y atrás sin poder contener su regocijo,
y sus carcajadas de ballena agitaron una servilleta.
-¡Eso fue hace siglos, cretino!
Subiéndose los puños de la camisa, el camarero se dirigió allí entre
varios grupos de parroquianos. Una botella reventó en el suelo.
-¡Uf! ¡Este borracho ya me tiene harto! Págame el whisky y la gaseosa y
vete de una vez.
-¿De dónde ha sacado esta vitrina? ¡Es mía!
-¡Trece con cincuenta! –exclamó el camarero, la mano extendida-. Y no
quiero volver a verte por aquí.
Dylan se escarbó en los bolsillos, a sabiendas de que sólo iba a
encontrar la libreta y las llaves.
-¡Frank! ¿Dónde estás? –miró en torno pero sólo vio varias muecas de
burla-. ¡Frank, por favor, Frank!... ¡Te contaré un sueño!, ¡la pesadilla de
hoy!
-¡Trece con cincuenta! ¡Ahora mismo! –y se escupió furioso la palma de la
mano.
Dylan Thomas salió a la punzante oscuridad tapándose un ojo con el pañuelo. Se sentía exánime, resollaba helado y desangelado, y quería llegar cuanto antes a casa. Renqueó calle arriba; el escozor del ojo le exacerbaba la vergüenza de su cobardía. En otros tiempos hubiera organizado una reyerta, pero ahora se había conformado con encajar los dos puñetazos e incluso se dejó acompañar al lavabo por un compasivo cliente. Vio un guante tirado en el asfalto como una mano amputada y por algún motivo pensó que añoraría a su par. Tras el silencio iluminado de unos visillos, varias siluetas se sentaron en torno a lo que parecía una sopera. Pasó de largo, cabizbajo y con las manos en los bolsillos, junto a los cristales encendidos del Fair Meadows y del Best Year, de donde le llegó una batahola de cánticos. Pensó que todo lo que le estaba pasando lo convertía en algún personaje de Dickens rondado por los espectros de un futuro infausto; ojalá el cuento tuviera el típico final edificante y feliz, por lacrimógeno que fuese. Nunca le habían importado las injustas acusaciones de ser un autor algo cursi o hasta un poeta para niños.
Al reconocer las casas de su barrio advirtió, atónito, que había empezado
a nevar. Se detuvo, mirando al trasluz de una farola cómo descendían los copos,
uno tras otro, por el aire amarillento, y algunos se le deshicieron en las
palmas de las manos. De nuevo en marcha, resbaló e intentó recapacitar en lo
sucedido en el King´s Word, allí mismo donde Billy le había servido el primer
whisky de su vida hacía un montón de años. No, había vuelto a confundirse: eso
fue en el Best Year, y no había sido Billy, sino Paul. El viento negro agitaba
las copas de los plátanos, se encendió una ventana y un charco bordeado de
césped brilló y se apagó como una ilusión perdida. De la penumbra emergió la
verja del parque. Se sucedía la hilera de casas idénticas, con las mismas
cancelas de hierro forjado que encerraban porches estriados de columnas; aquí y
allá languidecían cedros enfermos por igual. Junto a los olmos avanzó tiritando
por la oscura calle desierta, los hombros apenas cubiertos por la camisa. La
nieve le resbalaba por la nuca y la espalda, y se le filtraba por las suelas
despegadas de los zapatos, aunque creía haberlos estrenado la semana anterior.
Apretó el paso. Recordó el guante viudo que había visto, y al pensar en su
mujer sufrió una hemorragia de nostalgia, el recuerdo de las penurias que
habían compartido. Deseó haber vuelto a casa en cuanto hubo terminado el
recital; habría pasado el día jugando con los niños y el perro, y no habría
perdido el dinero que llevaba en el bolsillo.
Reconoció al
apuesto hijo de un vecino, el neurocirujano, que cruzaba la calzada con su
atlético porte y pasó junto a él mirándolo con desdén y sin devolverle el
saludo, como si Dylan fuera un intruso. Le pareció que en las pocas semanas que
llevaba sin verlo, aquel adolescente al que había visto crecer se había hecho
un hombre.
Aunque no había visto nevar en mucho tiempo, aquella nieve le resultó
familiar y recordó el primer poema que había escrito por la mañana; parecía que
habían transcurrido años desde entonces. La nieve ensordecía sus pasos en aquel
silencio de algodón y culpa, y suspiró al encontrarse por fin frente a la
puerta de roble, con herrajes de aluminio y un resplandeciente Corazón de Jesús
en el dintel. Introdujo la trémula llave en la cerradura, pero advirtió que no
encajaba, si bien probó varias veces a poner los dientes hacia arriba y abajo.
