Hijo del olvido, de
un padre que no era mi padre
y de una madre que no
quería que conociera la luz,
como una mala película
en blanco y negro proyectada
en las grises nubes de
París, así recuerdo mi infancia.
Habitó mi niñez en una
casa henchida de gritos y silencios grises
y pasé a la
adolescencia como a través de un puente en llamas,
fueron grises tiempos
de desastres fijos, de tristezas puntuales:
sórdidos profesores,
manchas de tinta, verbos irregulares,
el frío gris de un
hogar donde la estufa no rescataba ni un grado de amor,
el gris saludo de mi
madre que me mandaba a comprar harina negra,
la llegada de mi padre,
una gris rata de oficina que me roía la alegría,
el tintineo de los
cubiertos resonando a instrumental quirúrgico,
la cena triste y antes
de acostarme, a través de la Marsellesa de la radio
bajar la basura de
nuestros sentimientos y apagar las luces de las ilusiones.
Y por la mañana de
nuevo giraba la rueda de la tortura de la gris rutina
o me escupía como el
caballito desbocado de un tiovivo enloquecido,
pero si no había
escrito cien veces que mis faltas ofendían a los muros
del colegio, hacía
novillos con René y las penas se revertían como medias:
nos acogían las sombras
de terciopelo del cine, los parques luminosos,
la alegría de las
plazas, la música de las flores, las parejas besándose,
hasta que una de ellas
resultó mi madre con un extraño de abrigo gris.
Como un folletín
escrito en los grises cielos de París por el humo
de reactores de
bombarderos negros, así recuerdo mi gris infancia.
Y ahora, cuando veinte
veranos después de mi última escapada
ya no me esperan en
casa, me planteo por qué sublimar mi odio a mi madre
excusándome de mi falta
a clase con la falsa noticia de su muerte,
para qué dormir en el
frío gris de la imprenta del padre de René
y vagar huérfano de pan
y leche entre las estatuas grises del alba,
para qué odiar el gris
Sena porque me recordaba a mamá con el pelo suelto,
y obsesionarme con
conocer el mar y tomarlo por símbolo de vida
y libertad, de éxtasis
y plenitud, de madurez y de la primera mujer,
para qué intentar matar
a mi padre robándole una máquina de escribir,
por qué traumatizarme de que él mismo me denunciara a la policía
por qué en la gris
prefectura tomé a los agentes por profesores,
a un delincuente por mi
padre y a alguna prostituta por mi madre,
para qué tanto
sufrimiento en aquel itinerario de reformatorios,
si todo iba a acabar
vertido en los grises versos autobiográficos
del poemario descatalogado
de un autor oscuro, Antoine Doinel,
en el guión de una
película en blanco y negro que nunca se repone.
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