Tras cerciorarse de que era la llave correcta, volvió a intentarlo en vano; su
muñeca giraba nerviosamente como si fuera un ladrón, y no había forma de
incrustarla en la cerradura. Al fin lo consiguió, pero por más que forcejeó no
giraba para ningún lado, y ni siquiera fue capaz de extraerla. Dio unos pasos
hacia atrás y reconoció las columnas de mármol del porche y las inequívocas
vigas de madera de la fachada, en torno a las que se enredaba la buganvilla que
él mismo había sembrado. Estaban a oscuras todas las ventanas de la casa; en el
resplandor de la nieve se perfilaban, sobre el enladrillado, las mudas sombras
de las hojas de los plátanos. Volvió a subir los tres peldaños de madera, que
rechinaron como siempre, y pegó la oreja a la puerta: escuchó el rumor del
miedo. Le extrañó no oír la algarabía de los juegos de sus hijos, ni las voces
de su mujer; tampoco sonaban la radio ni el televisor que acababan de comprar a
plazos. ¿Se habrían acostado ya? ¿Estarían enfermos o habrían ido al circo?
¿Quién y por qué había cambiado la cerradura? Pulsó el timbre: lo habían
desconectado. Apretó los dientes y golpeó primero y aporreó después la puerta
con los puños una y otra vez hasta hacerse daño, y sólo le respondió el
silencio. Tampoco daba señales de vida el perro, que se deshacía en ladridos cuando
alguien merodeaba.
Recordó que una de las ventanas del lado sur tenía la falleba rota y no
cerraba bien. Hollaba el césped entre los macizos de rosas mustias, cuando halló
algo que lo dejó como un muñeco de nieve. Clavado en la fachada orientada a la
avenida, un cartel anunciaba en floreadas letras rojas: “En venta”. El tablero
rechinaba al viento. Dylan limpió la nieve que se había acumulado en la mitad
inferior y averiguó que la oferta era anunciada por su banco de toda la vida. Una
llamarada de pánico le derritió la nieve de la pechera. Cedió la ventana y pudo
acceder adentro.
El interruptor no funcionaba, ya
que el suministro de electricidad parecía haber sido interrumpido, pero a la
claridad de las farolas vio que la estancia se encontraba completamente vacía.
No quedaba ni un solo mueble por ninguna parte, como si la hubieran desvalijado.
Incluso habían descolgado los cuadros de las paredes, que se extendían lisas en
la penumbra, recordándole papeles en blanco que invencibles resacas le
impidieran rellenar. Llamó sin esperanza a su mujer y gritó con voz quebrada
los nombres de sus hijos y hasta el del perro. La extraña resonancia de la
estancia vacía distorsionaba aún más sus voces. Se dirigió a la chimenea de
mármol y se acurrucó junto al hogar apagado, abrazándose las rodillas.
Encontrarse solo allí, donde había escuchado los razonamientos de su mujer y
las risas de sus hijos, le causaba una sensación de vacío, y se sujetó los
hombros amortajados de nieve. Luego alcanzó de la repisa de la chimenea una
botella casi llena de su whisky favorito, que alguien había olvidado allí. Volvió
a sentarse en el suelo. Al primer trago se sintió reconfortado y sacó su
libreta del bolsillo. Aunque las hojas estaban abarquilladas y húmedas, logró
garrapatear los versos del poema más triste que jamás hubiera escrito. Escribía
al dictado de una voz tan suave como la nieve que lo inspirara por la mañana y
acababa de empaparlo, y que por un momento pareció susurrarle el secreto
significado de su soledad: en su cabeza resonó un esférico acorde de intuición
y reconocimiento, y se sintió desesperado y feliz como sólo los niños, los poetas
y los borrachos pueden serlo. Apenas veía lo que escribía, pero no dejaba de
percibir, como una inspiración, la voz de la nieve, que ahora le recordó los
pasos descalzos de su hijo menor. Volvió a mirar cómo los copos se arremolinaban
por el resplandor azul de la ventana, y de repente, el destello de una yegua
blanca cruzó el borde de la noche. La cortina corrida sobre la otra ventana,
que los expoliadores habían despreciado, ahuecaba el silencio de la nieve y el
decreciente repiqueteo de los cascos sobre los adoquines. El consuelo iba ocupando
el hueco que sobre el nivel del whisky dejaba libre la tristeza: conforme
vaciaba la botella, el nivel de la tristeza bajaba con el del whisky. Por la
penumbra de nieve ahora se acercaban unos taconeos firmes y deliberados,
propios de un acreedor que acude a una cita para cobrar lo que hace tiempo se
le debe, y Dylan Thomas siguió escribiendo.
Bajo nevadas como aquélla, los
hombres temblaban en las cavernas a los aullidos de las fieras y prendían
hogueras en las entradas para espantarlas… o tal vez para ver dibujarlas en las paredes de roca .
¡Wow! ¡Enhorabuena! Creo que nunca he leído un relato tuyo tan extenso, pese a ello, te puedo asegurar que no he levantado la vista de la pantalla porque me tenías muy intrigada. Felicitaciones!
ResponderEliminarSaludos:)
Gracias por tu paciente lectura, Marian. En efecto, las dimensiones del relato exceden casi lo aconsejable en un post, pero pensé que el aire dickensiano del cuento justificaba publicarlo en estas fechas. Besos!
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